Opinión: Cuando el estallido era en Bogotá y no en Caracas
La vehemencia en la defensa de los derechos humanos del presidente Gustavo Petro la deben estar extrañando miles de personas que le creyeron en el marco de las protestas de 2021.
José David Riveros Namen
Las semanas pasan y la situación en Venezuela no sólo no cambia, sino tristemente tienden a consolidarse. No creí nunca en unas elecciones que fueran adelantadas en una dictadura. No lograba imaginar -como efectivamente no pasó- la imagen del Nicolás Maduro saliendo en televisión nacional a decir que reconocía el triunfo de la oposición y que estaba listo para arrancar un “empalme”.
A pesar de ello, tenía y sigo teniendo una esperanza en la movilización social que realmente será la única que algún día logre derrocar al régimen. Llegará ese día en el que sea tan grande e imparable que la constante represión y violación de derechos humanos que hemos visto en estos días, denunciada por organizaciones como Human Rights Watch, tendrá que cesar.
Según cifras publicadas por el New York Times, en Venezuela desde el pasado 28 de julio, día en que se adelantaron las “elecciones”, ha habido al menos 24 muertos en el marco de las protestas sociales. De acuerdo con la Misión de Naciones Unidas han sido detenidas más de 1.260 personas por expresar su descontento en las calles, de los cuales cerca son 100 menores de edad. Estos son sólo datos de las últimas tres semanas ya que por supuesto la violación de derechos humanos en el vecino país lleva años.
Lo sucedido hasta aquí inevitablemente me lleva a pensar en los momentos en los que, en Colombia, particularmente en Bogotá, vimos a cientos de miles de personas salir a las calles a protestar contra una situación social que, profundizada por la pandemia, se había vuelto insostenible.
Poco me gusta hablar de experiencias personales. Sin embargo, en esta ocasión voy a recordar dos de los momentos más difíciles que he vivido durante mi carrera profesional cuando era servidor público. El primero fue lo ocurrido los días 9 y 10 de septiembre del 2020. En la madrugada del 9s, se presentó un claro caso de abuso policial, que lamentablemente terminó con el asesinato de Javier Ordoñez, un hombre de 42 años.
Este hecho desató un rechazo social justificado casi que sólo comparado con el famoso bogotazo de 1948. Decenas de miles de personas salieron a protestar en contra del abuso policial, concentrándose en algunos CAI de las localidades de Suba, Engativá y Usaquén. Durante dos noches, la Policía desbordó su accionar y de manera desproporcionada actuó contra los manifestantes, con un lamentable resultado de 13 personas asesinadas.
El segundo son los muy complejos meses del estallido social. Desde abril hasta finales de julio, incluso, la capital fue testigo de cómo miles de personas se concentraban en toda la ciudad. Como siempre, estas situaciones se convierten en una oportunidad política para cada sector. En esa ocasión, el entonces senador Gustavo Petro, su bancada y copartidarios elevaban muy fuerte la voz contra la reacción policial.
Con toda la razón, exigían la protección de los derechos humanos de los manifestantes. Alcanzaron a afirmar que en Colombia existía una dictadura, situación que por supuesto sólo se entiende con el ánimo de hablarle a su propia galería.
Lo sucedido durante esos meses seguramente dará para escribir algunos libros de historia reciente del país que evidentemente sobrepasan los objetivos y límites de espacio de esta columna. Particularmente, los viví como funcionario de la Secretaría de Gobierno teniendo que ser parte del equipo que buscaba caminos de dialogo, de acuerdos, de protección a los manifestantes, pero también, claro está, para quienes no hacían parte y veían como se aumentaban algunos hechos violentos.
La reacción en ese entonces, al menos en términos de competencias de derechos humanos por parte de Bogotá frente a los casos de abuso policial, fue la que se espera de un sistema democrático. Sé que algunos me dirán que no fue así y que sucedió todo lo contrario, argumento que, por supuesto entiendo, especialmente de las víctimas y sus familiares. Reconozco que siempre se puede hacer más cuando se trata de la plena protección de los derechos humanos.
Sin embargo, Bogotá, por ejemplo, acogió las recomendaciones de la CIDH, modificó el Decreto de tratamiento a la protesta, solicitó informes sobre las violaciones a derechos humanos a las ONG más reconocidas en la materia, impulsó la mesa de seguimiento judicial -a pesar de los dos gobiernos nacionales de turno- y adelantó diferentes actos memoria. La justicia tristemente poco ha avanzado en los casos. A finales del año pasado sólo uno tenía sentencia, algunos pocos estaban cerca de imputación y la gran mayoría seguían en “investigación”.
Lo que se extraña en este momento es que esa vehemencia de ese entonces del presidente y de miembros del hoy Gobierno Nacional se haya desaparecido con respecto a lo que pasa en Venezuela. Es cierto que las relaciones internacionales no se manejan por las redes sociales y menos al ritmo de éstas y que poco servirá hacer alocuciones rabiosas. Sin embargo, al presidente y su Gobierno no se le puede olvidar que su silencio también le está hablando a millones de personas en Colombia que le creyeron en esos momentos del estallido social en Bogotá y que hoy ven una incoherencia sublime.
Hace cerca de un año coincidí con el presidente Petro en un evento de reconocimiento de perdón a la familia del grafitero Diego Felipe Becerra. A él le correspondió pedir perdón por la Nación y a mí por Bogotá. Ese día el presidente, por supuesto, fue claro y lúcido para rechazar la represión y la violación de derechos humanos. Ese mismo discurso no aguantaría ni 3 minutos en la Venezuela de estas semanas.
