Opinión: Diálogo de sordos
El uso del diálogo para flexibilizar, suspender o desnaturalizar el imperio de la ley abona el terreno para la violencia, el crimen y la inestabilidad.
César Andrés Restrepo F.
La palabra diálogo es protagonista en la historia reciente de Colombia. Desde la promulgación de la Constitución Política de 1991, la búsqueda de la paz ha impulsado su integración y desarrollo en la gestión de conflictos de todo tipo. El Estado ha dialogado con grupos armados ilegales y organizaciones criminales para la búsqueda de la paz y la recuperación de la legalidad. Empresarios y trabajadores también dialogan permanentemente para superar conflictos laborales.
Lea: “Sustracción en Van der Hammen se haría con estándares ambientales”: Claudia López.
El diálogo también define la relación entre grupos de ciudadanos y autoridades para la gestión de inconformidades o intereses de comunidades e individuos. Determina la política, la justicia, e incluso el ambiente al interior de las familias.
De acuerdo con la Real Academia de la Lengua, el diálogo es una “conversación entre dos o más personas que manifiestan alternativamente sus ideas o afectos, una discusión o trato en busca de avenencia”. Lastimosamente, la aplicación del diálogo en Colombia no ha estado mediada por una conversación nacional sobre lo que representa, llevándolo a significar cualquier cosa dependiendo de quien sea su protagonista o, por qué no decirlo, su usuario.
El diálogo ha perdido su valor inmenso como herramienta para crear una conversación con un lenguaje compartido, para convertirse en un término sombrilla que usan particulares para consolidar ventajas o imponer sus intereses por encima de los generales, mediante la presión al imperio de la ley y la legitimidad institucional.
Bajo el disfraz del diálogo se han ocultado la extorsión, la instrumentalización criminal, el control político y social de barras del fútbol por parte de individuos que se mueven entre la legalidad y la ilegalidad. Detrás de este se camuflan criminales profesionales para evadir sus responsabilidades penales o tomar un aire para reacomodarse, fortalecerse y enviar un mensaje fuerte y claro de que la Constitución y la ley no les es aplicable ni ayer, ni hoy, ni mañana. La triunfal reaparición del terrorista “Mordisco” es el ejemplo más reciente.
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También es usado para bloquear la acción legítima de la Fuerza Pública y proscribir discursivamente su responsabilidad penal, como lo hizo el Ministro del Interior con las ilegales guardias campesinas en Caquetá. Un acto torpe que fortaleció su poder constrictor, como lo demuestra su presencia en el acto de alias “Mordisco”.
En Bogotá, a costa de este diálogo malentendido, el entorno de la Biblioteca del Tintal quedó bajo control criminal, el Parque Nacional estuvo por meses bajo control de un régimen de facto que ejecutó delitos que nunca serán perseguidos y hoy en día cualquiera con capacidad de bloquear una vía se siente con derecho a infartar la ciudad.
Este diálogo instrumentalizado se ha convertido en parapeto para que funcionarios evadan la responsabilidad de aplicar la ley y resolver conflictos. También en la ruta más segura para individuos que buscan evadirla o presionan arreglos carentes de legitimidad y legalidad para alcanzar sus objetivos. Esto ha llevado a que se consolide un desequilibrio entre derechos y deberes que consagra la carta del 91, por cuenta de infinitos acuerdos que generan alternativas al marco legal, único acuerdo que en realidad representa a todos los colombianos.
En una nación donde leyes y normas constituyen moneda de transacción que los funcionarios y líderes políticos prefieren usar a costa del imperio de la ley, la superación de cada conflicto particular y cada coyuntura de riesgo es una apuesta por un futuro de caos y violencia bajo la ley del más fuerte.
Esta desnaturalización del diálogo destruye a la ley como ordenadora de las relaciones entre ciudadanos y de estos con las instituciones, cerrando espacios para que los colombianos gestionen de manera ágil y pacifica sus controversias. También lo arruina como herramienta de resolución de conflictos. Al no haber un marco regulatorio que lo delimite su aplicación, este deja de ser el camino hacia un acuerdo para constituirse en una plataforma para una acción ofensiva con miras a imponer intereses.
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La mala práctica del diálogo por el diálogo abre el espacio a instituciones, ciudadanos y actores ilegales a considerar el uso de la fuerza cómo la forma más eficaz de someter al imperio de la ley y a la sociedad a sus intereses. Y el diálogo se convierte en una herramienta más en su arsenal para dilatar cualquier acción en contra de sus intereses.
