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                                                                                                                                  El cementerio de los judíos

                                                                                                                                  Desde hace 17 años Edilberto Pérez, católico, ha dedicado su vida a barrer los pasillos de un cementerio judío, a pintarlo y a brillar las 892 lápidas que allí se encuentran.

                                                                                                                                  Luisa Fierro / Colaboración del lector

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Los judíos comenzaron a llegar a Colombia después de la Primera Guerra Mundial. Procedentes de Rumania, Rusia, Polonia, Lituania, Austria y el norte de África, buscaban ganarse la vida y huir de los tristes recuerdos que les traían las tierras donde crecieron.  Según cuenta Azriel Bibliowicz en su novela El rumor del Astracán, las primeras colonias que llegaron a Colombia le habían escuchado decir a un judío que había visitado Bogotá: “Latinoamérica es el lugar donde se prospera”. Así que muchos llegaron llenos de ilusiones y se dedicaron al comercio. Pusieron almacenes de textiles e impusieron prácticas novedosas: vendían la mercancía a crédito y ofrecían productos de casa en casa. Si en el almacén se vendía a tres pesos, a plazos se vendía a 10. Los clientes pagaban veinte centavos por semana y tenían la oportunidad de pagar toda la deuda al terminar el año. Para 1950 ya había comunidades organizadas con cementerio, club y colegio propio.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  Durante los primeros seis meses trabajó en horario de oficina. Pintó el cementerio, arregló la entrada y remodeló  la casa destinada al cuidandero. Le gustó el trabajo, por eso se alegró cuando sus jefes le ofrecieron  que se quedara allí a vivir.  El único problema era que la vivienda estaba dentro del cementerio. “Nunca se me olvidará que llegué el 27 de septiembre de 1991: esa fue mi primera noche. Esa noche y el resto de la semana me fue imposible dormir.  Fue terrible, escuchaba ruidos extraños, y cuando me asomaba a la ventana, la única vista que tenía eran las grandes lápidas del cementerio, pero con el tiempo me di cuenta de que los ruidos venían de la calle”.

                                                                                                                                  Poco a poco fue adaptándose a la compañía de los difuntos. Y recuerda muy bien ese día cuando llegó el último de ellos, la vieja señora Blicstein. Luego de que llegaron las siete mujeres con el ataúd, Edilberto abrió la fosa.  “Los familiares lloraban pero con cautela: los judíos no son como los colombianos, que muchas veces nos metemos al hueco para no dejar ir a nuestro ser querido; ellos no. Ellos oran y lloran, pero discretamente”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  A la entrada del cementerio hebreo hay una puerta gigantesca con dos estrellas de David que representan la interacción de lo divino con lo terrenal. Y en un detalle menos simbólico, una de las paredes tiene los nombres de las 892 personas enterradas, como un mapa que guía al pariente a encontrar la lápida con facilidad. A mano derecha, un baúl de tamaño mediano guarda los gorros (kipa) que usan los hombres en los lugares sagrados, los cuales les sirven para recordar que sobre su cabeza está Dios.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  En el centro del cementerio, un monumento les rinde tributo a todos los judíos asesinados por los nazis: “IN MEMORIAM: que recuerden todas las generaciones judías que seis millones de nuestros hermanos judíos de Israel fueron asesinados por el nazismo en los años 1939-1945”. A su alrededor, las lápidas de mármol toman formas variadas: algunas son un triángulo,


                                                                                                                                  otras son rectangulares. Ninguna tiene imágenes, a diferencia de lo que se acostumbra en el catolicismo; sólo la Estrella de David y el candelabro de siete brazos llamado Menorah, el mayor símbolo del judaísmo, que representa la luz de Dios en cada uno de los días de la semana.  Tampoco hay flores. A cambio, los judíos dejan una piedra de mármol para indicar que han visitado a su ser querido.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Polea Blicstein fue la última enterrada allí. Con su llegada se llenó para siempre el cupo del cementerio, pero Edilberto Pérez sigue teniendo la misma rutina desde la primera vez: brilla las lápidas, barre los pasillos, pinta y mantiene el cementerio limpio, abre la puerta cuando alguien viene a visitar alguna tumba. Trabaja de domingo a domingo las 24 horas, a cambio de  700 mil pesos mensuales. Por fortuna la vivienda es gratis, aunque Edilberto, desde el primer momento, decidió  pagar 100 pesos. “Esa tarifa la coloqué yo, uno no puede vivir gratis en ningún lugar, eso no está bien”, dice.