En las democracias se respetan los derechos humanos, se defiende y garantiza la protesta, se juzga en derecho a quienes comenten actos de violencia y ganan las elecciones quienes consiguen las mayorías a pesar de ser oposición; como lo hizo Gustavo Petro en 2022.
Las semanas pasan y la situación en Venezuela no sólo no cambia, sino tristemente tienden a consolidarse. No creí nunca en unas elecciones que fueran adelantadas en una dictadura. No lograba imaginar -como efectivamente no pasó- la imagen del Nicolás Maduro saliendo en televisión nacional a decir que reconocía el triunfo de la oposición y que estaba listo para arrancar un “empalme”.
A pesar de ello, tenía y sigo teniendo una esperanza en la movilización social que realmente será la única que algún día logre derrocar al régimen. Llegará ese día en el que sea tan grande e imparable que la constante represión y violación de derechos humanos que hemos visto en estos días, denunciada por organizaciones como Human Rights Watch, tendrá que cesar.
Según cifras publicadas por el New York Times, en Venezuela desde el pasado 28 de julio, día en que se adelantaron las “elecciones”, ha habido al menos 24 muertos en el marco de las protestas sociales. De acuerdo con la Misión de Naciones Unidas han sido detenidas más de 1.260 personas por expresar su descontento en las calles, de los cuales cerca son 100 menores de edad. Estos son sólo datos de las últimas tres semanas ya que por supuesto la violación de derechos humanos en el vecino país lleva años.
Lo sucedido hasta aquí inevitablemente me lleva a pensar en los momentos en los que, en Colombia, particularmente en Bogotá, vimos a cientos de miles de personas salir a las calles a protestar contra una situación social que, profundizada por la pandemia, se había vuelto insostenible.
Poco me gusta hablar de experiencias personales. Sin embargo, en esta ocasión voy a recordar dos de los momentos más difíciles que he vivido durante mi carrera profesional cuando era servidor público. El primero fue lo ocurrido los días 9 y 10 de septiembre del 2020. En la madrugada del 9s, se presentó un claro caso de abuso policial, que lamentablemente terminó con el asesinato de Javier Ordoñez, un hombre de 42 años.
Este hecho desató un rechazo social justificado casi que sólo comparado con el famoso bogotazo de 1948. Decenas de miles de personas salieron a protestar en contra del abuso policial, concentrándose en algunos CAI de las localidades de Suba, Engativá y Usaquén. Durante dos noches, la Policía desbordó su accionar y de manera desproporcionada actuó contra los manifestantes, con un lamentable resultado de 13 personas asesinadas.
El segundo son los muy complejos meses del estallido social. Desde abril hasta finales de julio, incluso, la capital fue testigo de cómo miles de personas se concentraban en toda la ciudad. Como siempre, estas situaciones se convierten en una oportunidad política para cada sector. En esa ocasión, el entonces senador Gustavo Petro, su bancada y copartidarios elevaban muy fuerte la voz contra la reacción policial.
Con toda la razón, exigían la protección de los derechos humanos de los manifestantes. Alcanzaron a afirmar que en Colombia existía una dictadura, situación que por supuesto sólo se entiende con el ánimo de hablarle a su propia galería.
Lo sucedido durante esos meses seguramente dará para escribir algunos libros de historia reciente del país que evidentemente sobrepasan los objetivos y límites de espacio de esta columna. Particularmente, los viví como funcionario de la Secretaría de Gobierno teniendo que ser parte del equipo que buscaba caminos de dialogo, de acuerdos, de protección a los manifestantes, pero también, claro está, para quienes no hacían parte y veían como se aumentaban algunos hechos violentos.
La reacción en ese entonces, al menos en términos de competencias de derechos humanos por parte de Bogotá frente a los casos de abuso policial, fue la que se espera de un sistema democrático. Sé que algunos me dirán que no fue así y que sucedió todo lo contrario, argumento que, por supuesto entiendo, especialmente de las víctimas y sus familiares. Reconozco que siempre se puede hacer más cuando se trata de la plena protección de los derechos humanos.
Sin embargo, Bogotá, por ejemplo, acogió las recomendaciones de la CIDH, modificó el Decreto de tratamiento a la protesta, solicitó informes sobre las violaciones a derechos humanos a las ONG más reconocidas en la materia, impulsó la mesa de seguimiento judicial -a pesar de los dos gobiernos nacionales de turno- y adelantó diferentes actos memoria. La justicia tristemente poco ha avanzado en los casos. A finales del año pasado sólo uno tenía sentencia, algunos pocos estaban cerca de imputación y la gran mayoría seguían en “investigación”.
Lo que se extraña en este momento es que esa vehemencia de ese entonces del presidente y de miembros del hoy Gobierno Nacional se haya desaparecido con respecto a lo que pasa en Venezuela. Es cierto que las relaciones internacionales no se manejan por las redes sociales y menos al ritmo de éstas y que poco servirá hacer alocuciones rabiosas. Sin embargo, al presidente y su Gobierno no se le puede olvidar que su silencio también le está hablando a millones de personas en Colombia que le creyeron en esos momentos del estallido social en Bogotá y que hoy ven una incoherencia sublime.
Hace cerca de un año coincidí con el presidente Petro en un evento de reconocimiento de perdón a la familia del grafitero Diego Felipe Becerra. A él le correspondió pedir perdón por la Nación y a mí por Bogotá. Ese día el presidente, por supuesto, fue claro y lúcido para rechazar la represión y la violación de derechos humanos. Ese mismo discurso no aguantaría ni 3 minutos en la Venezuela de estas semanas.
En las democracias se respetan los derechos humanos, se defiende y garantiza la protesta, se juzga en derecho a quienes comenten actos de violencia y ganan las elecciones quienes consiguen las mayorías a pesar de ser oposición; como lo hizo Gustavo Petro en 2022.