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                                                                                                                                  El verdadero Marulanda Vélez

                                                                                                                                  Fue presidente del Sindicato de Cundinamarca y cofundador del Partido Comunista Colombiano junto a María Cano. Murió en el 53.

                                                                                                                                  Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                   Llevaba una cuenta pendiente, él lo sabía. Una cuenta pendiente que en 1953 acabaría con su vida, porque una tarde muy fría lo agarraron en un oscuro sótano de San Victorino con otros veintitantos compañeros de lucha y un montón de afiches “subversivos”, según los organismos de seguridad. Fueron órdenes de Laureano Gómez, dijeron los señores vestidos de negro que lo tumbaron y a puñetazos le sacaron el aire y su eterno cigarro, y a palazos le rompieron los dientes que aún le quedaban buenos.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                   Recordaría que el verdadero Manuel se prendó primero de María de los Ángeles Cano como mujer, y después, de sus palabras y discursos, y por fin, de la causa. Lo que dijera ella, lo que pidiera, lo que ordenara, él lo aceptaría y cumpliría a rajatabla.

                                                                                                                                  “Con esa mujerzuela usted se inventó el Partido Comunista en este país”, le gritaban en los sótanos de aquel siniestro edificio. Como escribió Alape:  “Lo mismo (era) el día que la noche, simplemente el día amanecía anochecido y sólo entraba la luz presurosa, cuando se abría la puerta y se escuchaba el nombre completo del otro Manuel o los nombres de sus otros 27 compañeros de hacinamiento. Luego continuaban las sesiones, una o dos horas de frenéticas golpizas con una varilla...”.

                                                                                                                                  Poco antes de morir, a Marulanda lo recordaban sus camaradas como un eterno albañil, “como si estuviera manejando los gestos de la mano con el palustre o estuviera colocando ladrillos encima uno de otro con sus manos. Alto siempre, delgado, moreno, muy paisa. Un hombre de mucha autoridad.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  No ad for you

                                                                                                                                  “La escuela marxista leninista te deja ese nombre como una cuestión de estímulo para que lleves el nombre del dirigente obrero asesinado y lo lleves bien en alto”, le dijo uno de ellos, Pedro Vásquez. Tirofijo respondió, simplemente, que no sabía si estaría a la altura del sindicalista.

                                                                                                                                   

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                   Llevaba una cuenta pendiente, él lo sabía. Una cuenta pendiente que en 1953 acabaría con su vida, porque una tarde muy fría lo agarraron en un oscuro sótano de San Victorino con otros veintitantos compañeros de lucha y un montón de afiches “subversivos”, según los organismos de seguridad. Fueron órdenes de Laureano Gómez, dijeron los señores vestidos de negro que lo tumbaron y a puñetazos le sacaron el aire y su eterno cigarro, y a palazos le rompieron los dientes que aún le quedaban buenos.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                   Recordaría que el verdadero Manuel se prendó primero de María de los Ángeles Cano como mujer, y después, de sus palabras y discursos, y por fin, de la causa. Lo que dijera ella, lo que pidiera, lo que ordenara, él lo aceptaría y cumpliría a rajatabla.

                                                                                                                                  “Con esa mujerzuela usted se inventó el Partido Comunista en este país”, le gritaban en los sótanos de aquel siniestro edificio. Como escribió Alape:  “Lo mismo (era) el día que la noche, simplemente el día amanecía anochecido y sólo entraba la luz presurosa, cuando se abría la puerta y se escuchaba el nombre completo del otro Manuel o los nombres de sus otros 27 compañeros de hacinamiento. Luego continuaban las sesiones, una o dos horas de frenéticas golpizas con una varilla...”.

                                                                                                                                  Poco antes de morir, a Marulanda lo recordaban sus camaradas como un eterno albañil, “como si estuviera manejando los gestos de la mano con el palustre o estuviera colocando ladrillos encima uno de otro con sus manos. Alto siempre, delgado, moreno, muy paisa. Un hombre de mucha autoridad.

                                                                                                                                  PUBLICIDAD

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                                                                                                                                  Read more!

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                                                                                                                                  No ad for you

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                                                                                                                                  Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                  Ver todas las noticias
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