El poder y la responsabilidad de hacer preguntas, a propósito del Festival Gabo 2024
Las grandes preguntas se hacen no para responderlas, que a veces es ilusorio, sino para mantenerlas abiertas.
Santiago Trujillo Escobar
Andrea Victorino
Hay algo que nos une a periodistas, escritores, artistas, y a nosotros, trabajadores de la cultura, y en general, a quienes les asiste la dicha de la curiosidad: vivimos poblados de preguntas, y casi que trabajamos por y para ellas. Las grandes preguntas se hacen no para responderlas, que a veces es ilusorio, sino para mantenerlas abiertas: plantear una pregunta es abrir un mundo de posibilidades, de sensibilidades.
Y el periodismo es fundamentalmente un oficio que se teje con sensibilidad, con reflexiones y sobre todo con preguntas. Si no existieran esas preguntas sobre el oficio, que se hacen Mónica González o Leila Guerriero en Zona de obras o Roberto Herrscher, invitados a esta edición del Festival Gabo, esta cita anual para abrir el debate, no tendría el carácter que tiene.
En su libro El invencible verano de Liliana, la mexicana Cristina Rivera Garza navega entre los archivos personales de su hermana, la investigación, la crónica y la prosa poética, con el deseo de hallar la respuesta a la pregunta ¿qué fue lo que pasó?. El libro, que narra el feminicidio de su hermana, es una reflexión, no solo de los cuestionamientos a los que nos enfrentamos cuando vivimos un suceso trágico, inconmensurable e indecible, sino también esas preguntas que nos rondan hasta volverse parte de nuestra esencia, de nuestro ser.
El camino que nos propone Rivera en sus páginas es el de la palabra, que tal vez no encarna una respuesta, pero sí es enfrentamiento y acción. Porque en este libro, ese diálogo íntimo del que somos parte como lectores, cobra fuerza en la investigación que emprende Cristina, en las entrevistas que hace entre amigos y familiares para descubrir quién era esa hermana que perdió, pero que redescubre en las palabras y en la conversación. Preguntarse para conocerse.
En Bogotá, en donde hemos asistido aterrados a una serie de feminicidios, la pregunta por el valor de la vida puede tener frente a las mujeres agredidas una respuesta dura y sin atajos: el machismo provoca muertes aquí y en todo el país y este asunto debe ponerse en primera línea del debate público.
Hemos crecido leyendo, por fuerza de tradición o por gusto, un canon tejido con preguntas, tanto desde el periodismo como desde la literatura: un hilo que no cesa y que, por lo menos aquí en Bogotá, la ciudad que recibe este festival de las preguntas y las conversaciones, ha dado un par de nombres memorables. José Asunción Silva se preguntaba en la penúltima niebla de sus treinta años «¿Qué somos? ¿A dónde vamos? / ¿Por qué hasta aquí vinimos? / ¿Conocen los secretos del más allá los muertos? / ¿Por qué la vida inútil y triste recibimos? / ¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos? / ¿Por qué nacemos, madre, dime, por qué morimos?». Y es como si la tierra no le respondiera.
Ignacio Escobar, uno de los bogotanos más brillantes y tristes de la literatura bogotana, se levantaba en las mañanas a ver el amanecer con frío detrás de los cerros orientales y preguntarse si el poema que garabateaba desde siempre tenía sentido, si sus versos tenían sentido: «el cielo era ya azul, azul añil, tal vez: ¿cuál es el azul añil?, ¿se oxidan los sulfatos?, ¿se sulfatan los óxidos?, ¿qué era lo de su madre?, ¿hipertensión?, ¿infratensión, si así se llama lo contrario?».
Pero la pregunta es un asunto universal en la literatura. Hace menos de tres meses murió Paul Auster, un hombre que se embarcó en la tarea de escribir un libro entero para intentar responder a la pregunta «¿quién era este hombre que fue mi padre?». Hablando de cómo surgían sus obras, Auster contaba que la trama de una de sus novelas más célebres se le vino a la cabeza tras una llamada en la que le preguntaban por una agencia de detectives. Él contestó que se habían equivocado y colgó. Entonces se preguntó: ¿qué hubiera pasado si hubiera dicho que sí? Para darle rienda suelta a esa posibilidad se inventó al escritor policiaco Daniel Quinn y escribió Ciudad de cristal. Y Pablo Neruda urdió todo un poemario hecho de preguntas como «¿Sufre más el que espera siempre que aquel que nunca esperó a nadie?».
Si algo une el dolor inenarrable de Cristina Rivera, la angustia de José Asunción Silva o el duelo de Paul Auster, no tanto la posibilidad de su respuesta, pues si algo nos podría enseñar la literatura es que muchas veces las mejores obras, las mejores piezas, las mejores crónicas, los mejores documentales, los mejores pódcast, se van creando y editando y divulgando por obra y gracia de las preguntas.
