Grito Wounaan en la selva de concreto
La historia de Sercelino Piraza, el sabio mayor de esta tribu del Pacífico colombiano, demuestra que el drama de los miles de indígenas desplazados por la violencia y refundidos en la indolencia de las ciudades sigue sin solución.
Nelson Fredy Padilla
La selva
“Me llamo Sercelino Piraza. Soy gobernador de la etnia wounaan. Nací el 31 de diciembre de 1949 en una choza con techo de palma de wérregue, a orillas del río San Juan, por la desembocadura en el océano Pacífico. Queda cerca a Malaguita, entre el Valle del Cauca y el Chocó. Mi familia y mi cultura es de cazadores y pescadores. A los diez años de edad me llevaron más al norte, por el río Togoromá, hasta el resguardo de San Antonio, municipio Litoral del San Juan. Vivíamos en medio de la selva y los animales, como nuestros ancestros. Yo usé taparrabo hasta los 15 años y las mujeres paruma hasta que llegaron las monjas. Nos enseñaron el evangelio, a hablar español, a usar pantalones y pantalonetas. Decían que el guayuco era feo. Nos volvimos creyentes. Había paz hasta que empezamos a ver pasar por el río a guerrilleros y gente desconocida. Después aparecieron los paramilitares en los años 90 (bloques Calima y Pacífico) y empezaron a mandar en todo. Una vez me atracaron con escopetas en el río San Juan. Tuvimos que dejarles la lancha y tirarnos al río. Se robaron el motor y 80.000 pesos. Luego empezaron las amenazas. Yo cortaba madera de nato con motosierra para el ferrocarril. La gente empezó a decirme: ‘Sercelino, lo están buscando’. A un amigo le dijeron: ‘Si lo encontramos, de una vez lo matamos’. ¿Por qué?, pregunté, si no debo nada ni le he hecho mal a nadie. Tuve que esconderme una noche en la iglesia, al otro día embarcarme hacia Litoral y luego para Buenaventura. Me escondí en un granero y hasta allá fueron a preguntarme. Encomendé unas artesanías que llevaba y cogí ruta para Cali, pero me dijeron que sólo en Bogotá podían ayudarme. Llegué el 28 de abril de 2003. El 10 de julio siguiente llegaron mi señora, Carmen Tulia Ismare, y los cuatro hijos. A ellos les tocó escapar porque los iban a reclutar”.
La ciudad
“Terminamos viviendo en arriendo en Lucero Bajo (Ciudad Bolívar, donde al menos el 20% de la población es desplazada, según Naciones Unidas). Bogotá no tiene árboles ni ríos, no hay casas de madera, hace mucho frío y desde la primera semana sufrí de gripa y tos. Aquí no se consiguen los bejucos que curan todo. Hace poco murió por eso el suegro de mi hijo Luis Fernando. Ni siquiera pudimos velar el cuerpo con las tradiciones de baile y canto, para pedirle a la madre naturaleza que se llevara bien el espíritu”.
Para llegar a la casa del sabio wounaan, ahora en Lucero Alto, es más fácil a través de señas, como en la selva. Nadie encuentra la transversal F, con Bis y con A. Desde la dirección, “jeroglífico” en el que se escudan las oficinas públicas para no ayudarles, hasta la indolencia los han refundido en el sur de la capital del país, porque los documentos no llegan, a excepción de los recibos de agua y energía. El vecindario es pobre y marginal, pero la fachada de la construcción de un piso es alegre: verde manzana con naranja. Tras una puerta metálica, en cuatro habitaciones viven 32 personas, tres por cama sencilla, cuatro o seis en cama doble. Las primeras seis familias llegaron, como la de Sercelino, en 2003. Tres años después algunos intentaron volver cuando el gobierno de Álvaro Uribe anunció la desmovilización de los paramilitares, pero pronto se transformaron en Rastrojos o Urabeños, según la conveniencia, patrocinados por narcotraficantes que mantienen el régimen del terror. Por eso en este vecindario ya son 265 los wounaan, incluidos 49 niños, siete nacidos en Bogotá y registrados como “rolos”.
