Opinión: Feminicidio en Colombia, un grito silenciado que exige acción
La Ruta de Atención Integral para Víctimas de Violencia de Género, diseñada para garantizar la protección de las víctimas, se ha convertido en una fórmula errática.
Ricardo Agudelo Sedano
El feminicidio es la expresión más cruel y devastadora de la violencia de género, un cáncer social que ha hecho metástasis en la sociedad colombiana. Hasta la fecha, 271 mujeres han sido asesinadas por el simple hecho de ser mujeres en lo que va del año. Cada una de estas vidas perdidas representa un grito silenciado, una promesa truncada, una esperanza extinguida.
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No es un secreto que los presupuestos gubernamentales destinados a garantizar los derechos de las mujeres son escasos. Las mujeres, quienes deberían estar en el centro de nuestras políticas, continúan siendo marginadas. Falta conciencia económica y, sobre todo, voluntad política para implementar programas y políticas públicas que eliminen la inequidad, la discriminación y la violencia que sufren diariamente.
La Ruta de Atención Integral para Víctimas de Violencia de Género, diseñada para garantizar la protección de las víctimas, su recuperación y la restitución de sus derechos, se ha convertido en una fórmula errática. Con una alta dosis de ‘pimponeo’ burocrático, deja a las víctimas en un estado de vulnerabilidad que permite al feminicida cumplir su cometido.
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El reciente asesinato de Natalia Vásquez, ocurrido el 30 de mayo mientras se desplazaba a su casa en Suba, es un reflejo de las enormes fallas de esta ruta. A pesar de que Natalia interpuso una denuncia y estuvo en una Casa Refugio durante más de dos meses, tuvo que salir debido a la precariedad económica y sus responsabilidades laborales y familiares. ¿Por qué deben ser las víctimas quienes se recluyan y no los perpetradores de las violencias machistas?
Estos refugios ofrecen una solución temporal, pero son insuficientes, ya que en ellos las mujeres no pueden desarrollarse de manera personal, autónoma y libre. Sus vidas quedan confinadas a un entorno de encierro y silencio, sin los vínculos sociales necesarios para explorar y desarrollar plenamente sus potencialidades intelectuales, productivas y afectivas.
Mientras tanto, sus victimarios se burlan de un sistema de protección frágil y de un Estado burocrático, paquidérmico y revictimizante, que protege sus intereses en detrimento del derecho de las mujeres a una vida libre de violencia. Como bien lo expuso la novelista Piedad Bonnett: “En Colombia, las soluciones tienden a aislar a la víctima en vez de perseguir al victimario”.
Según cifras del Sistema Nacional de Vigilancia en Salud Pública (Sivigila), con corte al 8 de junio de 2024, 50.374 mujeres han sido violentadas en el país. El 44.5% está en un rango de entre 29 y 59 años, y el 30.3% entre 18 y 28 años. ¿Y qué decir de los cientos de mujeres que llevan el sello de una ‘alerta temprana’ como un acto sublime de caridad? Es desesperanzador ver pasar la vida desde la ventana de su propia tristeza, desde esa angustia permanente de vivir al filo de la navaja.
Colombia sigue con el saldo en rojo en materia de protección a las mujeres. El país aún no encuentra la ruta efectiva que garantice sus derechos y elimine las barreras de género. Ni siquiera la creación de un Viceministerio de las Mujeres ha representado un alivio para esta situación, pues la violencia feminicida no sería tan fuerte si hubiera una acción estatal contundente.
Más información: El panorama desolador de los líderes sociales en Bogotá
El Observatorio Colombiano de Feminicidio insiste en la prevención, atención y sanción como un trabajo de corresponsabilidad, en donde la sociedad civil y las instituciones construyan acuerdos sostenibles e integrales que permitan consolidar un camino de transformaciones contra las dinámicas machistas.
