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El bosque que plantó el profesor Thomas van der Hammen en su casa en Chía (Cundinamarca), en todo el límite con Bogotá, está lleno de vida. Individuos de diferentes tamaños y plantas diversas en su follaje se agolpan a lo largo y ancho de sus dos hectáreas. Cedros, arbolocos y otras especies nativas conviven con pájaros, musgos, roedores y centenares de insectos. Los más antiguos proveen abono a los nuevos retoños por medio de las frutas y las hojas que dejan caer. Las ramas de los cedros y alcaparros filtran cuidadosamente los rayos de sol. Son exigentes, así que buena cantidad de luz se queda por fuera y el microclima del bosque se torna más fresco que el del mundo exterior. Frío. Húmedo.
Ante los ojos de un inexperto ese espacio puede parecer un completo caos. No lo es. Cada uno de esos matorrales y árboles cumplen una función específica. Son un eslabón dentro de una milenaria cadena. Ese es el escenario del que tratará esta historia. Normalmente, después de presentarles el espacio, les contaría sobre el personaje central. Pero en esta narración el lugar -el bosque- y el personaje -el profesor Thomas van der Hammen- son uno solo. Las dos hectáreas de bosque que el doctor Thomas plantó son la más vívida muestra de lo que él era. También son evidencia, una vitrina, de lo que él imaginaba para la reserva que lleva su nombre.
Su hija, María Clara van der Hammen, recuerda la firmeza con la que su padre defendía la idea de que la intervención del hombre en la naturaleza debía ser mínima. Él quería demostrar que se podía rehabilitar un ecosistema -un potrero- y devolverlo a su estado de bosque nativo sin malecones, alamedas ni cercas de plantas sintéticas.
Palo blanco, uchuvas, arbolocos, alisos, cedros... la lista de los árboles que plantó, uno a uno, es larga. El resultado: un ecosistema 100% cundinamarqués, un bosque húmedo que se ve diferente al hábitat que producen los pinos y eucaliptos, que los europeos tanto se empeñaron en plantar en la sabana de Bogotá.
María Clara recuerda que su papá inició el proyecto después de un detallado estudio del relicto de bosque nativo que hay en la hacienda Las Marcedes, ecosistema que está dentro de la reserva, al norte de Bogotá. Cuando el profesor entendió cómo las especies se complementaban, empezó a soñar con sembrar un bosque nativo. Apenas se le presentó la posibilidad, compró el lote justo detrás de su casa en Chía y empezó.
Primero sembró especies de árboles productoras de hojarasca, que dejaran caer muchas hojas para generar suelo de bosque. Se empecinó en erradicar el pasto Kikuyo, una especie africana introducida por los ganaderos para alimentar a las vacas, y lo sustituyó por arbustos y plantas rastreras originarias de la zona. En la primera etapa plantó el arboloco, que crece con rapidez. Cuando el suelo empezó a regenerarse vinieron los cedros y otras especies que requieren más tiempo y cuidado.
Carlos Rodríguez, yerno del profesor Thomas, recuerda que para muchos de sus amigos el proyecto parecía una locura. “Se burlaban de mi suegro por ponerse a sembrar árboles a los 75 años. Decían que no iba a alcanzar a ver el bosque. Pero en menos de cinco años, lo que al principio parecían hileras de palitos, se convirtieron en árboles. Años después, él murió feliz al lado de esos troncos gordotes”.
Con los nuevos árboles empezaron a llegar los animales. Con el paso de los años, expertos avistaron roedores, que habían hecho su hogar en el bosque. También las aves. Al principio, sólo especies migratorias. “Cada vez que veían una especie nueva el profesor no cabía en sí de la emoción”, recuerda José Chacón, el cuidandero de la finca.
El éxito del experimento es cuantificado cada año en el Conteo Navideño de la Asociación Colombiana de Ornitología. Cada diciembre, un grupo de científicos hacen un inventario de las aves que llegan al bosque, atraídas por las frutas y la sombra de los árboles. Hoy, ese pequeño espacio recibe 50 especies de pájaros. Carlos Rodríguez lo llama una “isla de biodiversidad”, ya que allí, además de aves, hay musgo, insectos y hongos. La flora atraía toda clase de fauna, y ésta a estudiosos de diversas disciplinas ambientales.
Para la familia Van der Hammen, el mayor indicador del éxito es la forma como se criaron las dos nietas del profesor Thomas. “Cuando mi hija menor tenía 5 años ya corregía a su profesora de ciencia -cuenta Rodríguez entre risas-. Una vez hicieron una siembra en su colegio y colaboramos llevando especies nativas para que los niños las conocieran y las plantaran. Mi hija le pidió a la profesora que le pasara un aliso y ella le pasó un ciro. Mi hija estaba asombrada -¡Profe, ese no es!-, la profesora se disculpó diciendo que no conocía bien las especies. Mi hija le dijo -Qué extraño. Yo me las sé desde los tres años-. Cuando un niño está en contacto con la naturaleza, la interacción se vuelve normal. Y cuando uno conoce la naturaleza la respeta”.
María Clara afirma que eso era lo que quería el doctor no sólo para sus nietas, sino para todos los bogotanos: que tuvieran un espacio para entrar en contacto con la naturaleza, que contaran con una “posibilidad de respirar y ser”. Aunque los árboles fueron clave para rehabilitar el ecosistema, Rodríguez explica que no son lo único que hace especial ese bosque. Antes de que hubiera flora nativa, el profesor estudió la cantidad de nutrientes que poseía el suelo, su humedad y su potencial para ofrecerles alimento a los árboles que ahí se plantaran.
El bosque está a los pies del cerro del Águila. En temporada de lluvia recibe el agua que baja por los arroyos. Los árboles toman una parte, los acuíferos subterráneos otra y el resto corre hacia un pequeño humedal, que está a los pies del bosque. Este ecosistema la almacena y crea otro mundo de flora y fauna. El líquido se filtra hacia los ríos subterráneos. El bosque es parte de una cadena más grande que él mismo. Ese ecosistema es del tipo de obras de arte naturales que “nos hacen sentir la pequeñez de nuestra existencia y el verdadero tamaño de nuestras ambiciones”, como lo describió Gerardo Ardila, después de su primera clase de ecología con el profesor Van der Hammen.
En 2010, antes de morir, el profesor insistió en proyectos ambientales que él consideraba vitales: el cuidado de los humedales, la importancia de la reserva, la erradicación de especies exóticas del altiplano cundiboyacense y la importancia de los árboles nativos. Pero, aunque el holandés entendía lo que necesitaba el medioambiente bogotano, pocos bogotanos comprendían lo que decía el holandés.
Por ejemplo, al profesor le parecía un “ecocidio” que de las 50.000 hectáreas de humedales que tenía la sabana a mediados del siglo XX, en 2004 quedaran sólo 2.500. Hoy sólo hay 725 hectáreas protegidas, así lo dice la Fundación Humedales de Bogotá.
El gran logro de Thomas van der Hammen fue observar la sabana de Bogotá el tiempo suficiente para encontrar las bases de su cadena trófica. Es decir, estudió la forma como se alimentaban la flora y la fauna nativa de los humedales y las zonas inundables, para luego revivir ese sistema, que había sido maltratado por siglos. Creía que con una mínima ayuda del ser humano, la naturaleza se podría regenerar. Y la esencia de las enseñanzas está condensada en el bosque que está detrás de su casa en Chía.