La casa
El piso es de cemento y tierra, los techos están remendados con cartones y plásticos, el ambiente es helado. Entrando a mano derecha está la habitación donde duermen el gobernador y ocho personas más. Una vieja sábana improvisada como cortina defiende la privacidad del espacio donde duerme Sercelino con su esposa. Bolsas y talegos de todas las marcas cuelgan de las paredes o se ocultan bajo una cama. Dos bebés lloran, las madres les dan pecho, el idioma wounaan impera. En los otros cuartos hay un par de televisores antiguos con mala señal. El baño, que huele a orina, y la cocina son comunitarios. La estufa funciona con gas de cilindro. Al fondo del único pasillo están el fregadero y una pequeña lavadora que no deja de sonar. La llave gotea.
Mientras las tejas de Eternit del techo se calientan con el sol, las mujeres se dividen entre las que se ocupan de la comida (“Si alguien no come, ninguno come”, advierte Sercelino) y las que extraen delgados hilos a la fibra de wérregue sosteniéndola con el dedo gordo del pie y estirándola con los brazos al tiempo que la cortan en tiras con una cuchilla adaptada a los dedos de la mano (la palma les llega por correo desde el Chocó. Cada cogollo les cuesta 30.000 pesos). Una de ellas es Carmen Tulia, la esposa de Sercelino. Pregunta con disgusto para qué va a servir que los periodistas cuenten cómo viven. “Está brava la cacica”, dice Sercelino. Teresa se nota triste: “Voy a cumplir ocho años sin ver a mi familia y dicen que la situación no está para volver”. Otras tiñen, silenciosas, mientras festivas fibras negras y rojas cuelgan de las ventanas.
En el dormitorio vecino suena reguetón y Ricard Piraza, de 15 años, transcribe en un cuaderno las letras de las canciones sin perder el ritmo. “Estudiaba en el colegio Nicolás Esguerra, pero me quedaba muy lejos y no volví por falta de dinero. Aquí no es tan fácil como subirse a la canoa y remar”. Otros seis muchachos viven en un improvisado campamento en el traspatio desde donde se ve a lo lejos, hacia el norte, el centro de Bogotá cubierto por una estela de nubes contaminadas.
Nixon Chaucarama terminó el bachillerato y quiere estudiar tecnología, “sistemas en el Sena”, como lo hacen otros wounaan radicados en el cercano municipio de La Mesa. Del muro del cuarto cuelga un gran letrero de madera en el que tallaron la palabra “Wounaan” (“gente”). El techo está protegido con cartones de huevos y en el piso hay un par de zapatillas Nike. Algunos estudian en el colegio Rafael Uribe Uribe, “donde respetan nuestra cultura”. Sin embargo, Sercelino se preocupa más “porque aprendan la cultura de los ancestrales, que sigan de la mano de nosotros y bajo vigilancia de nuestros alguaciles, que no fumen cigarrillo ni vicio, ese es el celo que debemos mantener”.
Los recuerdos
Afuera los demás hombres hacen aros de plástico con tubos de PVC y los pulen para tejer sobre ellos las figuras en fibra que simbolizan su cosmogonía. Se sientan en torno a una mesa de madera, bajo un cobertizo del que cuelga la canoa sagrada que trajeron de la selva, hecha de una variedad de balso que al tocarla con un báculo de madera emite una melodía sagrada para ellos. Es un ritual diario para pedirle a la madre tierra lo que necesitan. La proa apunta hacia donde nace el sol y los símbolos geométricos están pintados con tintura negra de semilla de árbol de jagua.
Lejos de sus orígenes, las cuerdas para secar la ropa sirven para armar una escenografía de cobijas y toallas ondeantes estampadas con junglas, caudales, ocasos, leones, tigres y cebras. Los niños juegan con un mico de trapo. Les han hablado de esos animales y del mito de “los mil ojos de los árboles”. En el patio sólo hay un brevo al que intentan subirse apoyándose en un sanitario partido recargado en la raíz. Prefieren jugar a los cazadores entre matas de uchuva, cilantro, cebolla, tomate y papa. ¿Cómo explicarles el mito de la uña del relámpago si en la ciudad no han podido mostrarles la huella milagrosa de un rayo sobre una corteza o un sendero?
