Huertas comunitarias en Engativá: resistencia a favor de su humedal Juan Amarillo
En el noroccidente de Bogotá existe una comunidad que a través de trabajos campesinos difunde la importancia y el porqué de los humedales en Bogotá.
Sara Caicedo
Pocos espacios han logrado unir a tanta gente alrededor de un propósito, pero el humedal Tibabuyes o Juan Amarillo, al noroccidente de Bogotá, es uno de ellos. La idea de proteger este ecosistema, por las obras se han hecho en su interior, fue la inspiración que impulsó en 2014 la creación del colectivo “Somos Uno”, integrado por habitantes de los barrios Ciudadela Colsubsidio, Cortijo, Bolivia, Bochica, entre otros, en la localidad de Engativá.
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Pocos espacios han logrado unir a tanta gente alrededor de un propósito, pero el humedal Tibabuyes o Juan Amarillo, al noroccidente de Bogotá, es uno de ellos. La idea de proteger este ecosistema, por las obras se han hecho en su interior, fue la inspiración que impulsó en 2014 la creación del colectivo “Somos Uno”, integrado por habitantes de los barrios Ciudadela Colsubsidio, Cortijo, Bolivia, Bochica, entre otros, en la localidad de Engativá.
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Sus fundadores, Juan Sebastián Beltrán y Laura Peña, quisieron demostrarle a la comunidad la importancia de vivir al lado del humedal más extenso de la sabana de Bogotá, que comparten con la localidad de Suba, que conecta con la cuenca Salitre y desemboca en el río Bogotá. Todo ha venido fluyendo.
Este humedal, de 222 hectáreas de extensión, se divide en tres: el Tercio Alto (laguna de Tibabuyes) donde hay aves endémicas como la garza bueyera, la garza real, la tingua de pico amarillo, el patico zambullidor y la garza nocturna; el Tercio Medio, con curíes, la tingua de pico rojo, el chirlo birlo, el bichofué y el gavilán maromero, y el Bajo, con aves focha, tinguas bogotanas, monjitas y el cucarachero. Una fauna tan diversa como su flora, donde hay nogal, roble, cedro, abutilón, mermelada, higuerilla, zarzamora, pasto kikuyo y sauce, así como en su parte acuática junco, enea, buchón y botoncillo.
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“Decidimos tomar acciones donde habitamos, a través de la educación comunitaria. Empezamos con actividades en torno al humedal e investigar sobre estos ecosistemas, y nos dimos cuenta de los proyectos que se han venido desarrollando sobre ellos”, compartió Beltrán, un diseñador gráfico que vive hace 23 años en Cortijo y hoy es gestor comunitario.
Un día tuvieron que pasar de la educación a la acción, cuando conocieron del proyecto de la ampliación de la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales (PTAR) El Salitre, obra que forma parte del plan de descontaminación del río Bogotá y que queda sobre una zona de reserva aledaña a Tibabuyes. Ese día decidieron defender el humedal con más ahínco.
Y en medio del malestar alrededor de la megaobra (que está sin terminar), surgió la idea que les da reconocimiento: las huertas comunitarias, que representan su resistencia. Con estos espacios, explicó Beltrán, querían “bridar una actividad que promoviera la protección y enseñara a trabajar la tierra.
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Aunque las huertas son la puerta que atrae a aquellos que se interesan por sembrar sus alimentos o aprender actividades del campo, su razón de ser es el humedal. “Los que se acercan terminan conociendo qué pasa allí, qué estamos haciendo, por qué es importante cuidarlo y las especies que lo habitan. Entonces, hemos dicho, la huerta es una excusa para acercar a la gente al humedal”, dijo Laura Peña, conocida como Laureles y guardiana de la huerta La Resiliencia.
Pero estos espacios no solo sirven para mostrar los secretos del Juan Amarillo, sino también para tejer comunidad, aprender, cuidar y cosechar. Para Laureles, cuando nació la primera huerta quisieron darles espacio, así fuera pequeño, a esos animales desplazados de su hábitat por las obras. “Y las huertas lo han logrado. Ya en varias han registrado búhos, colibríes, ranas, serpientes sabaneras, comadrejas y curíes, y eso lo que nos dice es que estamos cumpliendo con la labor”.
Jenny Johana Castro, artista y guardiana de la huerta Tierra del Sol, sabe que pese al trabajo de la organización, hay mucho por hacer. “Hay gente que, a pesar de vivir al lado del Juan Amarillo, desconoce su función. Pero cuando les explicas su valor, comienzan a apropiarse del territorio”.
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Apropiación que es cada vez más valiosa. Para Silvia Manrique, bióloga y guardiana de la huerta Tochua (desde hace cuatro años) y participante activa de los procesos de transformación de residuos orgánicos en abono, el lograr que la comunidad sienta el territorio y las huertas como propias se traduce en más protección del humedal. “Les abrimos los ojos a las amenazas: la destrucción, el desplazamiento de la fauna y la tala de árboles. Eso hace que muchos quieran cuidar el territorio y construir tejido social”, agrega.
Actualmente son seis huertas en Engativá y sus beneficios para el ambiente y la comunidad son más que notorios. Fuera de recibir cada domingo residuos orgánicos para hacer su abono, promueven la unión y el conocimiento alrededor del proyecto. Pero lo más valioso, sin duda, es la protección del gran humedal, el cual, fuera de haberles dado un propósito, compensa con frutos los cuidados que le dan.
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