Este Festival mismo, en el que se reúnen periodistas y escritores —o escritores en general si pensamos que el periodismo es, también, una forma de la literatura—, es un espacio en el que se encuentran, mirándose a los ojos y sin lugares comunes ni idealismos, pero tampoco sin derrotismos ni cinismos —como aconsejaba Kapuściński, legendario maestro de la Fundación Gabo—, todas las preguntas, probablemente muchas de ellas sin respuesta.
Y qué enriquecedor y poderoso es que un grupo de gente decida ponerse una fecha para encontrarse, a preguntarse cosas, a conversar a partir de esas preguntas.
Preguntarse por la pregunta misma, por ejemplo, sacudidos por un contexto para la prensa particularmente agreste en Colombia por cuenta de las presiones gubernamentales, los actores armados, las amenazas comerciales, la autocensura y, ahora, los acosos judiciales. ¿Qué peso específico está cobrando la pregunta, base fundamental del oficio, para su buena práctica? ¿Cómo estamos preguntando, bajo qué influencias, movilizados por qué tipo de intereses? Recientemente, una periodista colombiana ha estado en el centro del debate público por cuenta de las amenazas y recriminaciones que ha recibido por haberse atrevido, simple y llanamente, a preguntar.
Preguntar es, entonces, casi un oficio de alto riesgo, pero los y las periodistas siguen haciéndolo, los y las escritoras seguirán haciéndolo, gracias por eso.
Necesitamos que Óscar Martínez siga haciendo preguntas incómodas en El Salvador. Necesitamos que Wilfredo Miranda Aburto insista en sus preguntas sobre lo que pasa en Nicaragua, incluso en el exilio y con su nacionalidad arrebatada. Defendemos que Roberto Deniz, a pesar de estar lejos de Venezuela, pueda seguir preguntando lo que siente que su sociedad debe saber. Necesitamos que Catalina Gómez Ángel pueda seguir preguntando sobre las atrocidades que está sucediendo en Oriente Medio.
Que María Jimena Duzán pregunte lo que sienta que deba preguntar en el ejercicio impecable de su periodismo serio y crítico, que Gonzalo Guillén pregunte por qué se roban los ríos en Colombia, a nosotros en Bogotá, en la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte que nos pregunten todo lo que quieran, nos incomode o no, somos funcionarios, entre muchas cosas para responder las preguntas y para gestionar las respuestas. Que José Rubén Zamora incasable defensor de la verdad, de quien escuchamos en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán un discurso memorable leído por su hijo mientras él permanece más de 700 días detenido en una celda sin sentido en Guatemala, pregunte, pregunte y pregunte; porque siempre habrá una sociedad dispuesta a defender la libertad.
Hay algo que nos une a periodistas, escritores, artistas, y a nosotros, trabajadores de la cultura, y en general, a quienes les asiste la dicha de la curiosidad: vivimos poblados de preguntas, y casi que trabajamos por y para ellas. Las grandes preguntas se hacen no para responderlas, que a veces es ilusorio, sino para mantenerlas abiertas: plantear una pregunta es abrir un mundo de posibilidades, de sensibilidades.
Y el periodismo es fundamentalmente un oficio que se teje con sensibilidad, con reflexiones y sobre todo con preguntas. Si no existieran esas preguntas sobre el oficio, que se hacen Mónica González o Leila Guerriero en Zona de obras o Roberto Herrscher, invitados a esta edición del Festival Gabo, esta cita anual para abrir el debate, no tendría el carácter que tiene.
En su libro El invencible verano de Liliana, la mexicana Cristina Rivera Garza navega entre los archivos personales de su hermana, la investigación, la crónica y la prosa poética, con el deseo de hallar la respuesta a la pregunta ¿qué fue lo que pasó?. El libro, que narra el feminicidio de su hermana, es una reflexión, no solo de los cuestionamientos a los que nos enfrentamos cuando vivimos un suceso trágico, inconmensurable e indecible, sino también esas preguntas que nos rondan hasta volverse parte de nuestra esencia, de nuestro ser.
El camino que nos propone Rivera en sus páginas es el de la palabra, que tal vez no encarna una respuesta, pero sí es enfrentamiento y acción. Porque en este libro, ese diálogo íntimo del que somos parte como lectores, cobra fuerza en la investigación que emprende Cristina, en las entrevistas que hace entre amigos y familiares para descubrir quién era esa hermana que perdió, pero que redescubre en las palabras y en la conversación. Preguntarse para conocerse.
En Bogotá, en donde hemos asistido aterrados a una serie de feminicidios, la pregunta por el valor de la vida puede tener frente a las mujeres agredidas una respuesta dura y sin atajos: el machismo provoca muertes aquí y en todo el país y este asunto debe ponerse en primera línea del debate público.