En ese ambiente, Sercelino reúne a sus iguales y les insiste que hablen en wounaan. “No podemos perder la lengua, ni las enseñanzas de los antiguos, los mitos con que crecimos”. Les cuenta que van a mandar libros desde Panamá, donde vive la mayoría de la etnia, buena parte desplazada desde Colombia, para que los pequeños, en especial los que nacieron en la ciudad, aprendan de sus antepasados. Sercelino les recuerda la historia del animal más astuto de la selva, un relato que puede durar horas si se quiere y que habla de por qué el guatín siempre supera al tigre y al conejo. “Es una enseñanza que nos sirve aquí para no ser engañados”.
A la hora de trabajar, a los mayores los ayudan muchachos con bluyines desteñidos y descaderados. Sercelino insiste en atraer las buenas energías, saca su flauta y empieza a tocar El aguacerito. “Esta melodía se les dedica a las niñas quinceañeras en diciembre, desde que sale el sol hasta mediodía. Los muchachos se emborrachan con biche (aguardiente de caña), se las echan al hombro y siguen danzando, hablando con la naturaleza para que haya buen pescado y frutas; que no venga la enfermedad, que no lleguen personas con armas sino con amor para los demás. En la selva yo tomaba mucha charrincha, vivía medio borracho, hasta que llegaron unos evangélicos, me hablaron de Jesús y yo lo recibí. El demonio me tentaba, pero me convertí y dejé el vicio; ahora no somos católicos, pero leemos la Biblia, somos creyentes. Eso les comparto a estos muchachos porque aquí ahora se emborrachan con aguardiente comercial y tuvimos el caso de uno que estaba oliendo pegante”.
El sonido de la música le recuerda “al jabalí cuando grita como el ganado y al ratico se oscurece el cielo y llueve”. También interpreta El canto del güio, que evoca a las serpientes: “La verrugosa, la más venenosa, de color café, rojo y blanco, su mordida produce gangrena; la X, verde con café; la 24, que es verde y la llamamos así porque si a las 24 horas usted no ha muerto ya no muere. Me gustaba sentarme a oír la naturaleza. Entre la selva escuchaba personas hablando en lenguas, decían que el mundo estaba pronto a acabarse por tantas violencias. Me quedaba quietico a ver cuántas eran y al acercarse el sonido desaparecían. Eran los espíritus de la selva, los nativos de otras vidas. Oía el sonido del viento moviendo el bosque. Cuando los árboles más suenan es que están en conflicto el espíritu de los muertos y el del diablo. Aquí sólo oigo ruidos. Por eso trato de que los muchachos aprendan los silbidos, la flauta y el tambor”.
Indio urbano
A finales del año pasado, Sercelino habló de estas tradiciones con el Nobel de Literatura francés J.M.G. Le Clézio en el teatro Jorge Eliécer Gaitán por intermedio de El Espectador. El escritor vivió cuatro años con indígenas wounaan en la frontera de Colombia con Panamá —eso cambió su percepción del mundo y de la literatura— y quería saludar a uno de los maestros que sobreviven. Le impactó que la violencia lo obligue a vivir como desplazado y le habló de su novela experimental El diluvio, sobre la opresión mental que producen las ciudades.
Él estuvo de acuerdo, pero le explicó por qué tuvo que transformarse en un indio urbano. Ya no es aquel gobernador que fundó una comunidad palafítica con derechos sobre 8.647 hectáreas desde 1981, según el Incora, hoy Incoder. No ve a la distancia, como cuando cazaba conejos y venados, culpa al aire contaminado de la ciudad, usa gafas; como no tiene maloca para convocar a su tribu, aprendió a usar un teléfono celular, “este que llaman flecha”. Mira el aparato y sonríe con ironía, un sentimiento que antes le era extraño. En su aldea imperaban la tranquilidad, la transparencia, la generosidad, la solidaridad, “el respeto a las memorias de los ancestros y de los sueños”. Aquí debió adaptarse al caos, al egoísmo, a la indiferencia, a los papeles y los correos electrónicos de la burocracia, a la mentira. Lo han engañado, le han prometido e incumplido, aprendió a ser desconfiado. “Acá hay serpientes de dos patas”.
