Mi primera marcha del día de la mujer: la libertad de elegir cómo resistimos
Entre centenares de mujeres convergen múltiples formas de alzar la voz y manifestar sus reclamos. Todas rompieron el silencio bailando, cantando, gritando; con su ropa, maquillaje, levantando carteles o amarrándole pañuelos verdes y morados a las maletas. Todas se hicieron escuchar.
Daniela Villamarín Solorza
“...Arroz con leche, no queremos más,
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“...Arroz con leche, no queremos más,
no más feminicidios en esta ciudad.
¿Que quién la mató?
¿Que quién la violó?
Son crímenes impunes que nadie vio”...
Agarradas de las manos hicieron un óvalo desprolijo, en la mitad de la carrera Séptima, a la altura de la calle 39. Daban vueltas mientras gritaban, al unísono, la ronda que ya no tenía nada de infantil. Los conductores de los carros, furiosos, apretujaban los pitos y rezongaban protegidos por los vidrios polarizados de sus ventanas. Ellas reían y cantaban y giraban y bailaban. Y la ronda seguía. La satisfacción era incontenible. Las hacía felices el saber que en la fila de carros había al menos un hombre que estaba siendo al fin incomodado por una mujer.
La marcha por el Día de la Mujer había comenzado minutos antes en la carrera séptima con calle 43, frente a la Universidad Javeriana. Todas estaban reunidas cerca del túnel. Vestidas de verde y morado, con faldas largas, cortas y cortadas; con moños de colores, aretes grandes, pañoletas, banderas y pulseras; con maquillaje rimbombante, sombras y delineados extravagantes; con estrellas en la cara, lágrimas pintadas en los ojos, sangre maquillada en los cuellos y las muñecas; con carteles, cámaras y hasta perros vestidos de violenta. Todas esperaban la señal para emprender el camino.
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María Alejandra, una estudiante de la universidad, se les acercaba a las mujeres con vehemencia mientras sujetaba un palo santo, que emanaba humo con olor a verbena. —Es para las buenas energías —explicaba cada vez. Entonces, las demás cerraban los ojos, inhalaban con sosiego, manifestaban buenos deseos y repetían, cada una, a su manera: Es para que lleguemos a casa. Ojalá las 28 mujeres víctimas de feminicidio, que ha registrado el Observatorio Colombiano de Feminicidios, hubieran tenido a la mano un palo santo para espantar las malas energías y asegurar su regreso. Ojalá la violencia patriarcal pudiera combatirse —y no ocultarse— a punta de humo.
Con marcador indeleble se escribieron en el antebrazo sus nombres completos, números de cédula y el teléfono celular de alguien a quien pudieran llamar, en caso de emergencia. Las formas de resistencia han ido evolucionando porque, aunque las mujeres sigan buscando formas de mantenerse a salvo, siguen apareciendo muertas en callejones, maletas, cuartos, ríos y calles. Es tan normal que las desaparezcan y a punta de actos violentos les borren el nombre, que para conservarlo decidieron escribírselo en la piel.
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“Con mucho respeto, le pedimos a los hombres que se retiren del lugar”, dijo una mujer por el megáfono. “Esta es nuestra marcha, nuestro espacio y nuestra lucha”, agregó. Algunos hombres se fueron, otros se burlaron y los últimos no hicieron nada. De la misma manera en que algunos hombres las protegen, otros las matan, y los terceros, igual de malos, solo se limitan a mirar.
Después de que la dueña del megáfono asegurara que el espacio era “no mixto”, tal como se pretendía, dio la orden de cruzar la Séptima y empezar a caminar hacia el Centro de Memoria, en la carrera 19 con calle 24. La reacción fue uniforme: todas aplaudieron, gritaron, se amarraron las pañoletas verdes y moradas en los cuellos, los muslos y las muñecas, y mientras cantaban, levantaban sus carteles.
“Nos tienen miedo porque no tenemos miedo”....
“Ayer soñé que estaban todas, pero solo fue un sueño”...
“Abuela, vine a gritar lo que a ti te hicieron callar”...
“Soy la futura maestra de las niñas que nunca vas a tocar”...
“Los monumentos limpios y la patria llena de nuestra sangre”...
“Somos las nietas de todas las brujas que nunca pudieron quemar”...
Buena parte del camino me sentí como intrusa. No conocía las arengas. No llevaba carteles. No tenía pitos ni tambores. No vestía una pañoleta distintiva, ni pertenecía a un colectivo feminista y, hasta entonces, jamás había marchado en conmemoración de la fortuna —y el infortunio—de haber nacido mujer.
Pero cuando las arengas cantaron sobre el miedo que nunca he dejado de sentir; cuando caminé cuadras y más cuadras sin tener que mirar hacia atrás; cuando bailé la ronda, celebré estar viva y luego grité con rabia por las que están muertas, y cuando me abrazaron extrañas, y me tomaron de la mano, y me dijeron amiga, hermana, manada... todo tuvo sentido. Ahora escribo en primera persona, porque entendí que también soy parte de la historia.
