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—Que no vayan a coger ‘al flaco’, aquí nadie sabe nada, cuidado con Gustavito. A esa hora todos en el barrio sabían que lo tenían cercado. Sabían que no correría con la misma suerte del día anterior, cuando vestido de mujer salió caminando en la madrugada por las calles estrechas, sin que los militares se dieran cuenta de que esa mujer de piernas delgadísimas y de ojos saltones era el concejal de Zipaquirá del M-19 que tenían en la mira. Ya eran varios los meses en los que los tanques y camiones del Ejército eran comunes en la montaña. Ese día de octubre de 1985, cansados de buscarlo, de revolcar las casas sin hallar ningún rastro, aparecieron las primeras pistas.
Acorralados por los militares, unos niños terminaron señalando el hueco en el que Gustavo Petro estaba escondido junto con otros dos militantes del M-19. Allí, en el Bolívar 83, en el barrio que había fundado apenas dos años atrás, en el que vivió su primer gran triunfo como militante de la izquierda, Gustavito, como todavía le dicen hoy las abuelas que continúan en el barrio, era llevado del cabello ante la mirada impotente de todos.
Hoy, en la puerta de una de las primeras casas que se construyeron en el barrio Bolívar 83, Miriam Stella Vicente no puede evitar que se le escapen algunas lágrimas cuando recuerda la captura: “Gracias a Gustavito teníamos una casita propia, pero ese día no pudimos hacer nada”.
Ese día en el que Petro terminó en manos del Ejército, condenado a pagar 20 meses de prisión por porte ilegal de armas, cambió la historia del barrio para siempre, tal como lo recuerda su compañero de militancia Jaime Gómez.
Todos pensaron en protestar, en hacer una marcha, en tomarse la iglesia, en luchar juntos como antes para salvar al hijo del barrio, al más querido por todas las mujeres, al fundador del Bolívar. Pero era imposible, el gobierno tenía en la mira al grupo armado y los militantes que quedaban libres no podían darse el lujo de mostrarse en público. Fue el peor día del barrio, la derrota de un sueño que Gustavo Petro les había ayudado a tejer.
Tres años atrás las caras eran otras. Petro, entonces estudiante de economía de la Externado, introvertido pero contradictor, era uno de los redactores del periódico Carta al Pueblo, una pequeña publicación que hacían él, algunos sindicalistas y otros estudiantes en la casa de un compañero y que circulaba en Zipaquirá y en los pueblos vecinos. Su tarea consistía en escuchar los problemas de los trabajadores de la zona para denunciarlos en cada edición bimensual de dos mil ejemplares.
Escribiendo, entre cervezas y discusiones que siempre terminaban en largas explicaciones de cómo cambiar el país, a Petro, para entonces personero de Zipaquirá, se le ocurrió que el periódico debía tener un lema. Su lema sería “Palabra y Acción”.
Diomedes Romero, uno de los sindicalistas que formaba parte del periódico y también del M-19, cuenta que para empezar a poner en práctica el lema, el equipo del periódico, que para entonces estaba conformado por 30 personas, se tomó el matadero de Zipaquirá para exigir que fuera trasladado a las afueras del municipio. Allí llegaron Petro, Pizarro, Pacho Vargas y otros militantes que venían de otros pueblos. La toma surtió efecto y ese fue el impulso para pensar en procesos de mayor envergadura.
El déficit de vivienda era grave en Zipaquirá. El nuevo plan consistía en averiguar quiénes necesitaban casa propia en el municipio. Visitaron los barrios más pobres, hablaron con emboladores, con los vendedores de la plaza de mercado, con los empleados de las empresas de flores, con las madres cabeza de familia.
En pocas semanas más de 300 personas, la mayoría mujeres, estaban preparadas para luchar hasta las últimas consecuencias por una vivienda propia.
Esta semana, sólo un día después de que fuera elegido como alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, 28 años después de la fundación del Bolívar 83, Siervo de Dios Rodríguez, uno de los habitantes que vive en el barrio desde su creación, contó que no han podido lograr que tenga el servicio de gas, que el agua todavía no es tratada y que la inseguridad es el común denominador del sector, en el que desde hace algunos años funcionan varias ollas en las que se venden drogas.
Las calles angostas del Bolívar, algunas todavía sin terminar, atestadas de perros callejeros y de tiendas poco surtidas, delatan que estos años no han sido muy prósperos y que después de haber conseguido el terreno es poco el camino que han avanzado.