Conocí a Sercelino en la larga fila de reclamantes frente al Centro Administrativo Distrital, arrastrando una lona marcada con un escudo de la Alcaldía de Bogotá. Adentro llevaba 15 libras de arroz, una arroba de papa, diez libras de pasta, seis latas de atún y sardinas, cuatro libras de fríjol y lenteja, dos paquetes de zanahoria y naranjas. “No alcanza para todos, pero es una ayuda. El problema es cuando no cumplen con darnos el mercadito y no vendemos las artesanías. Con las manillas, jarrones, cestas, bandejas y collares es que conseguimos plata para comprar”.
Resignado, piensa que después de diez años de destierro superó la etapa más difícil, que Ewandam, su dios original, lo fortaleció en la desventura con su sabiduría. Debe ser fuerte porque es el guía y no debe defraudar a sus ascendientes. En la casa consulta un diccionario ilustrado que le regalaron. Se acostumbró a vestir traje de paño gris, camisa de algodón blanco, zapatos de material negros. “Ya no me da pena”. El hijo mayor viste igual y carga bajo el brazo un cartapacio con escritos a mano o a medio imprimir: pedidos de auxilio que no conmovieron ni a la Personería ni a la Defensoría del Pueblo, derechos de petición con respuestas dilatorias, como la del Ministerio del Interior que desde hace cinco años les prometió enviar un antropólogo para certificar que son indígenas con derechos especiales por la Constitución de 1991, tutelas para acceder a créditos para comprar más casas donde hacinarse en comunidad.
Desterrados y ninguneados
“Ojalá pudiéramos volver, pero así como están nuestra selva y nuestros ríos no volvemos, seguimos en Bogotá. Los paramilitares controlan todo, hay que andar con la cédula. El espíritu del indígena no soporta eso. Cuando yo era pequeño era un paraíso, pescaba o iba de cacería con total libertad. Ahora por ahí se rotan todos los grupos armados que siembran coca y el Gobierno no puede garantizar la seguridad. Así nunca habrá paz. Dicen que la tierra está cansada de tantas fumigaciones. Lo que más me duele es que nadie ha respetado las cosas que dejamos. Yo sembré mucho árbol de borojó y me los arrancaron. Los wounaan que se quedaron no dan razón. ¿Entonces no me querían? ¿O por qué van desenraizando? Por eso tampoco volveré. Ya estamos enraizados en Bogotá (6.379 indígenas estaban en situación de desplazamiento en esta ciudad en 2010, según la Agencia Presidencial Acción Social, y esa cifra, a la espera de un censo que la actualice, estaría cercana a los 10.000). A veces nos sentimos encerrados, todo se extraña, pero estamos dedicados a organizar el cabildo para que nos reconozcan todos los derechos. Lo poco que hemos conseguido es fruto de esa lucha. Por ejemplo, esta casa ya es nuestra. Nos la dieron con un subsidio del Ministerio de Vivienda. Valía 25 millones en 2007 y tuvimos que pagar el saldo de un millón 40.000 pesos. Ahora necesitamos repararla porque estamos muy estrechos. Lo importante es que no se nos refunda el alma, no perder la identidad, seguir creyendo en lunas y seguir viviendo en unidad”.
