La ciudad de los nogales
Por ser objeto de adoración muisca, los españoles ordenaron extinguirlos. Mañana el Distrito lanza programa para conservarlos.
Daniel Salgar Antolínez
Aunque algunos capitalinos los usan como bancas, canecas, baños... y rara vez se les considera como seres vivos, los árboles son los mudos testigos de la historia de la ciudad.
Los muiscas que habitaban la sabana de Bogotá alababan al nogal como a un dios antes de la llegada de los españoles. Hacían romería en torno a este árbol. Le confesaban sus secretos. Pero los conquistadores, para imponer el cristianismo y romper el vínculo con un dios vegetal, mandaron a talar la especie desde lo que hoy es La Candelaria hasta Tunja.
El problema fue que los taladores no distinguieron entre el nogal y otras especies nativas como el cedro, y talaron más de la cuenta. Moisés Palacio, experto en arborización del Jardín Botánico, asegura que este exterminio, ocurrido entre los siglos XV y XVI, amenazó también a los robles, laureles y palmas de cera que habitaban los cerros orientales.
Pero los nogales, al igual que sus hermanos nativos, sobrevivieron y se adaptaron a vivir junto a recios pinos que llegaron de Estados Unidos, sedientos eucaliptos australianos que aún hoy habitan en la calle 116, cipreses, urapanes asiáticos que se instalaron en Teusaquillo… una variedad de árboles foráneos que llegaron para occidentalizar la ciudad hasta los años 70.
La preferencia por especies foráneas causó, de nuevo, un desequilibrio. Otro experto en arborización del Jardín Botánico, Daniel Rodríguez, cuenta que hacia 1940 la fiebre del urapán puso en riesgo la población de árboles. “Para que un sistema sea sostenible debe mantenerse diverso. Cuando predomina una especie, puede traer plagas que no encuentran barreras naturales”. Los urapanes se tomaron la capital, poblaron la calle 26, La Soledad, el Parkway, entre otras zonas. La chinche, una plaga que afectó el árbol, llegó desde México para luego expandirse por la capital. La crisis se solucionó diversificando el ecosistema, plantando más especies nativas y foráneas y talando urapanes.
Aún hoy, nueve de las diez especies de árboles que más abundan en la ciudad son de otros países. La primera es el saúco (hay cerca de 86 mil) y la segunda la acacia negra (56.483).
Pero los nogales sobrevivientes al exterminio español y a los posteriores invasores extranjeros siguen de pie entre el humo de la ciudad. Hoy son los silentes testigos de la historia y fueron declarados árboles patrimoniales de Bogotá desde 2002. El más anciano de los nogales, que alcanza los 200 años, está ubicado en la calle 77 con carrera novena. Su historia, de ahora en adelante, estará plasmada en papel.
Mañana las secretarías de Hábitat y Medio Ambiente, junto con el Jardín Botánico, lanzarán el libro Arbolado urbano de Bogotá, con la caracterización del sistema de árboles de la ciudad y las bases para el manejo de los cerca de un millón 200 mil árboles que pasan desapercibidos entre la rutina bogotana.
Aunque algunos capitalinos los usan como bancas, canecas, baños... y rara vez se les considera como seres vivos, los árboles son los mudos testigos de la historia de la ciudad.
Los muiscas que habitaban la sabana de Bogotá alababan al nogal como a un dios antes de la llegada de los españoles. Hacían romería en torno a este árbol. Le confesaban sus secretos. Pero los conquistadores, para imponer el cristianismo y romper el vínculo con un dios vegetal, mandaron a talar la especie desde lo que hoy es La Candelaria hasta Tunja.
El problema fue que los taladores no distinguieron entre el nogal y otras especies nativas como el cedro, y talaron más de la cuenta. Moisés Palacio, experto en arborización del Jardín Botánico, asegura que este exterminio, ocurrido entre los siglos XV y XVI, amenazó también a los robles, laureles y palmas de cera que habitaban los cerros orientales.
Pero los nogales, al igual que sus hermanos nativos, sobrevivieron y se adaptaron a vivir junto a recios pinos que llegaron de Estados Unidos, sedientos eucaliptos australianos que aún hoy habitan en la calle 116, cipreses, urapanes asiáticos que se instalaron en Teusaquillo… una variedad de árboles foráneos que llegaron para occidentalizar la ciudad hasta los años 70.
La preferencia por especies foráneas causó, de nuevo, un desequilibrio. Otro experto en arborización del Jardín Botánico, Daniel Rodríguez, cuenta que hacia 1940 la fiebre del urapán puso en riesgo la población de árboles. “Para que un sistema sea sostenible debe mantenerse diverso. Cuando predomina una especie, puede traer plagas que no encuentran barreras naturales”. Los urapanes se tomaron la capital, poblaron la calle 26, La Soledad, el Parkway, entre otras zonas. La chinche, una plaga que afectó el árbol, llegó desde México para luego expandirse por la capital. La crisis se solucionó diversificando el ecosistema, plantando más especies nativas y foráneas y talando urapanes.
Aún hoy, nueve de las diez especies de árboles que más abundan en la ciudad son de otros países. La primera es el saúco (hay cerca de 86 mil) y la segunda la acacia negra (56.483).
Pero los nogales sobrevivientes al exterminio español y a los posteriores invasores extranjeros siguen de pie entre el humo de la ciudad. Hoy son los silentes testigos de la historia y fueron declarados árboles patrimoniales de Bogotá desde 2002. El más anciano de los nogales, que alcanza los 200 años, está ubicado en la calle 77 con carrera novena. Su historia, de ahora en adelante, estará plasmada en papel.
Mañana las secretarías de Hábitat y Medio Ambiente, junto con el Jardín Botánico, lanzarán el libro Arbolado urbano de Bogotá, con la caracterización del sistema de árboles de la ciudad y las bases para el manejo de los cerca de un millón 200 mil árboles que pasan desapercibidos entre la rutina bogotana.