El Bronx o la calle miseria
En dos cuadras, al sur de Bogotá, está expresada toda la degradación social. Un peluquero que ahí habita intenta salir adelante.
Laura Ardila Arrieta
En la quinta paila del infierno el peor tormento es el olor. Una hediondez insoportable mezcla de cloaca, sudor rancio, ropa muy mugrienta, comida descompuesta y droga —¿marihuana?, ¿basuco?, ¿ladrillo?—. Principalmente droga. Vaharadas imposibles que emanan de bocas sucias, sin dientes, asediando los ojos, la cara, todos los sentidos, y dejándolo a uno con nada más que ganas de salir corriendo de ahí. Frente a ese hedor ni siquiera resultan tan espantosos los rostros amenazantes, las manos que empuñan cuchillos o las voces que lanzan intimidaciones en este lugar de miedo. La fetidez es la madre de todas las pesadillas.
Unos eternos minutos después, cuando uno se adapta o cree que se adaptó al olor, tiene la capacidad de escuchar los pitos aterradores de los rincones que advierten la presencia de un intruso. Son unos diez hombres, los llaman “los campaneros” y su misión consiste en tocar con todas sus fuerzas los silbatos que cuelgan de sus cuellos cada vez que se acerca alguien que no es de por allí, especialmente si se trata de la Policía.
Hoy, en el sector deprimido de Bogotá llamado el Bronx los silbidos se escuchan más que nunca. Una camioneta y dos vehículos tipo Van de la Policía Metropolitana se han aparcado justo enfrente de una de las entradas de la zona, que va de las calles 9ª a la 10ª entre carreras 15A y 15B formando una especie de letra P. Mal contados, 30 hombres de verde bajan guiados por el mismísimo Comandante de la localidad de Mártires, el mayor Carlos Alberto Vanegas, y se disponen a entrar.
Los pitos suenan. Un hombre corre, mientras otro, cigarrillo de quién sabe qué en mano, le sonríe al Mayor: “Queremos la paz, no se nos lleve la marihuanita”. Más allá, unas mujeres gritan que venden migas de torta a $100 la bolsita. Por toda la cuadra se ven rústicos locales hechos con palos de madera y techos de cinc. De algunos cuelgan festones alusivos al Halloween. Un joven levanta del andén el colchón mugriento en el que estaba durmiendo, se estira. De una bodega, al parecer de reciclaje, sale un camión. Un viejo me ofrece una porción de papas fritas en una caja marca McDonald’s: a $500 directo desde la basura. Los pitos siguen sonando. A pesar de eso, decenas de seres duermen en el piso con la cara al sol. Es el retrato de la miseria humana.
La situación se mantendrá en tensa calma porque el Mayor y sus hombres no están en operativo. Aunque bien podrían estarlo, ya que éstos se realizan en grupos grandes como ahora. “Si uno no va a hacer nada puede entrar de a dos, pero si uno va a pisarle los callos a alguien se forma el desorden. Por eso las operaciones de búsqueda de droga las organizamos con muchos efectivos”.
Cada 15 días, en promedio, con estas acciones la Policía les cae de sorpresa a los habitantes del Bronx. Cada 15 días, en promedio, los silbatos chillan. Cada 15 días, más o menos, hay amenaza de asonada y provocaciones, y más manos que empuñan cuchillos. Cada 15 días, y aun cuando no haya operativo como ahora, desde alguna ventana de la calle un hombre, o varios, vigilan atentos todo el panorama. A éstos los llaman “los sayayines” y son los dueños del lugar. Deciden quién entra, quién puede comerciar, a qué horas abre el negocio y hasta en qué rincón se puede dormir o comer. Si uno pregunta por ellos, nadie dará razón. Sus identidades son un misterio.
El peluquero de los indigentes
En el Bronx los operativos policiales no suelen durar mucho tiempo. “Se ponen muy agresivos, así que las pruebas que uno no corone en cinco minutos ya no las alcanza a coronar”, dice el Mayor Vanegas.
Hace un año, a Luis Eduardo Ortiz le tocó soportar una acción de las autoridades que tardó más de una hora. El hombre de 44 años quedó encerrado en su rancho justo cuando la Policía empezó a lanzar gases lacrimógenos. Dice que es su peor anécdota luego de siete años en la zona.
Ortiz, a quien todos sus vecinos conocen como Georgé, es el dueño de la única peluquería del Bronx: ‘Georgé peluquería’, un mínimo local plagado de espejos borrosos, afiches de Natalia París y accesorios de belleza que parecen usados, al cual, quién lo creyera, varios indigentes llegan para cortarse el cabello o limpiarse las uñas.
Georgé los espera con sus seis secadores de pelo, su único lavacabezas y sus decenas de productos para la estética en el salón que también hace las veces de vivienda del peluquero, con una cama sencilla, un clóset de plástico y un televisor con DVD.