Luego de una década de invisibilidad social, Sercelino Piraza fue uno de los 14 gobernadores indígenas reconocidos la semana pasada en la Alcaldía Mayor de Bogotá como representantes de culturas que deben ser protegidas en la ciudad y en la selva. Emocionado, esa noche levantó su bastón sintiéndose por fin reivindicado. Pero al día siguiente no lo atendieron cuando fue al Palacio Liévano a averiguar por los beneficios para su pueblo. El alcalde al que ayudó a coronar la noche anterior como “cacique mayor” ya no era el funcionario que les aseguró que había llegado el fin de más de cinco siglos de atropellos. Había sido destituido. Los intereses de los políticos seguían de primeros en el orden del día y los indígenas de vuelta al asfalto como ciudadanos de segunda
La selva
“Me llamo Sercelino Piraza. Soy gobernador de la etnia wounaan. Nací el 31 de diciembre de 1949 en una choza con techo de palma de wérregue, a orillas del río San Juan, por la desembocadura en el océano Pacífico. Queda cerca a Malaguita, entre el Valle del Cauca y el Chocó. Mi familia y mi cultura es de cazadores y pescadores. A los diez años de edad me llevaron más al norte, por el río Togoromá, hasta el resguardo de San Antonio, municipio Litoral del San Juan. Vivíamos en medio de la selva y los animales, como nuestros ancestros. Yo usé taparrabo hasta los 15 años y las mujeres paruma hasta que llegaron las monjas. Nos enseñaron el evangelio, a hablar español, a usar pantalones y pantalonetas. Decían que el guayuco era feo. Nos volvimos creyentes. Había paz hasta que empezamos a ver pasar por el río a guerrilleros y gente desconocida. Después aparecieron los paramilitares en los años 90 (bloques Calima y Pacífico) y empezaron a mandar en todo. Una vez me atracaron con escopetas en el río San Juan. Tuvimos que dejarles la lancha y tirarnos al río. Se robaron el motor y 80.000 pesos. Luego empezaron las amenazas. Yo cortaba madera de nato con motosierra para el ferrocarril. La gente empezó a decirme: ‘Sercelino, lo están buscando’. A un amigo le dijeron: ‘Si lo encontramos, de una vez lo matamos’. ¿Por qué?, pregunté, si no debo nada ni le he hecho mal a nadie. Tuve que esconderme una noche en la iglesia, al otro día embarcarme hacia Litoral y luego para Buenaventura. Me escondí en un granero y hasta allá fueron a preguntarme. Encomendé unas artesanías que llevaba y cogí ruta para Cali, pero me dijeron que sólo en Bogotá podían ayudarme. Llegué el 28 de abril de 2003. El 10 de julio siguiente llegaron mi señora, Carmen Tulia Ismare, y los cuatro hijos. A ellos les tocó escapar porque los iban a reclutar”.
La ciudad
“Terminamos viviendo en arriendo en Lucero Bajo (Ciudad Bolívar, donde al menos el 20% de la población es desplazada, según Naciones Unidas). Bogotá no tiene árboles ni ríos, no hay casas de madera, hace mucho frío y desde la primera semana sufrí de gripa y tos. Aquí no se consiguen los bejucos que curan todo. Hace poco murió por eso el suegro de mi hijo Luis Fernando. Ni siquiera pudimos velar el cuerpo con las tradiciones de baile y canto, para pedirle a la madre naturaleza que se llevara bien el espíritu”.
Para llegar a la casa del sabio wounaan, ahora en Lucero Alto, es más fácil a través de señas, como en la selva. Nadie encuentra la transversal F, con Bis y con A. Desde la dirección, “jeroglífico” en el que se escudan las oficinas públicas para no ayudarles, hasta la indolencia los han refundido en el sur de la capital del país, porque los documentos no llegan, a excepción de los recibos de agua y energía. El vecindario es pobre y marginal, pero la fachada de la construcción de un piso es alegre: verde manzana con naranja. Tras una puerta metálica, en cuatro habitaciones viven 32 personas, tres por cama sencilla, cuatro o seis en cama doble. Las primeras seis familias llegaron, como la de Sercelino, en 2003. Tres años después algunos intentaron volver cuando el gobierno de Álvaro Uribe anunció la desmovilización de los paramilitares, pero pronto se transformaron en Rastrojos o Urabeños, según la conveniencia, patrocinados por narcotraficantes que mantienen el régimen del terror. Por eso en este vecindario ya son 265 los wounaan, incluidos 49 niños, siete nacidos en Bogotá y registrados como “rolos”.
