(Opinión) Bogotá: una olla a presión sin válvula
El derecho a protestar es fundamental para el ejercicio de la democracia, pero su instrumentalización por actores interesados en sembrar el caos lo ha convertido en un problema de seguridad para la ciudad y los ciudadanos.
César Andrés Restrepo F.
A partir de 2019, Colombia asiste a un proceso sostenido de captura y desnaturalización del derecho de reunión, manifestación pública y pacífica consagrado en el artículo 37 de la Constitución Política.
Su transformación en amparo para la violencia, el vandalismo y la destrucción ha conducido a la sociedad en todos los rincones del país por un camino de fragmentación y conflictividad, que se materializa en la restricción de libertades y el desconocimiento de facto de los derechos individuales de los ciudadanos.
El valor superior del artículo 37 ha sido degradado, convirtiéndolo en una herramienta para arrinconar a la sociedad, generar inseguridad y miedo a través del constreñimiento amenazante.
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Así lo evidencian la más reciente amenaza de paro del gremio taxista que obligó a ciudadanos en general a permanecer en sus casas ante la inminencia del caos y la aparentemente lejana protesta minera del Bajo Cauca antioqueño controlada por el Clan del Golfo, premonitoria de lo que viene para las ciudades.
Con el nuevo gobierno nacional, muchos colombianos esperaban que este proceso de destrucción de sociedad, legalidad, bienes públicos y privados se superara. Bien fuera porque sus auspiciadores ahora ejercen el gobierno o porque estos mismos resolverían ágilmente los asuntos con que justificaron su protesta no pacífica.
Sin embargo, apenas 8 meses después, lo que se puede apreciar es que el camino iniciado en 2019 tiende a empeorar.
Hoy el país enfrenta una realidad determinada por organizaciones criminales que se apropiaron de la protesta para demostrar control territorial; un ejecutivo y sus barras bravas que la invocan para imponer su agenda; y actores sociales que la consideran la única forma de tener voz. Todas cancelando derechos colectivos.
Un escenario que ha obligado a gobernadores y alcaldes a asumir la responsabilidad de dar estructura y sentido a la protección de los ciudadanos y la defensa del imperio de la ley de sus jurisdicciones, dada la ausencia de liderazgo de seguridad nacional. El pedido de libertad y orden lo confirma.
En ese marco, y en un año en el que convergen proceso electoral local, política de paz sin reglas, reformas institucionales sin un mínimo consenso y una cada vez más impactante crisis económica, se incrementa el riesgo de que la protesta instrumentalizada conduzca a escenarios de inestabilidad en las ciudades.
Para Bogotá, lo anterior significa que se enfrenta a amenazas tangibles contra sus ciudadanos, estabilidad y vigencia del imperio de la ley sin respaldo nacional. Más aún cuando la máxima expresión de descontento regional se materializa en esta capital, como lo ejemplifica la recién advertida movilización de organizaciones indígenas desde las regiones.
Frente a este desafío el Distrito debe consolidar sus herramientas para gestionar la protesta, asegurarse de reducir sus vulnerabilidades y crear herramientas nuevas para anticiparse a un escenario crítico, prevenirlo o disminuir su impacto.
Para eso debe afinar la operacionalización del Protocolo Distrital para la protesta social (Decreto 053/23), un instrumento emanado de la Alcaldía con lecciones aprendidas de la gestión fallida de protestas en sus años iniciales. Este protocolo, aún incompleto, bien aplicado contribuirá a liberar presión urbana.
La reducción de las vulnerabilidades también se consigue con una coordinación precisa al interior del gobierno distrital para anticiparse a factores dinamizadores de la protesta y darles una gestión oportuna, con el fin de evitar que sean capturados por los interesados en implantar el caos y la inestabilidad.
De otra parte, debe fortalecer el sistema de alertas tempranas sobre conflictividad social de la Secretaría de Gobierno para que monitoree el comportamiento de actores, factores y procesos que puedan ser desencadenantes de una crisis de estabilidad. La gestión del espacio público y la movilidad en clave de conflictividad es definitiva.
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También es necesario un monitoreo permanente del estado de las capacidades de atención, respuesta y manejo de la seguridad en la ciudad. Si el escenario de seguridad nacional sigue deteriorándose, el pie de fuerza y el dispositivo de respuesta quedarán diezmados mientras flujos de desplazados internos, eventos de protesta y presión criminal se concentran en ella.
Esto no solo dispara la vulnerabilidad de la ciudad en términos de funcionalidad. También crea espacios y dinámicas urbanas funcionales al terrorismo, un asunto sobre el que el comandante de la Policía Metropolitana ya ha alertado.