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En la carrera Séptima con calle 28 una mujer se asomó por la ventana de un sexto piso y ondeó una bandera morada, mientras lanzaba papeles a la calle. Nos detuvimos bajo el edificio, giramos hacia ella los carteles, gritamos, saltamos y chiflamos hasta que la mujer se cansó, cerró la ventana y, deliberadamente, dejó por fuera la bandera.
Seguimos el camino y cerca al Museo Nacional un carro particular se detuvo, bajó el vidrio, gritó un nombre con euforia y luego, llorando, esa madre abrazó desde el carro a su hija. Todas aplaudimos a su alrededor. Más adelante, otra mujer, desde un edificio más alto que el primero, lanzó papeles que caían con parsimonia desde su ventana. Al principio bajaban como un cardumen de peces blancos y pequeños, pero a medida que se acercaban al suelo, el aire se apoderaba de ellos y los obligaba a abrirse paso por los otros rincones del viento.
—¿Qué significa que suelten un puñado de papeles por la ventana? — le pregunté a una de mis compañeras.
—No importa lo que signifique—me respondió— solo importa que nos apoyan.
Aunque que son valiosos, en este contexto no importan los complejos significados de las cosas; ni las enrevesadas teorías feministas; ni las definiciones intrincadas que contienen los estudios de género. Importa lo que sientes cuando vas por la calle. La sensación de ser siempre perseguida. La amenaza de los hombres que te hacen daño. Importa que eres blanco de ataques. Que la violencia cae más sobre ti, que sobre el resto. Que la agenda habla más de vandalismo que de feminicidio. Importan los cuestionamientos y señalamientos incesantes cuando te lastiman. Importa que te encasillan, te rotulan y te discriminan. Importa que te silencian. Importa que se ha vuelto un privilegio el mantenerte viva. Importa que al Estado no le importa. Importa que en la arenga todas gritan que te creen.
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Alerta, alerta, alerta que camina, la lucha feminista por América Latina. Y tiemblan, y tiemblan, y tiemblan los machistas, que América Latina será toda feminista... cantábamos todas al compás de nuestros pasos. Todas cerca, todas juntas, en un tumulto que no asfixiaban, sino todo contario: era un abrazo colectivo.
Bajando por la Calle 26, una joven, de unos 20 años, me pidió que sostuviera con fuerza su maleta. Luego, sin explicarnos nada, le pidió a mi amiga que se agarrara de la mía. “Vamos a hacer un trencito”, dijo al fin para borrarnos del rostro las caras de no-entendemos-qué-está-pasando.
Mi amiga sostuvo mi maleta, yo sostuve la de la extraña, la extraña la de otra extraña y así sucesivamente hasta que un tren de mujeres sin miedo corrió en bajada por la pendiente de la calle 26. Esa fue la primera vez que caminé —o corrí— por una calle sin sentir un ápice de temor. Sin percatarme del peligro. Sin pensar en nada que no fuera el atisbo de la tranquilidad sin condiciones. Ese tren era la prueba de que juntas sí éramos más fuertes y de que era posible, aunque fuese efímera, la sensación de correr por la ciudad como si fuera nuestra, aunque ya hoy tengamos que volver a recordarle a todos que el mundo también nos pertenece.
Por fin llegamos al Centro de Memoria. Los tambores retumbaban, los pitos silbaban, los carros azotaban las bocinas, y las mujeres bailamos entre el caos, y exigimos nuestros derechos, y reclamamos justicia, y recordamos a las que se llevaron, y gritamos, cada una por algo distinto, pero todas para ser escuchadas.
“Una bulla para romper el silencio”, vociferó una chica de mediana estatura, de pelo rubio y ondulado, que golpeaba con fuerza su tambor. Mientras ella gritaba la consigna, Sofía, una joven de pelo negro, corto y mirada profusa, soplaba una ocarina que, según me dijo, compró en México y que hacía estallar entre el bullicio el rugido de un jaguar.
“Una bulla para romper el silencio”, siguió gritando la chica del tambor. Sofía siguió haciendo rugir a su jaguar. Y nosotras seguimos aplaudiendo y bailando entre los carteles. En uno de ellos se leía: “Sé que te cansas de escucharlo, pero nosotras nos cansamos de vivirlo”.
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Rompimos el silencio. Algunas lo hicieron bailando, cantando, gritando, con tambores, pitos y arengas. Otras rompieron el silencio con la ropa, el maquillaje despampanante, las camisas rasgadas o la pintura roja en el cuello. Otras lo hicieron tomando fotos, levantando carteles, haciendo serigrafía sobre pañoletas o amarrándole pañuelos verdes y morados a las maletas.
Otras lo hicieron corriendo en trencito, por una avenida gigante, deteniendo la normal circulación de los vehículos o haciendo sonar una ocarina mexicana, que hacía las veces de jaguar. Otras lo hicieron escribiendo un ocho abrazado a la letra “eme” sobre una pared recién pintada, pintando un mural con sus rodillos o escribiendo “basta”, con aerosol morado sobre el asfalto de una ciudad salvaje.
No importa cómo se haga. La libertad está también en elegir cómo resistimos. El sistema patriarcal nos dibujó los moldes y nosotras decidimos no encajar en ninguno.