La casa
El piso es de cemento y tierra, los techos están remendados con cartones y plásticos, el ambiente es helado. Entrando a mano derecha está la habitación donde duermen el gobernador y ocho personas más. Una vieja sábana improvisada como cortina defiende la privacidad del espacio donde duerme Sercelino con su esposa. Bolsas y talegos de todas las marcas cuelgan de las paredes o se ocultan bajo una cama. Dos bebés lloran, las madres les dan pecho, el idioma wounaan impera. En los otros cuartos hay un par de televisores antiguos con mala señal. El baño, que huele a orina, y la cocina son comunitarios. La estufa funciona con gas de cilindro. Al fondo del único pasillo están el fregadero y una pequeña lavadora que no deja de sonar. La llave gotea.
Mientras las tejas de Eternit del techo se calientan con el sol, las mujeres se dividen entre las que se ocupan de la comida (“Si alguien no come, ninguno come”, advierte Sercelino) y las que extraen delgados hilos a la fibra de wérregue sosteniéndola con el dedo gordo del pie y estirándola con los brazos al tiempo que la cortan en tiras con una cuchilla adaptada a los dedos de la mano (la palma les llega por correo desde el Chocó. Cada cogollo les cuesta 30.000 pesos). Una de ellas es Carmen Tulia, la esposa de Sercelino. Pregunta con disgusto para qué va a servir que los periodistas cuenten cómo viven. “Está brava la cacica”, dice Sercelino. Teresa se nota triste: “Voy a cumplir ocho años sin ver a mi familia y dicen que la situación no está para volver”. Otras tiñen, silenciosas, mientras festivas fibras negras y rojas cuelgan de las ventanas.
En el dormitorio vecino suena reguetón y Ricard Piraza, de 15 años, transcribe en un cuaderno las letras de las canciones sin perder el ritmo. “Estudiaba en el colegio Nicolás Esguerra, pero me quedaba muy lejos y no volví por falta de dinero. Aquí no es tan fácil como subirse a la canoa y remar”. Otros seis muchachos viven en un improvisado campamento en el traspatio desde donde se ve a lo lejos, hacia el norte, el centro de Bogotá cubierto por una estela de nubes contaminadas.
Nixon Chaucarama terminó el bachillerato y quiere estudiar tecnología, “sistemas en el Sena”, como lo hacen otros wounaan radicados en el cercano municipio de La Mesa. Del muro del cuarto cuelga un gran letrero de madera en el que tallaron la palabra “Wounaan” (“gente”). El techo está protegido con cartones de huevos y en el piso hay un par de zapatillas Nike. Algunos estudian en el colegio Rafael Uribe Uribe, “donde respetan nuestra cultura”. Sin embargo, Sercelino se preocupa más “porque aprendan la cultura de los ancestrales, que sigan de la mano de nosotros y bajo vigilancia de nuestros alguaciles, que no fumen cigarrillo ni vicio, ese es el celo que debemos mantener”.
Los recuerdos
Afuera los demás hombres hacen aros de plástico con tubos de PVC y los pulen para tejer sobre ellos las figuras en fibra que simbolizan su cosmogonía. Se sientan en torno a una mesa de madera, bajo un cobertizo del que cuelga la canoa sagrada que trajeron de la selva, hecha de una variedad de balso que al tocarla con un báculo de madera emite una melodía sagrada para ellos. Es un ritual diario para pedirle a la madre tierra lo que necesitan. La proa apunta hacia donde nace el sol y los símbolos geométricos están pintados con tintura negra de semilla de árbol de jagua.
Lejos de sus orígenes, las cuerdas para secar la ropa sirven para armar una escenografía de cobijas y toallas ondeantes estampadas con junglas, caudales, ocasos, leones, tigres y cebras. Los niños juegan con un mico de trapo. Les han hablado de esos animales y del mito de “los mil ojos de los árboles”. En el patio sólo hay un brevo al que intentan subirse apoyándose en un sanitario partido recargado en la raíz. Prefieren jugar a los cazadores entre matas de uchuva, cilantro, cebolla, tomate y papa. ¿Cómo explicarles el mito de la uña del relámpago si en la ciudad no han podido mostrarles la huella milagrosa de un rayo sobre una corteza o un sendero?