“Me levanto a las 10 a.m. y abro el negocio. Los indigentes son muy agradecidos. Creo que gracias a mí se han culturizado en eso de que tienen que estar aseados y algunos vienen religiosamente cada mes a cortarse el cabello. Yo les cobro hasta $3.000, aunque a veces no tienen para pagarme y entonces dejamos así. No quiero que se pongan groseros”.
Georgé es la prueba viviente de la paradoja en un subsistema urbano que algunos han calificado como “el cementerio de los muertos vivos” o “la peor vergüenza de Bogotá”. Vino a parar acá proveniente del antiguo Cartucho, como la mayoría de los habitantes del Bronx. También como la mayoría, durante mucho tiempo fue drogadicto y habitante de la calle.
“Estoy aquí porque después de casi 20 años —diez en el Cartucho y siete en el Bronx— le tengo mucho cariño a la gente. Me respetan, me aceptan y dejan que lleguen clientes de otros barrios... Además, ¿para dónde voy a coger?”.
¿Podrán recuperarlo?
El nombre del Bronx es una clara alusión al condado neoyorquino de bajo estrato en el que viven negros y latinos, aunque nadie se atribuye este bautizo. Nació en 2002, casi al tiempo en que moría el Cartucho —ubicado en la zona en la que hoy queda el parque del Tercer Milenio—, en dos cuadras tradicionalmente de negocios de ferreteros.
Su recuperación está en los primeros puestos de la lista de metas de autoridades civiles y de policía, que coinciden en que el asunto va más allá de ser un problema de seguridad y microtráfico de drogas. “Hacer operativos en el Bronx es sacarle un balde de agua al mar. Se necesita una intervención social poderosa”, dice el mayor Carlos Alberto Vanegas.
Por su parte, la secretaria de Gobierno, Clara López, también cree que la solución debe ser integral. “La idea de recuperar el Bronx tiene que ver con rescatar al habitante de la calle, no sólo con intervenir en contra de las bandas delincuenciales”.
Puntualmente, el Distrito instaló unas mesas de trabajo con funcionarios de los entes de la Alcaldía, la Policía y parte de la comunidad. Sin embargo, a la iniciativa no se han sumado los directamente afectados: los habitantes del Bronx —que se estima son unos cinco mil—.
¿Podrán las autoridades recuperar este lunar penoso para la ciudad y el país? ¿En cuánto tiempo? Georgé, el peluquero, parece tener una idea: “Llevo años acá, he visto a mis amigos morir, poder cambiar este mundo sería un milagro”.
En la quinta paila del infierno el peor tormento es el olor. Una hediondez insoportable mezcla de cloaca, sudor rancio, ropa muy mugrienta, comida descompuesta y droga —¿marihuana?, ¿basuco?, ¿ladrillo?—. Principalmente droga. Vaharadas imposibles que emanan de bocas sucias, sin dientes, asediando los ojos, la cara, todos los sentidos, y dejándolo a uno con nada más que ganas de salir corriendo de ahí. Frente a ese hedor ni siquiera resultan tan espantosos los rostros amenazantes, las manos que empuñan cuchillos o las voces que lanzan intimidaciones en este lugar de miedo. La fetidez es la madre de todas las pesadillas.
Unos eternos minutos después, cuando uno se adapta o cree que se adaptó al olor, tiene la capacidad de escuchar los pitos aterradores de los rincones que advierten la presencia de un intruso. Son unos diez hombres, los llaman “los campaneros” y su misión consiste en tocar con todas sus fuerzas los silbatos que cuelgan de sus cuellos cada vez que se acerca alguien que no es de por allí, especialmente si se trata de la Policía.
Hoy, en el sector deprimido de Bogotá llamado el Bronx los silbidos se escuchan más que nunca. Una camioneta y dos vehículos tipo Van de la Policía Metropolitana se han aparcado justo enfrente de una de las entradas de la zona, que va de las calles 9ª a la 10ª entre carreras 15A y 15B formando una especie de letra P. Mal contados, 30 hombres de verde bajan guiados por el mismísimo Comandante de la localidad de Mártires, el mayor Carlos Alberto Vanegas, y se disponen a entrar.
Los pitos suenan. Un hombre corre, mientras otro, cigarrillo de quién sabe qué en mano, le sonríe al Mayor: “Queremos la paz, no se nos lleve la marihuanita”. Más allá, unas mujeres gritan que venden migas de torta a $100 la bolsita. Por toda la cuadra se ven rústicos locales hechos con palos de madera y techos de cinc. De algunos cuelgan festones alusivos al Halloween. Un joven levanta del andén el colchón mugriento en el que estaba durmiendo, se estira. De una bodega, al parecer de reciclaje, sale un camión. Un viejo me ofrece una porción de papas fritas en una caja marca McDonald’s: a $500 directo desde la basura. Los pitos siguen sonando. A pesar de eso, decenas de seres duermen en el piso con la cara al sol. Es el retrato de la miseria humana.