Hemos crecido leyendo, por fuerza de tradición o por gusto, un canon tejido con preguntas, tanto desde el periodismo como desde la literatura: un hilo que no cesa y que, por lo menos aquí en Bogotá, la ciudad que recibe este festival de las preguntas y las conversaciones, ha dado un par de nombres memorables. José Asunción Silva se preguntaba en la penúltima niebla de sus treinta años «¿Qué somos? ¿A dónde vamos? / ¿Por qué hasta aquí vinimos? / ¿Conocen los secretos del más allá los muertos? / ¿Por qué la vida inútil y triste recibimos? / ¿Hay un oasis húmedo después de estos desiertos? / ¿Por qué nacemos, madre, dime, por qué morimos?». Y es como si la tierra no le respondiera.
Ignacio Escobar, uno de los bogotanos más brillantes y tristes de la literatura bogotana, se levantaba en las mañanas a ver el amanecer con frío detrás de los cerros orientales y preguntarse si el poema que garabateaba desde siempre tenía sentido, si sus versos tenían sentido: «el cielo era ya azul, azul añil, tal vez: ¿cuál es el azul añil?, ¿se oxidan los sulfatos?, ¿se sulfatan los óxidos?, ¿qué era lo de su madre?, ¿hipertensión?, ¿infratensión, si así se llama lo contrario?».
Pero la pregunta es un asunto universal en la literatura. Hace menos de tres meses murió Paul Auster, un hombre que se embarcó en la tarea de escribir un libro entero para intentar responder a la pregunta «¿quién era este hombre que fue mi padre?». Hablando de cómo surgían sus obras, Auster contaba que la trama de una de sus novelas más célebres se le vino a la cabeza tras una llamada en la que le preguntaban por una agencia de detectives. Él contestó que se habían equivocado y colgó. Entonces se preguntó: ¿qué hubiera pasado si hubiera dicho que sí? Para darle rienda suelta a esa posibilidad se inventó al escritor policiaco Daniel Quinn y escribió Ciudad de cristal. Y Pablo Neruda urdió todo un poemario hecho de preguntas como «¿Sufre más el que espera siempre que aquel que nunca esperó a nadie?».
Si algo une el dolor inenarrable de Cristina Rivera, la angustia de José Asunción Silva o el duelo de Paul Auster, no tanto la posibilidad de su respuesta, pues si algo nos podría enseñar la literatura es que muchas veces las mejores obras, las mejores piezas, las mejores crónicas, los mejores documentales, los mejores pódcast, se van creando y editando y divulgando por obra y gracia de las preguntas.
Este Festival mismo, en el que se reúnen periodistas y escritores —o escritores en general si pensamos que el periodismo es, también, una forma de la literatura—, es un espacio en el que se encuentran, mirándose a los ojos y sin lugares comunes ni idealismos, pero tampoco sin derrotismos ni cinismos —como aconsejaba Kapuściński, legendario maestro de la Fundación Gabo—, todas las preguntas, probablemente muchas de ellas sin respuesta.
Y qué enriquecedor y poderoso es que un grupo de gente decida ponerse una fecha para encontrarse, a preguntarse cosas, a conversar a partir de esas preguntas.
Preguntarse por la pregunta misma, por ejemplo, sacudidos por un contexto para la prensa particularmente agreste en Colombia por cuenta de las presiones gubernamentales, los actores armados, las amenazas comerciales, la autocensura y, ahora, los acosos judiciales. ¿Qué peso específico está cobrando la pregunta, base fundamental del oficio, para su buena práctica? ¿Cómo estamos preguntando, bajo qué influencias, movilizados por qué tipo de intereses? Recientemente, una periodista colombiana ha estado en el centro del debate público por cuenta de las amenazas y recriminaciones que ha recibido por haberse atrevido, simple y llanamente, a preguntar.
Preguntar es, entonces, casi un oficio de alto riesgo, pero los y las periodistas siguen haciéndolo, los y las escritoras seguirán haciéndolo, gracias por eso.
Necesitamos que Óscar Martínez siga haciendo preguntas incómodas en El Salvador. Necesitamos que Wilfredo Miranda Aburto insista en sus preguntas sobre lo que pasa en Nicaragua, incluso en el exilio y con su nacionalidad arrebatada. Defendemos que Roberto Deniz, a pesar de estar lejos de Venezuela, pueda seguir preguntando lo que siente que su sociedad debe saber. Necesitamos que Catalina Gómez Ángel pueda seguir preguntando sobre las atrocidades que está sucediendo en Oriente Medio.
Que María Jimena Duzán pregunte lo que sienta que deba preguntar en el ejercicio impecable de su periodismo serio y crítico, que Gonzalo Guillén pregunte por qué se roban los ríos en Colombia, a nosotros en Bogotá, en la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte que nos pregunten todo lo que quieran, nos incomode o no, somos funcionarios, entre muchas cosas para responder las preguntas y para gestionar las respuestas. Que José Rubén Zamora incasable defensor de la verdad, de quien escuchamos en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán un discurso memorable leído por su hijo mientras él permanece más de 700 días detenido en una celda sin sentido en Guatemala, pregunte, pregunte y pregunte; porque siempre habrá una sociedad dispuesta a defender la libertad.