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Opinión: El lenguaje de la tierra, la lección de los niños perdidos en la selva del Yarí

Los avisos de una debacle climática nos exigen que volvamos a dialogar con la naturaleza. Comprender los lenguajes de la selva salvó a los hermanos Ranoque Mucutuy.

Alberto López de Mesa
01 de agosto de 2023 - 01:49 p. m.
Magdalena Mucutuy, madre de los niños y ocupante de la avioneta, sobrevivió durante cuatro días al siniestro aéreo.
Magdalena Mucutuy, madre de los niños y ocupante de la avioneta, sobrevivió durante cuatro días al siniestro aéreo.
Foto: AFP - HANDOUT
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Me tocó vivir cuatro días en un paraje a media hora de Cajicá, en casa de la señora Marlene Clark, quien me acogió mientras conseguía otro apartamento en Bogotá. Es una mujer septuagenaria, ingeniera pensionada de Ecopetrol que desde que enviudó optó por vivir en el campo:

“Me demoré muchos años en corresponder mi amor por la tierra -reconoce. Pero bueno, nunca es tarde para realizar los sueños”, menciona. La casa está hecha con materiales producidos en la región: paredes en ladrillo tolete recocido a la vista, techo en teja de barro, ventanas en madera.

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Aunque el predio cuenta con servicios domiciliarios: agua, gas y electricidad, allí, sin tendenciosidades ecologistas, se procura ser autosostibles, así además del tanque de agua hay una alberca elevada y grande en la que recogen las aguas lluvias, que se usa para todo lo de lavar y para las cisternas de los baños, se saca leña, para la chimenea y para un horno, esa leña sale de la poda de las ramas de dos árboles frondosos que hay a la entrada del lote.

Al pie de la ventana principal crece una mata de florecitas blancas que llaman caballero de la noche, que desde el ocaso expelen una fragancia dulce que perfuma toda la casa. Junto a la puerta hay un eucalipto joven cuyas hojas a veces queman en la chimenea como desinfectante.

La señora Marlene es estricta con la separación de la basura, los desechos orgánicos de la cocina casi todos van a la cuenca donde hacen el compost de abono. Si algo le ofende de sobremanera es ver pedazos de plástico y peor colillas de cigarrillos en su terreno.

La cerca en el perímetro que delimita el lindero es de naranjales de varias razas, todas dulces, además, hay uchuvas, papayuela, feijoa, durazno, todas bien cuidadas, pulposas y de buen sabor.

Aunque los cultivos consentidos están en las eras sembrada con tubérculos nativos: ibias, cubios, papa sabanera, papá criolla y arracacha, lo que se produce allí no es para la venta, todo es para el consumo de la casa y para allegados. Igual las hortalizas y las hierbas medicinales.

De animales tiene tres gallinas ponedoras, una gata caza ratones y ‘Clint’ el viejo perro manso que, por suerte para mí, solo ladraba para avisar que alguien llegaba.

Todos los días a las seis de la mañana llegan don Carlos y Ligia su mujer, siempre traen una cantina con leche de ordeño y el pan, Ligia cocina delicioso, vale decir que la comida con productos frescos que se toman del mismo suelo y van directo a las ollas saben distinto que en la ciudad , se sienten los sabores más intensos.

Carlos es todero, corta leña, siembra, hace la revisión mecánica del campero y repara todos los daños. Él y la señora Marcela entablan una empatía con el ecosistema casi mágico, con solo mirar el comportamiento de las aves o el color de algunas hojas adivinan las lluvias, las plagas y hasta los temblores. Como los frutales están en tiempo de cosecha los vi orgullosos de que a la casa les lleguen pájaros migratorios, colibríes, luciérnagas y mariposas.

Consciente de mi torpeza para las cosas del agro, los días que viví allí me ocupe del alimento de los animales, de regar las matas y de bajar de los palos las frutas ya maduras porque si se dejan caer muchas se malogran o se pudren, al menos demostré que tenía voluntad para colaborar.

También descresté a la señora Marlene cuando reconocí en el huerto de hiervas el toronjil, el llantén, la hierba buena, el orégano, la limonaria…porque desde niño mi abuela, que también sembraba, me enseñó a distinguirlas.

Pero la verdad soy extremadamente citadino, por eso, canso del ‘pío pío’ de los pollitos y el ‘zum zum’ de los mosquitos (como dice la canción) baje al pueblo, necesitaba algo de agite urbano, quería ver gente.

Recordé que en Cajicá vive mi amigo el marquetero Álvaro Cuervo, no tenía su teléfono, preguntando ubiqué la marquetería pero ese día no estaban en casa ni él ni Concha, su mujer.

Entonces me senté en una banca del parquecito a la salida de la escuela. Por ahí ya estaban la de la chaza de golosinas, el paletero con el mismo antiguo ‘tin tin’, el del carro de raspa’o, la de las obleas, el del algodón de azúcar y uno nuevo con afiches de reggaetoneros y las cracks de la selección de fútbol femenino, un evento clásico en nuestro recuerdo de la infancia, con mejor remembranza la muchachada que en la explanada, a suelo pelao, con canicas jugaban al cuadro, otros saltando lazo, tirando trompo y yoyo de madera como hacía rato no veía.

Junto a ellos un trío más contemporáneo que risueños contemplaban en la pantalla del celular de alguno, no supe que imagen pícara en la plataforma TikTok

Cada vez son menos los chicos y chicas que ofician juegos en tierra que los apegados a la lúdica digital, y lo digo no para cotejar lo telúrico con lo cibernético y concluir facilistamente que todo tiempo pasado fue mejor.

Sino porque dado que los avisos de una debacle climática a consecuencia de la abusiva relación histórica de la humanidad con el planeta, nos exige que volvamos a dialogar con la naturaleza, y para ello debemos, desde la infancia, aprender el lenguaje de la tierra y que mejor pedagogía para ello que al tiempo que aprendemos los códigos de la comunicación en código digital, recuperamos los juegos tradicionales en suelo natural. Deberían tener un lugar en el pensum académico.

Al respecto, conversando con la señora Marlene Clark sobre la necesidad de relacionarnos de modo amoroso y atento con la tierra, ella declaró: “La demostración más bella y reveladora de las potencias del saber indígena nos la dieron los niños perdidos en la Amazonía, cuando gracias a su comprensión de los lenguajes de la selva sobrevivieron a ella”.

Esos niños indígenas tienen mucho que enseñarnos del lenguaje de la tierra.

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