La situación se mantendrá en tensa calma porque el Mayor y sus hombres no están en operativo. Aunque bien podrían estarlo, ya que éstos se realizan en grupos grandes como ahora. “Si uno no va a hacer nada puede entrar de a dos, pero si uno va a pisarle los callos a alguien se forma el desorden. Por eso las operaciones de búsqueda de droga las organizamos con muchos efectivos”.
Cada 15 días, en promedio, con estas acciones la Policía les cae de sorpresa a los habitantes del Bronx. Cada 15 días, en promedio, los silbatos chillan. Cada 15 días, más o menos, hay amenaza de asonada y provocaciones, y más manos que empuñan cuchillos. Cada 15 días, y aun cuando no haya operativo como ahora, desde alguna ventana de la calle un hombre, o varios, vigilan atentos todo el panorama. A éstos los llaman “los sayayines” y son los dueños del lugar. Deciden quién entra, quién puede comerciar, a qué horas abre el negocio y hasta en qué rincón se puede dormir o comer. Si uno pregunta por ellos, nadie dará razón. Sus identidades son un misterio.
El peluquero de los indigentes
En el Bronx los operativos policiales no suelen durar mucho tiempo. “Se ponen muy agresivos, así que las pruebas que uno no corone en cinco minutos ya no las alcanza a coronar”, dice el Mayor Vanegas.
Hace un año, a Luis Eduardo Ortiz le tocó soportar una acción de las autoridades que tardó más de una hora. El hombre de 44 años quedó encerrado en su rancho justo cuando la Policía empezó a lanzar gases lacrimógenos. Dice que es su peor anécdota luego de siete años en la zona.
Ortiz, a quien todos sus vecinos conocen como Georgé, es el dueño de la única peluquería del Bronx: ‘Georgé peluquería’, un mínimo local plagado de espejos borrosos, afiches de Natalia París y accesorios de belleza que parecen usados, al cual, quién lo creyera, varios indigentes llegan para cortarse el cabello o limpiarse las uñas.
Georgé los espera con sus seis secadores de pelo, su único lavacabezas y sus decenas de productos para la estética en el salón que también hace las veces de vivienda del peluquero, con una cama sencilla, un clóset de plástico y un televisor con DVD.
“Me levanto a las 10 a.m. y abro el negocio. Los indigentes son muy agradecidos. Creo que gracias a mí se han culturizado en eso de que tienen que estar aseados y algunos vienen religiosamente cada mes a cortarse el cabello. Yo les cobro hasta $3.000, aunque a veces no tienen para pagarme y entonces dejamos así. No quiero que se pongan groseros”.
Georgé es la prueba viviente de la paradoja en un subsistema urbano que algunos han calificado como “el cementerio de los muertos vivos” o “la peor vergüenza de Bogotá”. Vino a parar acá proveniente del antiguo Cartucho, como la mayoría de los habitantes del Bronx. También como la mayoría, durante mucho tiempo fue drogadicto y habitante de la calle.
“Estoy aquí porque después de casi 20 años —diez en el Cartucho y siete en el Bronx— le tengo mucho cariño a la gente. Me respetan, me aceptan y dejan que lleguen clientes de otros barrios... Además, ¿para dónde voy a coger?”.
¿Podrán recuperarlo?
El nombre del Bronx es una clara alusión al condado neoyorquino de bajo estrato en el que viven negros y latinos, aunque nadie se atribuye este bautizo. Nació en 2002, casi al tiempo en que moría el Cartucho —ubicado en la zona en la que hoy queda el parque del Tercer Milenio—, en dos cuadras tradicionalmente de negocios de ferreteros.
Su recuperación está en los primeros puestos de la lista de metas de autoridades civiles y de policía, que coinciden en que el asunto va más allá de ser un problema de seguridad y microtráfico de drogas. “Hacer operativos en el Bronx es sacarle un balde de agua al mar. Se necesita una intervención social poderosa”, dice el mayor Carlos Alberto Vanegas.
Por su parte, la secretaria de Gobierno, Clara López, también cree que la solución debe ser integral. “La idea de recuperar el Bronx tiene que ver con rescatar al habitante de la calle, no sólo con intervenir en contra de las bandas delincuenciales”.
Puntualmente, el Distrito instaló unas mesas de trabajo con funcionarios de los entes de la Alcaldía, la Policía y parte de la comunidad. Sin embargo, a la iniciativa no se han sumado los directamente afectados: los habitantes del Bronx —que se estima son unos cinco mil—.
¿Podrán las autoridades recuperar este lunar penoso para la ciudad y el país? ¿En cuánto tiempo? Georgé, el peluquero, parece tener una idea: “Llevo años acá, he visto a mis amigos morir, poder cambiar este mundo sería un milagro”.