La extinción de las familias numerosas en Bogotá
El Espectador le cuenta la historia de los Arévalo, un grupo familiar que, a comienzos del siglo pasado, arrancó su descendencia con 18 hijos de un solo matrimonio. Su caso demuestra la curva descendente en la fertilidad de una ciudad que año tras año ve cómo nacen menos personas que la habiten.
Miguel Ángel Vivas Tróchez
La primera vez que Carmen Arévalo abrió los ojos al mundo vio a 12 hermanos revoloteando a su alrededor. Ella es la decimocuarta hija de un matrimonio que completó 18 hijos en total y 106 descendientes, entre nietos, bisnietos y tataranietos. Lejos de las actuales familias unipersonales, que viven en pequeños apartamentos de 39 metros cuadrados, los Arévalo Cortés crecieron en una casa esquinera del tradicional barrio El Restrepo, en la que cada habitación era casi del tamaño de un apartamento promedio hoy en Bogotá.
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La primera vez que Carmen Arévalo abrió los ojos al mundo vio a 12 hermanos revoloteando a su alrededor. Ella es la decimocuarta hija de un matrimonio que completó 18 hijos en total y 106 descendientes, entre nietos, bisnietos y tataranietos. Lejos de las actuales familias unipersonales, que viven en pequeños apartamentos de 39 metros cuadrados, los Arévalo Cortés crecieron en una casa esquinera del tradicional barrio El Restrepo, en la que cada habitación era casi del tamaño de un apartamento promedio hoy en Bogotá.
En aquella residencia, de cuatro pisos, paredes naranjas y puertas blancas, echó raíces un árbol genealógico cuyas ramas han trascendido cuatro generaciones. En casi una centuria el linaje Arévalo Cortés ha sido testigo del devenir capitalino y de su universo de costumbres. Pero ahora, casi a la mitad de la tercera década del siglo XXI, sus ramas parecen estar rozando el límite de su arborescencia. La caída de la tasa de natalidad no le fue esquiva a esta familia, cuyos representantes más jóvenes optaron por no tener hijos o máximo uno.
Todos los detalles de esta epopeya demográfica están a salvo y documentados en la prodigiosa memoria de Carmen, quien a sus 70 años ha sido testigo de las transiciones generacionales en su familia. Aunque ella no tiene descendencia, lo que podría verse como el primer atisbo de revolución a la tradición familiar, la convicción que la impulsó a protagonizar este hito no la inhibe de rememorar, con nostalgia, su infancia en medio de una familia numerosa.
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Los 18 Arévalo Cortés
El silencio era un estado exiliado de la casa esquinera de El Restrepo. Una corriente sonora de rezongos, pasos, golpes, risas y llantos generados por 18 personas recubría perpetuamente todos sus rincones. Junto a sus hermanos, Carmen se crió bajo los estándares religiosos y políticos de la época. Su padre, Antonio, conservador declarado, trabajaba en la construcción y remodelación de casas, que luego vendía o arrendaba. En la casa, atendiendo la custodia de más de una docena de infantes, estaba mamá Inés.
De la mano de sus padres, todos los domingos daban un paseo, desde El Restrepo hasta las montañas de San Carlos, que duraba casi tres horas. La procesión de tantos hijos llamaba la atención de los vecinos, que terminaban por unirse a la expedición de los Arévalo. “En esos trayectos papá nos daba a cada uno un banano y una naranja. Eso nos hacía felices, y así él aprovechaba para verificar que nadie faltaba”, cuenta Carmen. El método, aunque sencillo, resultaba infalible. Salvo un día, a causa de una pilatuna de dos hermanos que decidieron jugar a “la lleva” y uno se alejó.
Alimentar 18 estómagos requería un esfuerzo logístico notable. Por fortuna, los ingresos de don Antonio podían cubrir la demanda, que exigía compras al por mayor. “La comida era por bultos. El arroz, la papa, los granos... Se repartía equitativamente y la lavada de platos nos correspondía a las mujeres”, relata Carmen. Por imposición patriarcal, e inexplicable para Carmen, ellas debían ocuparse de la carga doméstica. “Siempre fui como la rebelde de la familia, porque no estaba de acuerdo con semejante injusticia. Entonces me pregunté: ¿qué vamos a hacer? Sencillo, que cada quien se ocupe de sus obligaciones”, recuerda, aún con la firmeza, de la que se armó entonces.