Como bien dijo la coordinadora de la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género, Fabiola Calvo: “Necesitamos ‘pro-ce-sos’ que dejen ver y leer esta crisis en la que estamos y dar pasos hacia relaciones de igualdad en derechos, dignidad y respeto entre seres humanos. Necesitamos voluntad política y capacidad de cambio”.
El desafío está planteado, y la oportunidad es única. ¿Estamos dispuestos a enfrentar el reto y construir juntos una sociedad donde la violencia contra las mujeres sea cosa del pasado? Si es así, ¡es hora de actuar con determinación!
El feminicidio es la expresión más cruel y devastadora de la violencia de género, un cáncer social que ha hecho metástasis en la sociedad colombiana. Hasta la fecha, 271 mujeres han sido asesinadas por el simple hecho de ser mujeres en lo que va del año. Cada una de estas vidas perdidas representa un grito silenciado, una promesa truncada, una esperanza extinguida.
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No es un secreto que los presupuestos gubernamentales destinados a garantizar los derechos de las mujeres son escasos. Las mujeres, quienes deberían estar en el centro de nuestras políticas, continúan siendo marginadas. Falta conciencia económica y, sobre todo, voluntad política para implementar programas y políticas públicas que eliminen la inequidad, la discriminación y la violencia que sufren diariamente.
La Ruta de Atención Integral para Víctimas de Violencia de Género, diseñada para garantizar la protección de las víctimas, su recuperación y la restitución de sus derechos, se ha convertido en una fórmula errática. Con una alta dosis de ‘pimponeo’ burocrático, deja a las víctimas en un estado de vulnerabilidad que permite al feminicida cumplir su cometido.
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El reciente asesinato de Natalia Vásquez, ocurrido el 30 de mayo mientras se desplazaba a su casa en Suba, es un reflejo de las enormes fallas de esta ruta. A pesar de que Natalia interpuso una denuncia y estuvo en una Casa Refugio durante más de dos meses, tuvo que salir debido a la precariedad económica y sus responsabilidades laborales y familiares. ¿Por qué deben ser las víctimas quienes se recluyan y no los perpetradores de las violencias machistas?
Estos refugios ofrecen una solución temporal, pero son insuficientes, ya que en ellos las mujeres no pueden desarrollarse de manera personal, autónoma y libre. Sus vidas quedan confinadas a un entorno de encierro y silencio, sin los vínculos sociales necesarios para explorar y desarrollar plenamente sus potencialidades intelectuales, productivas y afectivas.
Mientras tanto, sus victimarios se burlan de un sistema de protección frágil y de un Estado burocrático, paquidérmico y revictimizante, que protege sus intereses en detrimento del derecho de las mujeres a una vida libre de violencia. Como bien lo expuso la novelista Piedad Bonnett: “En Colombia, las soluciones tienden a aislar a la víctima en vez de perseguir al victimario”.
Según cifras del Sistema Nacional de Vigilancia en Salud Pública (Sivigila), con corte al 8 de junio de 2024, 50.374 mujeres han sido violentadas en el país. El 44.5% está en un rango de entre 29 y 59 años, y el 30.3% entre 18 y 28 años. ¿Y qué decir de los cientos de mujeres que llevan el sello de una ‘alerta temprana’ como un acto sublime de caridad? Es desesperanzador ver pasar la vida desde la ventana de su propia tristeza, desde esa angustia permanente de vivir al filo de la navaja.
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Como bien dijo la coordinadora de la Red Colombiana de Periodistas con Visión de Género, Fabiola Calvo: “Necesitamos ‘pro-ce-sos’ que dejen ver y leer esta crisis en la que estamos y dar pasos hacia relaciones de igualdad en derechos, dignidad y respeto entre seres humanos. Necesitamos voluntad política y capacidad de cambio”.
El desafío está planteado, y la oportunidad es única. ¿Estamos dispuestos a enfrentar el reto y construir juntos una sociedad donde la violencia contra las mujeres sea cosa del pasado? Si es así, ¡es hora de actuar con determinación!