                                                                                                                                  Mientras camino entre las tumbas, pienso en lo extraño que debe ser vivir en un cementerio y me pregunto si yo haría lo mismo. Pérez me mira detenidamente, como si hubiera sospechado mi estupefacción, y me dice: “Los vivos son los únicos que asustan, no los muertos”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Su sueño era entrar a la marina, pero a los seis años su hermana, por accidente, le cortó con un machete un dedo de la mano. “Éramos niños, ella era muy traviesa y sin querer me lo quitó. Por eso no pude entrar a la marina, pero eso queda en el pasado.  Ahora estoy contento con este trabajo: aquí nadie me molesta, yo mismo me  pongo mi horario. Espero poder seguir por muchos años más en este lugar”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Su casa tiene dos pisos: en el primero están la cocina, un baño y un patio; en el segundo hay tres cuartos. En uno de ellos vive su hijo Jonathan, de 20 años, en el siguiente duerme Angie, su hija de 13, y en el ultimo duerme él con Ana, su mujer de toda la vida. Cuenta Pérez que las festividades, Navidad, Año Nuevo o algún cumpleaños, las celebran dentro del cementerio. “Toda mi familia ya se aclimató, se acostumbraron, de saber que mi vida desde hace tantos años se encuentra en este cementerio, hasta los amiguitos de mis hijos vienen a hacer las tareas acá, mis hijos se criaron en este lugar. Mi hijo llegó a los 3 años, mi hija no conoció otra casa que esta”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Si Edilberto y sus patrones lo quisieran, esa extraña vivienda podría convertirse en su casa para toda su vida. La pregunta es si estaría dispuesto a ser el compañero perenne de difuntos cada vez más antiguos. Porque según la tradición del judaísmo, los cadáveres no pueden ser desenterrados antes de 100 años y el sitio donde se encuentran se convierte en un lugar sagrado, en espera de la resurrección. “Regresarás al polvo de la tierra, porque del polvo de la tierra has venido”, dice la Torá, su libro sagrado. (Génesis 3:19). Tampoco pueden ser cremados.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Debido a eso, la comunidad judía incluso logró evitar, tras una lucha jurídica, que pasara una avenida por el lugar, lo que implicaba demoler el cementerio. Gracias a su lucha, el lugar fue declarado Monumento Nacional el 30 de julio de 1998, lo que evitó que fuera demolido. “Ningún judío permitiría que fuese cremado, porque así lo indica la ley del judaísmo, por respeto a las víctimas del holocausto nazi y por la posibilidad de la resurrección; la única forma para romper con esta tradición es si alguien de la comunidad desea donar sus órganos para ayudar a alguien”, afirma Hilda Demmer, trabajadora de relaciones humanas de la Comunidad Hebrea de Bogotá.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Cuando llega septiembre Edilberto Pérez limpia lápida por lápida, pues es entonces cuando las familias judías celebran el Año Nuevo y por  tradición visitan a sus muertos. Rezan durante media hora una oración para que los cuerpos de sus parientes tengan un descanso eterno y otra por la bendición de sus familiares vivientes. “Ese día las piedritas abundan en las lápidas”, afirma Pérez. Así ocurrió con la tumba de Blicstein. Sus familiares tomaron varias piedras de mármol, golpearon la tumba y dijeron: “Acá estoy, acá estoy”. Y Edilberto caminó entre las lápidas y se quedó solo nuevamente entre los muertos. Quizás con cada año que pase, el cementerio se irá quedando más solitario. Los parientes se irán muriendo uno a uno para ser enterrados en otros lugares. Cada vez habrá menos piedritas en las lápidas, y la gigantesca puerta con la Estrella de David se cerrará para siempre.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Los judíos comenzaron a llegar a Colombia después de la Primera Guerra Mundial. Procedentes de Rumania, Rusia, Polonia, Lituania, Austria y el norte de África, buscaban ganarse la vida y huir de los tristes recuerdos que les traían las tierras donde crecieron.  Según cuenta Azriel Bibliowicz en su novela El rumor del Astracán, las primeras colonias que llegaron a Colombia le habían escuchado decir a un judío que había visitado Bogotá: “Latinoamérica es el lugar donde se prospera”. Así que muchos llegaron llenos de ilusiones y se dedicaron al comercio. Pusieron almacenes de textiles e impusieron prácticas novedosas: vendían la mercancía a crédito y ofrecían productos de casa en casa. Si en el almacén se vendía a tres pesos, a plazos se vendía a 10. Los clientes pagaban veinte centavos por semana y tenían la oportunidad de pagar toda la deuda al terminar el año. Para 1950 ya había comunidades organizadas con cementerio, club y colegio propio.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Durante los primeros seis meses trabajó en horario de oficina. Pintó el cementerio, arregló la entrada y remodeló  la casa destinada al cuidandero. Le gustó el trabajo, por eso se alegró cuando sus jefes le ofrecieron  que se quedara allí a vivir.  El único problema era que la vivienda estaba dentro del cementerio. “Nunca se me olvidará que llegué el 27 de septiembre de 1991: esa fue mi primera noche. Esa noche y el resto de la semana me fue imposible dormir.  Fue terrible, escuchaba ruidos extraños, y cuando me asomaba a la ventana, la única vista que tenía eran las grandes lápidas del cementerio, pero con el tiempo me di cuenta de que los ruidos venían de la calle”.