Rompiendo el muro
Fue así como a los 17 años el esqueje de Carmen se desprendió y decidió echar raíces en otra tierra más amplia, más allá de los muros de la vivienda familiar. “Me fui a la casa de una hermana y, a pesar de que mi mamá me llamó para que regresara, seguí firme en mi idea”. Rápido consiguió trabajo y equiparó sus labores con la carrera universitaria de derecho, de la que se graduó con éxito. A cuenta de su decisión, Carmen y su hermana Isabel son las únicas mujeres de la primera generación con título profesional.
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Tan radical como su decisión de irse de la casa, trabajar y estudiar, Carmen optó por algo trascendental: no tener hijos. A diferencia de sus hermanos, cambió el precepto de dejar descendencia por dedicarle su vida a un valor, que para ella es sagrado: su libertad. “Entre menos hijos, las condiciones económicas mejoran y los recursos se pueden administrar mejor. La mayoría de mis sobrinos pudieron ir a buenos colegios y a la universidad, porque tenían poquitos hermanos. Así las oportunidades se distribuyen más fácil”, cuenta.
Padecer en cuerpo ajeno las dolencias que 18 partos dejaron en mamá Inés pudo influenciar más su decisión. Si bien la salud de la matrona fue lo suficientemente resiliente como para no desarrollar problemas crónicos, el esfuerzo dejó la mella de lo que parecía una fatiga sin fin. De la decisión de Carmen y su ruptura con el statuo quo de la natalidad derivó la transición demográfica de los Arévalo, que pasaron de ser la familia de 20 integrantes, a pequeños núcleos unifamiliares.
Transformación demográfica
Antonio e Inés tuvieron 18 hijos, que de haber mantenido el volumen de reproducción, hubieran sido 324 nietos, pero no fue así: solo tuvieron 41 descendientes. El hogar con más hijos fue el de Rosai, la novena hermana de la primera generación, quien tuvo cinco hijos, nueve nietos y dos bisnietos. De la segunda generación, es decir, la de los sobrinos de Carmen, nacieron 43 nuevos familiares, lo que si bien mantuvo el número, reflejó una nueva disminución en el volumen demográfico del clan. La tendencia se consolidó con la tercera generación, es donde hasta ahora solo se reportan cuatro nuevos nacimientos. La caída, de más del 98 %, se explica por el cambio de tendencias en la familia.
Ángela, hija de Isabel, la decimoséptima en nacer de la primera generación de los Arévalo, no tiene hijos y tampoco planea tenerlos. A sus 40 años, cuenta con un posgrado en sociología y una maestría. Considera que tener hijos, bajo las circunstancias ambientales actuales, es un dilema ético del que ella no se piensa mover. El desarrollo de su carrera académica y las convicciones que formó en el trayecto la impulsaron a abstenerse de esta decisión. Aunque recuerda con nostalgia las numerosas fiestas de la familia, en la que jugaba con sus primos y había toda clase de música y júbilo, su modo de vida se encarriló por otros senderos.
Bajo la misma línea de descendencia y madre de uno de los cuatro retoños de la última generación está Johanna, hija de Alfonso, el decimoquinto hermano de la primera generación. Ella tiene 45 años y la experiencia de un hijo fue suficiente. Al igual que su prima, cuenta con una carrera profesional y es independiente. Aunque disfrutó el privilegio de crecer en un hogar con tres hermanos, la responsabilidad de tener tantos hijos le parece esquiva y de una dificultad que en los tiempos de su abuelita no existía.
La última vez que todos, o más bien la gran mayoría de los Arévalo se reunieron, fue para las honras fúnebres de Pablo, el octavo de los 18 hijos. La mella del tiempo y otras disputas notariales mantienen a la familia fraccionada. A gran distancia de follaje sonoro de la casa de El Restrepo y el jubileo de las concurridas fiestas familiares de antes, el silencio es un actor frecuente en más de 80 hogares en los que se dividió el clan familiar. Al igual que con esta concurrida familia, la curva demográfica nos está indicando el tenue decrecimiento de la población local y su envejecimiento generacional inherente. Cada vez somos menos, las reuniones poco frecuentes y la ausencia de soledades parece ser un relato del pasado.
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