La toma de El Cedro
Otra era la idea de Petro en 1982, cuando, ya siendo concejal de Zipaquirá, buscaba un lote para acomodar a todas las personas que ya se hacían a la idea de dejar de pagar arriendo.
Comprometidos con el que sería su primer gran golpe, empezaron a reunirse, a planear la toma de un terreno que pertenecía a unos curas del pueblo, cuya hermandad nadie parece recordar. La hora cero sería en la casa de Diomedes Romero, porque estaba cerca del terreno. En la madrugada empezaron a rodear el lote y en menos de dos horas ya lo tenían cercado. Eran más de 300 personas, la mayoría mujeres, comandadas por los muchachos del periódico, los mismos del M-19.
Primero llegó el obispo, después vinieron políticos a mediar, a insistir en que se marcharan del lugar, pero ninguno los pudo convencer de abandonar la idea de conseguir el terreno. A los dos días la policía del pueblo llamó refuerzos de Bogotá y los desalojaron a golpes, los sacaron corriendo con gases lacrimógenos.
Pero a esas alturas rendirse no era una posibilidad. Primero se tomaron la iglesia, después caminaron desde el pueblo hasta la Gobernación, en Bogotá, para exigir un terreno, luego vino la lucha legal que se extendió por varios meses , hasta que por fin les cedieron una colina en las afueras del pueblo.
“Nunca había visto tan contento a Gustavo”. Diomedes Romero se refiere al día en el que Petro repartió los primeros lotes de 12 por 6 metros a las mujeres que ya lo consideraban como uno más de su hijos. Antes de que pudieran empezar a construir, se dividieron en equipos para cuidar el terreno ganado. Y cada ocho días, cuando cambiaban los turnos, hacían una fiesta en la que las mujeres se peleaban para bailar con ‘el flaco’ los porros y vallenatos de su tierra natal. Al final el morro quedó dividido en 400 lotes, los mismo que se mantienen hoy.
Después empezó la lucha para convertir la montaña en un sitio habitable. Sin conocimientos de construcción, pero con muchas ganas, las mujeres, acompañadas por Petro y los otros miembros del M-19, armados con palas, picos y almadanas, construyeron sus propias casas, abrieron carreteras, hicieron ellos mismos el acueducto. “Cuando llegamos esto era apenas monte, la verdad, pensamos que era imposible habitar este sitio y mire, ya llevamos casi 30 años aquí”, cuenta Miriam Stella Vicente.
Lo llamaron Bolívar 83 por la admiración del M-19 al Libertador y en referencia al año de fundación. Todos los días izaban la bandera del M-19 con la mirada de aprobación y orgullo de todo el barrio. El Bolívar se convirtió en el símbolo del triunfo de un movimiento de idealistas que para entonces ni siquiera sabían disparar un arma.
Ese año, con las primeras casas levantadas, sólo quedaba seguir soñando. A muchos les enseñaron a leer y a escribir, y Petro insistía en que todos debían seguir estudiando. “Queríamos una vida diferente, crear una escuela comunitaria, seguir trabajando por el bien común. Lo cierto es que todo eso se vino abajo con nuestra salida del Bolívar 83”, dice con impotencia Jaime Gómez.
Desde octubre de 1985, cuando se llevaron a Petro, el barrio nunca volvió a ser el mismo. Gómez asegura que del trabajo hecho en 1983 es poco lo que se ha avanzado. Y cuando salió de la cárcel en 1987 optó por la clandestinidad desde el Tolima, en donde empezó a trabajar en el proceso de paz con Navarro Wolff y Carlos Pizarro.
Muchas de las mujeres que lucharon hombro a hombro con Petro ya murieron y las otras son abuelas que todavía lo esperan para servirle un caldo y recordar los buenos tiempos, como en aquellas noches de fiesta de 1983.
En la pasada temporada invernal varias casas del Bolívar tuvieron que ser desalojadas y, con las nuevas lluvias, los habitantes ruegan que la casa que tanto lucharon no termine debajo de la tierra: la mayoría está en un lugar de alto riesgo de deslizamiento. También piden mayor apoyo de la Policía, porque aseguran que los robos, las riñas y los asesinatos son comunes en la zona.
“Ahora que es alcalde, esperamos que Petro vuelva al Bolívar 83, que nos ayude, por acá todavía lo estamos esperando”, dicen Luis Espitia y Alcides Castañeda, dos habitantes del barrio que durante su fundación eran apenas unos adolescentes.