En ese ambiente, Sercelino reúne a sus iguales y les insiste que hablen en wounaan. “No podemos perder la lengua, ni las enseñanzas de los antiguos, los mitos con que crecimos”. Les cuenta que van a mandar libros desde Panamá, donde vive la mayoría de la etnia, buena parte desplazada desde Colombia, para que los pequeños, en especial los que nacieron en la ciudad, aprendan de sus antepasados. Sercelino les recuerda la historia del animal más astuto de la selva, un relato que puede durar horas si se quiere y que habla de por qué el guatín siempre supera al tigre y al conejo. “Es una enseñanza que nos sirve aquí para no ser engañados”.
A la hora de trabajar, a los mayores los ayudan muchachos con bluyines desteñidos y descaderados. Sercelino insiste en atraer las buenas energías, saca su flauta y empieza a tocar El aguacerito. “Esta melodía se les dedica a las niñas quinceañeras en diciembre, desde que sale el sol hasta mediodía. Los muchachos se emborrachan con biche (aguardiente de caña), se las echan al hombro y siguen danzando, hablando con la naturaleza para que haya buen pescado y frutas; que no venga la enfermedad, que no lleguen personas con armas sino con amor para los demás. En la selva yo tomaba mucha charrincha, vivía medio borracho, hasta que llegaron unos evangélicos, me hablaron de Jesús y yo lo recibí. El demonio me tentaba, pero me convertí y dejé el vicio; ahora no somos católicos, pero leemos la Biblia, somos creyentes. Eso les comparto a estos muchachos porque aquí ahora se emborrachan con aguardiente comercial y tuvimos el caso de uno que estaba oliendo pegante”.
El sonido de la música le recuerda “al jabalí cuando grita como el ganado y al ratico se oscurece el cielo y llueve”. También interpreta El canto del güio, que evoca a las serpientes: “La verrugosa, la más venenosa, de color café, rojo y blanco, su mordida produce gangrena; la X, verde con café; la 24, que es verde y la llamamos así porque si a las 24 horas usted no ha muerto ya no muere. Me gustaba sentarme a oír la naturaleza. Entre la selva escuchaba personas hablando en lenguas, decían que el mundo estaba pronto a acabarse por tantas violencias. Me quedaba quietico a ver cuántas eran y al acercarse el sonido desaparecían. Eran los espíritus de la selva, los nativos de otras vidas. Oía el sonido del viento moviendo el bosque. Cuando los árboles más suenan es que están en conflicto el espíritu de los muertos y el del diablo. Aquí sólo oigo ruidos. Por eso trato de que los muchachos aprendan los silbidos, la flauta y el tambor”.
Indio urbano
A finales del año pasado, Sercelino habló de estas tradiciones con el Nobel de Literatura francés J.M.G. Le Clézio en el teatro Jorge Eliécer Gaitán por intermedio de El Espectador. El escritor vivió cuatro años con indígenas wounaan en la frontera de Colombia con Panamá —eso cambió su percepción del mundo y de la literatura— y quería saludar a uno de los maestros que sobreviven. Le impactó que la violencia lo obligue a vivir como desplazado y le habló de su novela experimental El diluvio, sobre la opresión mental que producen las ciudades.
Él estuvo de acuerdo, pero le explicó por qué tuvo que transformarse en un indio urbano. Ya no es aquel gobernador que fundó una comunidad palafítica con derechos sobre 8.647 hectáreas desde 1981, según el Incora, hoy Incoder. No ve a la distancia, como cuando cazaba conejos y venados, culpa al aire contaminado de la ciudad, usa gafas; como no tiene maloca para convocar a su tribu, aprendió a usar un teléfono celular, “este que llaman flecha”. Mira el aparato y sonríe con ironía, un sentimiento que antes le era extraño. En su aldea imperaban la tranquilidad, la transparencia, la generosidad, la solidaridad, “el respeto a las memorias de los ancestros y de los sueños”. Aquí debió adaptarse al caos, al egoísmo, a la indiferencia, a los papeles y los correos electrónicos de la burocracia, a la mentira. Lo han engañado, le han prometido e incumplido, aprendió a ser desconfiado. “Acá hay serpientes de dos patas”.