Todo lo anterior debe ser articulado con base en criterios de anticipación y prevención, para el diseño de planes y estrategias dirigidas a garantizar en paralelo la protesta pacífica y la funcionalidad de la ciudad, neutralizar a los que quieren instrumentalizarla, y proteger los derechos y libertades de quienes no la ejercen.
Tanto el ambiente general de país como las condiciones físicas y emocionales de la ciudad imponen desafíos considerables a la Alcaldesa López en este frente. Su legado está estrechamente ligado a su destreza para proteger la ciudad en ausencia de liderazgo nacional tanto en seguridad como en diálogo social.
La recuperación del espíritu democrático del artículo 37 no se logrará en el corto plazo, aun si quienes promovieron su desnaturalización así lo quisieran.
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Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.
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Su transformación en amparo para la violencia, el vandalismo y la destrucción ha conducido a la sociedad en todos los rincones del país por un camino de fragmentación y conflictividad, que se materializa en la restricción de libertades y el desconocimiento de facto de los derechos individuales de los ciudadanos.
El valor superior del artículo 37 ha sido degradado, convirtiéndolo en una herramienta para arrinconar a la sociedad, generar inseguridad y miedo a través del constreñimiento amenazante.
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Con el nuevo gobierno nacional, muchos colombianos esperaban que este proceso de destrucción de sociedad, legalidad, bienes públicos y privados se superara. Bien fuera porque sus auspiciadores ahora ejercen el gobierno o porque estos mismos resolverían ágilmente los asuntos con que justificaron su protesta no pacífica.
Sin embargo, apenas 8 meses después, lo que se puede apreciar es que el camino iniciado en 2019 tiende a empeorar.
Hoy el país enfrenta una realidad determinada por organizaciones criminales que se apropiaron de la protesta para demostrar control territorial; un ejecutivo y sus barras bravas que la invocan para imponer su agenda; y actores sociales que la consideran la única forma de tener voz. Todas cancelando derechos colectivos.
Un escenario que ha obligado a gobernadores y alcaldes a asumir la responsabilidad de dar estructura y sentido a la protección de los ciudadanos y la defensa del imperio de la ley de sus jurisdicciones, dada la ausencia de liderazgo de seguridad nacional. El pedido de libertad y orden lo confirma.
En ese marco, y en un año en el que convergen proceso electoral local, política de paz sin reglas, reformas institucionales sin un mínimo consenso y una cada vez más impactante crisis económica, se incrementa el riesgo de que la protesta instrumentalizada conduzca a escenarios de inestabilidad en las ciudades.
Para Bogotá, lo anterior significa que se enfrenta a amenazas tangibles contra sus ciudadanos, estabilidad y vigencia del imperio de la ley sin respaldo nacional. Más aún cuando la máxima expresión de descontento regional se materializa en esta capital, como lo ejemplifica la recién advertida movilización de organizaciones indígenas desde las regiones.
Frente a este desafío el Distrito debe consolidar sus herramientas para gestionar la protesta, asegurarse de reducir sus vulnerabilidades y crear herramientas nuevas para anticiparse a un escenario crítico, prevenirlo o disminuir su impacto.
Para eso debe afinar la operacionalización del Protocolo Distrital para la protesta social (Decreto 053/23), un instrumento emanado de la Alcaldía con lecciones aprendidas de la gestión fallida de protestas en sus años iniciales. Este protocolo, aún incompleto, bien aplicado contribuirá a liberar presión urbana.
La reducción de las vulnerabilidades también se consigue con una coordinación precisa al interior del gobierno distrital para anticiparse a factores dinamizadores de la protesta y darles una gestión oportuna, con el fin de evitar que sean capturados por los interesados en implantar el caos y la inestabilidad.
De otra parte, debe fortalecer el sistema de alertas tempranas sobre conflictividad social de la Secretaría de Gobierno para que monitoree el comportamiento de actores, factores y procesos que puedan ser desencadenantes de una crisis de estabilidad. La gestión del espacio público y la movilidad en clave de conflictividad es definitiva.
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Esto no solo dispara la vulnerabilidad de la ciudad en términos de funcionalidad. También crea espacios y dinámicas urbanas funcionales al terrorismo, un asunto sobre el que el comandante de la Policía Metropolitana ya ha alertado.
Todo lo anterior debe ser articulado con base en criterios de anticipación y prevención, para el diseño de planes y estrategias dirigidas a garantizar en paralelo la protesta pacífica y la funcionalidad de la ciudad, neutralizar a los que quieren instrumentalizarla, y proteger los derechos y libertades de quienes no la ejercen.
Tanto el ambiente general de país como las condiciones físicas y emocionales de la ciudad imponen desafíos considerables a la Alcaldesa López en este frente. Su legado está estrechamente ligado a su destreza para proteger la ciudad en ausencia de liderazgo nacional tanto en seguridad como en diálogo social.
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