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Una de las preguntas recurrentes, por haber vivido casi toda mi vida fuera del país, es la siguiente: ¿Cómo se ve Bogotá desde afuera?, o mejor: ¿Cómo la ven los extranjeros? A la segunda no puedo responder. Puedo transmitir testimonios, pero la verdad es que cuando algún francés o italiano o español me dice algo de Bogotá, por lo general son cosas vagas, seguramente cordiales, del estilo “tiene un clima muy bueno” (sé que no es cierto) o “la gente es muy amable” (esto puede ser cierto) o “es una ciudad muy moderna” (esto es cierto al 20%).
Lo que sí siento siempre es que la curiosidad por saber cómo nos ven, legítima en muchos contextos, es a la vez hija de un antiguo complejo patrio que viene desde la noche de los tiempos, según el cual somos un país insignificante. Un complejo reforzado por nuestra aristocracia, que alabó de forma exagerada lo “externo” y se esforzó por parecer a toda costa “de otra parte”, aunque mirando hacia arriba, como es lógico (en su lógica). De ahí esa fascinación, como de dignidad recuperada, cada vez que se sabe que algún connacional es importante para alguien o para algo por fuera del país, o que a algún extranjero le gusta algo nuestro. Y su contrario: la resignación y tristeza ante las críticas, cuando vienen de afuera, y el anhelo de linchamiento, escupiendo fuego por los ojos, cuando provienen de algún local (como le pasó a Carolina Sanín).
No hay que ser caracterólogo para darse cuenta de que en esas muy educadas y cordiales opiniones de europeos o norteamericanos sobre Bogotá lo que se respira, generalmente, es un gran paternalismo. Me ha pasado que ante frases del tipo “tu ciudad es maravillosa”, pregunto: “¿y qué te gustó?”. Pero ahí termina todo, porque la persona no se acuerda de nada, ¿el hotel Charleston?, ¿la comida?, ¿el Museo del Oro?, ¿la rumba?, al pobre italiano o francés no le viene nada a la cabeza, se confunde con Caracas o Quito, se pone colorado, porque esas frases no están hechas para ser examinadas, no tienen nada por dentro; quien las dice se da un aire de corrección política y además te perdona la vida.
Yo creo que en América Latina hay sólo cuatro urbes en cuya tradición, urbanismo e historia se pueden rastrear los grandes movimientos que definieron a nuestra región, pero ninguna es Bogotá. Son Buenos Aires, São Paulo, Ciudad de México y La Habana.
Si miramos Europa a lo largo de su historia, sus equivalentes serían Roma, París y Londres. Si consideramos el mundo occidental en el siglo XX, las ciudades serían Nueva York, París, Berlín y Moscú. Si miramos Asia, no hay duda: son Pekín, Tokio y Delhi. Si las buscamos en los países árabes del Medio Oriente serán Bagdad, Damasco, Jerusalén y La Meca, y en el Maghreb El Cairo, Argel y Marrakesh. Del África subsahariana no me atrevo a hacer una lista, pues no conozco tanto, pero sospecho que estarán Nairobi, Johannesburgo y Addis Abeba.
Ahora, no ser una ciudad símbolo tampoco es una condena al infierno. Es simplemente una realidad. Yo creo que Bogotá, en términos europeos, equivaldría a una ciudad como Dublín o Lisboa. Una urbe situada en un segundo círculo muy decoroso, con sus gracias y problemas, con su temperamento retraído. Con Dublín compartimos una herencia católica oscurantista y con Lisboa un sentimiento de inferioridad y cierta tristeza de donde, felizmente, salen excelentes creaciones artísticas. En Asia, Bogotá podría ser Kuala Lumpur, cerca de urbes más importantes pero haciendo su camino, sin llegar a ser Singapur, gran centro económico, ni Bangkok, eje de un antiguo reino.
Creo sinceramente que Bogotá es una ciudad muy agradable, y no comparto la idea de que sea insignificante. “Hasta las ranas pesan en este mundo”, dice Aristófanes en una comedia. Es agradable para mí porque nací, crecí y tengo amigos en ella, pero no sé cuánto pueda serlo para alguien que llegue sin conocer a nadie y sólo disponga de un mapa y una guía.
Bogotá tiene sitios entrañables y lugares odiosos, como todas las ciudades. El porcentaje per cápita de gente arrogante, tonta y chata con la que uno debe tratar no es más alto que el de otras capitales. No sé si sea tan “buen vividero” como dicen algunos (generalmente gente acomodada), pero tampoco la sala de tortura que pintan otros. El problema de Bogotá, como el de Quito o Caracas, es que, más que ciudades, son archipiélagos de barrios inmersos en una marea urbana sin mucho sentido. Pero esto ha sido también nuestra historia y puede que sea nuestro destino, así que Bogotá, en el fondo, está muy bien, aunque no sé si volvería a vivir en ella.
* Escritor y columnista ‘El Espectador’