Opinión: Bogotá, la tierra prometida
Cientos de miles de habitantes del campo se vinieron para Bogotá, sin duda, el mayor destino de las migraciones rurales durante casi cien años, una especie de “tierra prometida”. Y mal que bien, con sus luces y sombras, la ciudad capital ha sido capaz de albergarlos a todos.
Carlos Roberto Pombo Urdaneta
Estudios demográficos de las últimas décadas, así como importantes trabajos de analistas como Miguel Urrutia, Adolfo Meisel o Álvaro Pachón, han señalado que los grandes movimientos migratorios del campo a las ciudades empezaron a desarrollarse con anterioridad al período que conocemos como La Violencia.
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Es decir, el tumultuoso proceso de urbanización de nuestras ciudades, o, dicho de otra forma, el transcurso de un país rural a uno eminentemente urbano, no se debió a la violencia política de los años cincuenta del siglo pasado, como se ha creído durante tanto tiempo. Empezó mucho antes, en los años veinte y treinta, y obedeció a que la vida en las ciudades era más llevadera, más promisoria, más atractiva.
El empleo urbano en obras públicas y en la naciente industria, con salarios bastante más altos, la educación, la salud, los medios de transporte y de comunicaciones, incluso la recreación, atrajeron a la población campesina hacia los centros urbanos. En años en los que, además, la tasa de mortalidad disminuía y la de natalidad aumentaba, es decir, en los que se produjo cabalmente una explosión demográfica y amplios contingentes de población rural quedaban cesantes a medida que el campo se tecnificaba.
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Por esas razones, cientos de miles de habitantes del campo se vinieron para Bogotá, sin duda, el mayor destino de las migraciones rurales durante casi cien años, una especie de “tierra prometida”. Y mal que bien, con sus luces y sombras, la ciudad capital ha sido capaz de albergarlos a todos. De dotarlos de vivienda, alimentación, servicios públicos y la constelación de bienes y servicios que exige la vida moderna. Hay sectores de la población golpeados, es innegable, pero no es un logro menor que Bogotá haya podido albergar a casi ocho millones de personas.
Sí, una ciudad que parecería remota, inalcanzable, situada a más de 2.600 metros de altitud, a miles de kilómetros del mar y las costas, desplegada sobre una planicie en lo alto de una cordillera, a la que rodean unos cerros tupidos, ha sido el gran nodo, el gran punto de unión y convergencia de los colombianos. Pronto la demografía, que sigue sus ritmos y sus ciclos, nos señalará que la población nacional no va a seguir creciendo indefinidamente y entonces, la inmensa mayoría de los habitantes de la Bogotá de la actualidad, ¡habrán nacido en Bogotá!
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El desafío en adelante es que todos, los que estaban y los que han llegado, nos liguemos intensamente a la ciudad, conozcamos su historia, y construyamos una visión colectiva del presente y el porvenir de una ciudad de la que todos hagamos parte y en la que todos contemos.
En ese instante, el experimento humano y cultural habrá alcanzado su total madurez y todo su potencial cromático. Bogotá, como nunca será lo que siempre ha sido: un crisol de la vida nacional, de todas las maneras, ricas e incontenibles en las que se ha mezclado y enriquecido vitalmente la nación colombiana.
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Es decir, el tumultuoso proceso de urbanización de nuestras ciudades, o, dicho de otra forma, el transcurso de un país rural a uno eminentemente urbano, no se debió a la violencia política de los años cincuenta del siglo pasado, como se ha creído durante tanto tiempo. Empezó mucho antes, en los años veinte y treinta, y obedeció a que la vida en las ciudades era más llevadera, más promisoria, más atractiva.
El empleo urbano en obras públicas y en la naciente industria, con salarios bastante más altos, la educación, la salud, los medios de transporte y de comunicaciones, incluso la recreación, atrajeron a la población campesina hacia los centros urbanos. En años en los que, además, la tasa de mortalidad disminuía y la de natalidad aumentaba, es decir, en los que se produjo cabalmente una explosión demográfica y amplios contingentes de población rural quedaban cesantes a medida que el campo se tecnificaba.
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Sí, una ciudad que parecería remota, inalcanzable, situada a más de 2.600 metros de altitud, a miles de kilómetros del mar y las costas, desplegada sobre una planicie en lo alto de una cordillera, a la que rodean unos cerros tupidos, ha sido el gran nodo, el gran punto de unión y convergencia de los colombianos. Pronto la demografía, que sigue sus ritmos y sus ciclos, nos señalará que la población nacional no va a seguir creciendo indefinidamente y entonces, la inmensa mayoría de los habitantes de la Bogotá de la actualidad, ¡habrán nacido en Bogotá!
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En ese instante, el experimento humano y cultural habrá alcanzado su total madurez y todo su potencial cromático. Bogotá, como nunca será lo que siempre ha sido: un crisol de la vida nacional, de todas las maneras, ricas e incontenibles en las que se ha mezclado y enriquecido vitalmente la nación colombiana.
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