                                                                                                                                  Poco a poco fue adaptándose a la compañía de los difuntos. Y recuerda muy bien ese día cuando llegó el último de ellos, la vieja señora Blicstein. Luego de que llegaron las siete mujeres con el ataúd, Edilberto abrió la fosa.  “Los familiares lloraban pero con cautela: los judíos no son como los colombianos, que muchas veces nos metemos al hueco para no dejar ir a nuestro ser querido; ellos no. Ellos oran y lloran, pero discretamente”.

                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  A la entrada del cementerio hebreo hay una puerta gigantesca con dos estrellas de David que representan la interacción de lo divino con lo terrenal. Y en un detalle menos simbólico, una de las paredes tiene los nombres de las 892 personas enterradas, como un mapa que guía al pariente a encontrar la lápida con facilidad. A mano derecha, un baúl de tamaño mediano guarda los gorros (kipa) que usan los hombres en los lugares sagrados, los cuales les sirven para recordar que sobre su cabeza está Dios.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  En el centro del cementerio, un monumento les rinde tributo a todos los judíos asesinados por los nazis: “IN MEMORIAM: que recuerden todas las generaciones judías que seis millones de nuestros hermanos judíos de Israel fueron asesinados por el nazismo en los años 1939-1945”. A su alrededor, las lápidas de mármol toman formas variadas: algunas son un triángulo,


                                                                                                                                  otras son rectangulares. Ninguna tiene imágenes, a diferencia de lo que se acostumbra en el catolicismo; sólo la Estrella de David y el candelabro de siete brazos llamado Menorah, el mayor símbolo del judaísmo, que representa la luz de Dios en cada uno de los días de la semana.  Tampoco hay flores. A cambio, los judíos dejan una piedra de mármol para indicar que han visitado a su ser querido.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Polea Blicstein fue la última enterrada allí. Con su llegada se llenó para siempre el cupo del cementerio, pero Edilberto Pérez sigue teniendo la misma rutina desde la primera vez: brilla las lápidas, barre los pasillos, pinta y mantiene el cementerio limpio, abre la puerta cuando alguien viene a visitar alguna tumba. Trabaja de domingo a domingo las 24 horas, a cambio de  700 mil pesos mensuales. Por fortuna la vivienda es gratis, aunque Edilberto, desde el primer momento, decidió  pagar 100 pesos. “Esa tarifa la coloqué yo, uno no puede vivir gratis en ningún lugar, eso no está bien”, dice.