Conocí a Sercelino en la larga fila de reclamantes frente al Centro Administrativo Distrital, arrastrando una lona marcada con un escudo de la Alcaldía de Bogotá. Adentro llevaba 15 libras de arroz, una arroba de papa, diez libras de pasta, seis latas de atún y sardinas, cuatro libras de fríjol y lenteja, dos paquetes de zanahoria y naranjas. “No alcanza para todos, pero es una ayuda. El problema es cuando no cumplen con darnos el mercadito y no vendemos las artesanías. Con las manillas, jarrones, cestas, bandejas y collares es que conseguimos plata para comprar”.
Resignado, piensa que después de diez años de destierro superó la etapa más difícil, que Ewandam, su dios original, lo fortaleció en la desventura con su sabiduría. Debe ser fuerte porque es el guía y no debe defraudar a sus ascendientes. En la casa consulta un diccionario ilustrado que le regalaron. Se acostumbró a vestir traje de paño gris, camisa de algodón blanco, zapatos de material negros. “Ya no me da pena”. El hijo mayor viste igual y carga bajo el brazo un cartapacio con escritos a mano o a medio imprimir: pedidos de auxilio que no conmovieron ni a la Personería ni a la Defensoría del Pueblo, derechos de petición con respuestas dilatorias, como la del Ministerio del Interior que desde hace cinco años les prometió enviar un antropólogo para certificar que son indígenas con derechos especiales por la Constitución de 1991, tutelas para acceder a créditos para comprar más casas donde hacinarse en comunidad.
Desterrados y ninguneados
“Ojalá pudiéramos volver, pero así como están nuestra selva y nuestros ríos no volvemos, seguimos en Bogotá. Los paramilitares controlan todo, hay que andar con la cédula. El espíritu del indígena no soporta eso. Cuando yo era pequeño era un paraíso, pescaba o iba de cacería con total libertad. Ahora por ahí se rotan todos los grupos armados que siembran coca y el Gobierno no puede garantizar la seguridad. Así nunca habrá paz. Dicen que la tierra está cansada de tantas fumigaciones. Lo que más me duele es que nadie ha respetado las cosas que dejamos. Yo sembré mucho árbol de borojó y me los arrancaron. Los wounaan que se quedaron no dan razón. ¿Entonces no me querían? ¿O por qué van desenraizando? Por eso tampoco volveré. Ya estamos enraizados en Bogotá (6.379 indígenas estaban en situación de desplazamiento en esta ciudad en 2010, según la Agencia Presidencial Acción Social, y esa cifra, a la espera de un censo que la actualice, estaría cercana a los 10.000). A veces nos sentimos encerrados, todo se extraña, pero estamos dedicados a organizar el cabildo para que nos reconozcan todos los derechos. Lo poco que hemos conseguido es fruto de esa lucha. Por ejemplo, esta casa ya es nuestra. Nos la dieron con un subsidio del Ministerio de Vivienda. Valía 25 millones en 2007 y tuvimos que pagar el saldo de un millón 40.000 pesos. Ahora necesitamos repararla porque estamos muy estrechos. Lo importante es que no se nos refunda el alma, no perder la identidad, seguir creyendo en lunas y seguir viviendo en unidad”.
Luego de una década de invisibilidad social, Sercelino Piraza fue uno de los 14 gobernadores indígenas reconocidos la semana pasada en la Alcaldía Mayor de Bogotá como representantes de culturas que deben ser protegidas en la ciudad y en la selva. Emocionado, esa noche levantó su bastón sintiéndose por fin reivindicado. Pero al día siguiente no lo atendieron cuando fue al Palacio Liévano a averiguar por los beneficios para su pueblo. El alcalde al que ayudó a coronar la noche anterior como “cacique mayor” ya no era el funcionario que les aseguró que había llegado el fin de más de cinco siglos de atropellos. Había sido destituido. Los intereses de los políticos seguían de primeros en el orden del día y los indígenas de vuelta al asfalto como ciudadanos de segunda