La fuga de las letras
Este hombre ha pasado 13 años en prisión y ha aprendido allí tanto de literatura que podría ser catedrático.
Alfredo Molano Jimeno
A Jerry Santa o Henry Santamaría, como es su nombre de bautismo, la primera frase de La Vorágine lo explica y lo representa: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, declama en una suerte de confesión, de exorcismo. Tiene 45 años, de los cuales 13 los ha pasado en distintas cárceles del país, pero más allá del lado oscuro de su historia, para él existe un mundo trazado por el rastro de la tinta y el olor del papel y el borrador. Recita con exactitud el primer párrafo de Cien años de soledad y describe la ciudad de Jean Valjean en Los miserables de Víctor Hugo, la recrea como si hubiese sido él quien estuvo preso por robar un pan. De alguna manera su mundo, su vida y su historia se mezclan con los universos de los personajes que ha leído.
Santa es una de esas personas con una inteligencia especial, con un particular gusto por el lenguaje y la historia. Sabe tanto de literatura que podría dar una cátedra sobre el tema en cualquier colegio. En 2002, mientras purgaba su condena en la cárcel Modelo de Bogotá, fue galardonado en el salón de arte penitenciario y carcelario con un relato histórico titulado El camarada Andresito, una historia que relata cómo se desarrollaron, en el interior del penal, las elecciones presidenciales de 1998, en las que salió elegido Andrés Pastrana. Este es el relato de su vida.
“Nací en Bucaramanga, pero me crié en Cali. Uno no es de donde nace sino donde se hace. Mi padre fue corredor de seguros y nos dio las comodidades suficientes para que yo y mis 10 hermanos creciéramos como gente privilegiada. En el 74 vivíamos en el barrio El Polo, que en ese entonces era el norte de Bogotá. Después mi papá dejó a mi mamá y se fue a Nueva York. Allá se vino en picada. Yo no soy hijo de papi, yo soy hijo de mamá.
Estudié hasta tercero de bachillerato, empecé a trabajar y cuando uno le coge el gusto a la plata deja muchas cosas. Los libros han sido mi ventana a la libertad, son mi bien más preciado, mi escampadero en momentos de angustia y desazón. Lo que me ha otorgado la vida es la posibilidad de leer.
La tercera parte de mi vida la he pasado guardado: Picota, Modelo, Acacías, Villa Nueva o Vistahermosa y Cárcel Distrital. Uno se priva de ciertas cosas por ponerse derroteros que no son para uno y llega a darse cuenta de que uno no se arrepiente, al fin y al cabo son experiencias; la experiencia es el compendio de tus errores, como decía Mark Twain.
Desde niño me gustó la literatura, mi primer libro fue Fabulandia, una edición de Bruguera, española, de cuentos minimizados de Las mil y una noches, de autor anónimo. Es uno de los libros más antiguos. Ahí están Alí Babá, Simbad el marino. Pero el primero que tuve fue La bendición de la Tierra, de Knut Hamsun, un noruego que fue Premio Nobel. Después me leí El Padrino, de Mario Puzo, y a Víctor Hugo, Les miserables, ese fue el que me atrapó. En el encierro el tiempo pasa lento, doloroso, pero con los libros uno se escapa de la celda y viaja, viaja al mundo, a Europa, a América, se mueve en tiempo, a la conquista, a las cruzadas, recorre París, Roma...
En las cárceles me rebuscaba con artesanías: hacía barcos, tallaba madera, grababa monedas. Por ejemplo, uno cogía el hueso de la sopa y lo ponía a secar y de ahí sacaba uno materia prima o la conseguía intercambiando cosas con la gente, que una camisa por un palo para tallar, que el almuerzo por una moneda.
Realmente, toda persona que tenga la desgracia de caer en la cárcel entra a hacer un curso de malevo. Las cárceles son universidades del delito. El objetivo rehabilitador es una utopía. Si lo quieres rehabilitar, cómo lo metes en la mierda. Uno sale con una perspectiva distinta, las cárceles tienen el poder de subyugar las esperanzas y los sueños. Yo no salí pensando como Bolívar, uno sale a buscar dinero, el tiempo perdido, los cariños que faltaron. Uno ha tenido la posibilidad de relacionarse con esa gente y sale a llamarlos: ayúdeme, usted que fue serio conmigo, tíreme un cabo. Uno allá se pervierte y se conecta mal.
Es como Los miserables. Valjean era un tipo muy berraco. Cada vez que veía la puerta abierta tiraba para fuera. El hombre pagó 19 años por robarse un pan y tuvo cuatro intentos de fuga. Cuando salió tenía pasaporte amarillo. Le tocaba vivir el maltrato y la discriminación por haber estado preso. El hombre quería cambiar y se fue a un pueblo alejado a rehacer su vida. Tenía la ilusión de trabajar por la gente y se volvió alcalde, pero llega a ese pueblo un tipo que había sido conserje en la cárcel, y se dedica a dañarle la reputación, a hacerle la vida imposible, a despertar sus demonios. La historia de Jean Valjean es la de todos los que estuvimos en la cárcel y salimos a reconstruir nuestra vida, pero la sociedad y alguna gente no nos lo permite: esos son los miserables”.