                                                                                                                                  Mientras camino entre las tumbas, pienso en lo extraño que debe ser vivir en un cementerio y me pregunto si yo haría lo mismo. Pérez me mira detenidamente, como si hubiera sospechado mi estupefacción, y me dice: “Los vivos son los únicos que asustan, no los muertos”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Su sueño era entrar a la marina, pero a los seis años su hermana, por accidente, le cortó con un machete un dedo de la mano. “Éramos niños, ella era muy traviesa y sin querer me lo quitó. Por eso no pude entrar a la marina, pero eso queda en el pasado.  Ahora estoy contento con este trabajo: aquí nadie me molesta, yo mismo me  pongo mi horario. Espero poder seguir por muchos años más en este lugar”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Su casa tiene dos pisos: en el primero están la cocina, un baño y un patio; en el segundo hay tres cuartos. En uno de ellos vive su hijo Jonathan, de 20 años, en el siguiente duerme Angie, su hija de 13, y en el ultimo duerme él con Ana, su mujer de toda la vida. Cuenta Pérez que las festividades, Navidad, Año Nuevo o algún cumpleaños, las celebran dentro del cementerio. “Toda mi familia ya se aclimató, se acostumbraron, de saber que mi vida desde hace tantos años se encuentra en este cementerio, hasta los amiguitos de mis hijos vienen a hacer las tareas acá, mis hijos se criaron en este lugar. Mi hijo llegó a los 3 años, mi hija no conoció otra casa que esta”.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Si Edilberto y sus patrones lo quisieran, esa extraña vivienda podría convertirse en su casa para toda su vida. La pregunta es si estaría dispuesto a ser el compañero perenne de difuntos cada vez más antiguos. Porque según la tradición del judaísmo, los cadáveres no pueden ser desenterrados antes de 100 años y el sitio donde se encuentran se convierte en un lugar sagrado, en espera de la resurrección. “Regresarás al polvo de la tierra, porque del polvo de la tierra has venido”, dice la Torá, su libro sagrado. (Génesis 3:19). Tampoco pueden ser cremados.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Debido a eso, la comunidad judía incluso logró evitar, tras una lucha jurídica, que pasara una avenida por el lugar, lo que implicaba demoler el cementerio. Gracias a su lucha, el lugar fue declarado Monumento Nacional el 30 de julio de 1998, lo que evitó que fuera demolido. “Ningún judío permitiría que fuese cremado, porque así lo indica la ley del judaísmo, por respeto a las víctimas del holocausto nazi y por la posibilidad de la resurrección; la única forma para romper con esta tradición es si alguien de la comunidad desea donar sus órganos para ayudar a alguien”, afirma Hilda Demmer, trabajadora de relaciones humanas de la Comunidad Hebrea de Bogotá.

                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  Cuando llega septiembre Edilberto Pérez limpia lápida por lápida, pues es entonces cuando las familias judías celebran el Año Nuevo y por  tradición visitan a sus muertos. Rezan durante media hora una oración para que los cuerpos de sus parientes tengan un descanso eterno y otra por la bendición de sus familiares vivientes. “Ese día las piedritas abundan en las lápidas”, afirma Pérez. Así ocurrió con la tumba de Blicstein. Sus familiares tomaron varias piedras de mármol, golpearon la tumba y dijeron: “Acá estoy, acá estoy”. Y Edilberto caminó entre las lápidas y se quedó solo nuevamente entre los muertos. Quizás con cada año que pase, el cementerio se irá quedando más solitario. Los parientes se irán muriendo uno a uno para ser enterrados en otros lugares. Cada vez habrá menos piedritas en las lápidas, y la gigantesca puerta con la Estrella de David se cerrará para siempre.

                                                                                                                                  Por Luisa Fierro / Colaboración del lector

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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