La recuperación del diálogo como herramienta exige de un acuerdo nacional sobre la existencia de un sistema de normas inquebrantable, incluso ante las situaciones más graves. Un principio que debilite al uso de la violencia, el crimen y la desestabilización como medio para alcanzar un objetivo o resolver una insatisfacción.
Parafraseando a Edward Luttwak, en Colombia es necesario que la sociedad le dé “una oportunidad a la ley” como rectora del diálogo para asegurar la construcción sostenible de legalidad, seguridad y estabilidad. Resignificar el diálogo bajo la reivindicación permanente de la Constitución y la ley es la mejor forma de superar un país inmerso en un diálogo de sordos.
Para conocer más noticias de la capital y Cundinamarca, visite la sección Bogotá de El Espectador.
La palabra diálogo es protagonista en la historia reciente de Colombia. Desde la promulgación de la Constitución Política de 1991, la búsqueda de la paz ha impulsado su integración y desarrollo en la gestión de conflictos de todo tipo. El Estado ha dialogado con grupos armados ilegales y organizaciones criminales para la búsqueda de la paz y la recuperación de la legalidad. Empresarios y trabajadores también dialogan permanentemente para superar conflictos laborales.
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El diálogo también define la relación entre grupos de ciudadanos y autoridades para la gestión de inconformidades o intereses de comunidades e individuos. Determina la política, la justicia, e incluso el ambiente al interior de las familias.
De acuerdo con la Real Academia de la Lengua, el diálogo es una “conversación entre dos o más personas que manifiestan alternativamente sus ideas o afectos, una discusión o trato en busca de avenencia”. Lastimosamente, la aplicación del diálogo en Colombia no ha estado mediada por una conversación nacional sobre lo que representa, llevándolo a significar cualquier cosa dependiendo de quien sea su protagonista o, por qué no decirlo, su usuario.
El diálogo ha perdido su valor inmenso como herramienta para crear una conversación con un lenguaje compartido, para convertirse en un término sombrilla que usan particulares para consolidar ventajas o imponer sus intereses por encima de los generales, mediante la presión al imperio de la ley y la legitimidad institucional.
Bajo el disfraz del diálogo se han ocultado la extorsión, la instrumentalización criminal, el control político y social de barras del fútbol por parte de individuos que se mueven entre la legalidad y la ilegalidad. Detrás de este se camuflan criminales profesionales para evadir sus responsabilidades penales o tomar un aire para reacomodarse, fortalecerse y enviar un mensaje fuerte y claro de que la Constitución y la ley no les es aplicable ni ayer, ni hoy, ni mañana. La triunfal reaparición del terrorista “Mordisco” es el ejemplo más reciente.
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En Bogotá, a costa de este diálogo malentendido, el entorno de la Biblioteca del Tintal quedó bajo control criminal, el Parque Nacional estuvo por meses bajo control de un régimen de facto que ejecutó delitos que nunca serán perseguidos y hoy en día cualquiera con capacidad de bloquear una vía se siente con derecho a infartar la ciudad.
Este diálogo instrumentalizado se ha convertido en parapeto para que funcionarios evadan la responsabilidad de aplicar la ley y resolver conflictos. También en la ruta más segura para individuos que buscan evadirla o presionan arreglos carentes de legitimidad y legalidad para alcanzar sus objetivos. Esto ha llevado a que se consolide un desequilibrio entre derechos y deberes que consagra la carta del 91, por cuenta de infinitos acuerdos que generan alternativas al marco legal, único acuerdo que en realidad representa a todos los colombianos.
En una nación donde leyes y normas constituyen moneda de transacción que los funcionarios y líderes políticos prefieren usar a costa del imperio de la ley, la superación de cada conflicto particular y cada coyuntura de riesgo es una apuesta por un futuro de caos y violencia bajo la ley del más fuerte.
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La recuperación del diálogo como herramienta exige de un acuerdo nacional sobre la existencia de un sistema de normas inquebrantable, incluso ante las situaciones más graves. Un principio que debilite al uso de la violencia, el crimen y la desestabilización como medio para alcanzar un objetivo o resolver una insatisfacción.
Parafraseando a Edward Luttwak, en Colombia es necesario que la sociedad le dé “una oportunidad a la ley” como rectora del diálogo para asegurar la construcción sostenible de legalidad, seguridad y estabilidad. Resignificar el diálogo bajo la reivindicación permanente de la Constitución y la ley es la mejor forma de superar un país inmerso en un diálogo de sordos.
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