A Jerry Santa o Henry Santamaría, como es su nombre de bautismo, la primera frase de La Vorágine lo explica y lo representa: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”, declama en una suerte de confesión, de exorcismo. Tiene 45 años, de los cuales 13 los ha pasado en distintas cárceles del país, pero más allá del lado oscuro de su historia, para él existe un mundo trazado por el rastro de la tinta y el olor del papel y el borrador. Recita con exactitud el primer párrafo de Cien años de soledad y describe la ciudad de Jean Valjean en Los miserables de Víctor Hugo, la recrea como si hubiese sido él quien estuvo preso por robar un pan. De alguna manera su mundo, su vida y su historia se mezclan con los universos de los personajes que ha leído.
Santa es una de esas personas con una inteligencia especial, con un particular gusto por el lenguaje y la historia. Sabe tanto de literatura que podría dar una cátedra sobre el tema en cualquier colegio. En 2002, mientras purgaba su condena en la cárcel Modelo de Bogotá, fue galardonado en el salón de arte penitenciario y carcelario con un relato histórico titulado El camarada Andresito, una historia que relata cómo se desarrollaron, en el interior del penal, las elecciones presidenciales de 1998, en las que salió elegido Andrés Pastrana. Este es el relato de su vida.
“Nací en Bucaramanga, pero me crié en Cali. Uno no es de donde nace sino donde se hace. Mi padre fue corredor de seguros y nos dio las comodidades suficientes para que yo y mis 10 hermanos creciéramos como gente privilegiada. En el 74 vivíamos en el barrio El Polo, que en ese entonces era el norte de Bogotá. Después mi papá dejó a mi mamá y se fue a Nueva York. Allá se vino en picada. Yo no soy hijo de papi, yo soy hijo de mamá.
Estudié hasta tercero de bachillerato, empecé a trabajar y cuando uno le coge el gusto a la plata deja muchas cosas. Los libros han sido mi ventana a la libertad, son mi bien más preciado, mi escampadero en momentos de angustia y desazón. Lo que me ha otorgado la vida es la posibilidad de leer.
La tercera parte de mi vida la he pasado guardado: Picota, Modelo, Acacías, Villa Nueva o Vistahermosa y Cárcel Distrital. Uno se priva de ciertas cosas por ponerse derroteros que no son para uno y llega a darse cuenta de que uno no se arrepiente, al fin y al cabo son experiencias; la experiencia es el compendio de tus errores, como decía Mark Twain.
Desde niño me gustó la literatura, mi primer libro fue Fabulandia, una edición de Bruguera, española, de cuentos minimizados de Las mil y una noches, de autor anónimo. Es uno de los libros más antiguos. Ahí están Alí Babá, Simbad el marino. Pero el primero que tuve fue La bendición de la Tierra, de Knut Hamsun, un noruego que fue Premio Nobel. Después me leí El Padrino, de Mario Puzo, y a Víctor Hugo, Les miserables, ese fue el que me atrapó. En el encierro el tiempo pasa lento, doloroso, pero con los libros uno se escapa de la celda y viaja, viaja al mundo, a Europa, a América, se mueve en tiempo, a la conquista, a las cruzadas, recorre París, Roma...
En las cárceles me rebuscaba con artesanías: hacía barcos, tallaba madera, grababa monedas. Por ejemplo, uno cogía el hueso de la sopa y lo ponía a secar y de ahí sacaba uno materia prima o la conseguía intercambiando cosas con la gente, que una camisa por un palo para tallar, que el almuerzo por una moneda.
Realmente, toda persona que tenga la desgracia de caer en la cárcel entra a hacer un curso de malevo. Las cárceles son universidades del delito. El objetivo rehabilitador es una utopía. Si lo quieres rehabilitar, cómo lo metes en la mierda. Uno sale con una perspectiva distinta, las cárceles tienen el poder de subyugar las esperanzas y los sueños. Yo no salí pensando como Bolívar, uno sale a buscar dinero, el tiempo perdido, los cariños que faltaron. Uno ha tenido la posibilidad de relacionarse con esa gente y sale a llamarlos: ayúdeme, usted que fue serio conmigo, tíreme un cabo. Uno allá se pervierte y se conecta mal.
Es como Los miserables. Valjean era un tipo muy berraco. Cada vez que veía la puerta abierta tiraba para fuera. El hombre pagó 19 años por robarse un pan y tuvo cuatro intentos de fuga. Cuando salió tenía pasaporte amarillo. Le tocaba vivir el maltrato y la discriminación por haber estado preso. El hombre quería cambiar y se fue a un pueblo alejado a rehacer su vida. Tenía la ilusión de trabajar por la gente y se volvió alcalde, pero llega a ese pueblo un tipo que había sido conserje en la cárcel, y se dedica a dañarle la reputación, a hacerle la vida imposible, a despertar sus demonios. La historia de Jean Valjean es la de todos los que estuvimos en la cárcel y salimos a reconstruir nuestra vida, pero la sociedad y alguna gente no nos lo permite: esos son los miserables”.