Opinión: La maldición de Transmilenio
La mezquindad e intereses de actores con intereses particulares están a punto de destruir una de las realizaciones más impactantes en la mejora de calidad de vida, inclusión e integración de los bogotanos.
César Andrés Restrepo F.
La agresión sexual a una adolescente en una estación de Transmilenio desató una nueva jornada de destrucción contra sus medios e infraestructuras, una reacción violenta convertida en una costumbre local con inmensos costos para la ciudad y sus ciudadanos.
Leer: Opinión: Hambre, una amenaza silenciosa en Bogotá
La reacción violenta en esta ocasión ha sido justificada con argumentos variados. Uno de estos el hecho de que una adolescente haya sido agredida sexualmente. Otro la falta de seguridad que evite estos hechos. También la incapacidad de las autoridades de prevenir, proteger, prestar atención oportuna a la víctima y aplicar la ley al agresor.
No obstante, ninguno de los anteriores permite construir una relación de causalidad directa entre la agresión contra una ciudadana y la reacción destructiva y violenta contra la ciudad.
Es imposible demostrar que los actos de violencia cometidos contra el sistema de transporte contribuyen a la aplicación de la ley contra el agresor, mejoran la gestión pública, la atención a la víctima o resuelven las debilidades de seguridad de la ciudad.
Por el contrario, la violencia, las incivilidades y el crimen en el transporte aumentan en paralelo con el deterioro de buses y estaciones a causa del vandalismo. En el entretanto, la inseguridad ciudadana, la falta de justicia y la descoordinación gubernamental ofrecen más insatisfacción ciudadana hoy que ayer.
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Lo que sí es posible demostrar es el impacto que estos actos tienen en la sostenibilidad del transporte y la vida cotidiana de los ciudadanos.
En 2021, más de 20 mil millones de pesos se destinaron a reparaciones después de cada jornada de vandalismo. Asimismo, miles de personas volvieron a exponer sus vidas en transportes informales, perdieron horas con sus familias y no pudieron llegar a sus lugares de destino y cumplir su rutina cotidiana.
Los actos contra Transmilenio no solo se materializan en incendios, desmantelamientos, destrucción de infraestructuras y agresiones contras sus funcionarios. El incremento de la evasión del pago del servicio del 16,7% en 2019 al 29,6% en 2022 también es otro tipo de agresión contra el sistema.
El no pago es la materialización de un sentimiento de desprecio y poca valoración a un servicio que fue el orgullo de sus usuarios por más de una década, incluso en épocas en las que el trasporte enfrentaba el ataque sistemático de un alcalde o el retraso en su desarrollo y expansión por cuenta de otros.
Lea también: Opinión: Ingreso de Bogotá a la Región Metropolitana es un gana-gana
¿Cómo pasó Transmilenio de ser el referente de la modernización, la integración, la inclusión y una mejor calidad de vida de los bogotanos a convertirse en el objetivo de destrucción de grupos particulares y el desprecio general de sus usuarios?
La dinámica política local destruyó un acuerdo de ciudad cohesionador y colectivo alrededor de un sistema de transporte democrático e inclusivo para una mejor calidad de vida de los bogotanos, con el auspicio de mafias del transporte que no se rinden en su interés de regresar a la ciudad a la guerra del centavo.
A partir de eso se desarrolló una campaña sostenida de deterioro de la imagen del sistema basada en la visibilización de problemas de oferta y calidad del servicio, generados por decisiones políticas y gerenciales que retrasaron su maduración y su tránsito hacia un sistema multimodal y regional integrado. Aquel que la mezquindad política vuelve a poner en peligro hoy.
Pero ese no era el objetivo final, sino un medio. La pérdida de imagen fue transformada en un descontento dirigido a debilitar el sentido de pertenencia de los bogotanos con su sistema de transporte, creando las condiciones para promover la evasión y el vandalismo.
Leer: Opinión: ¿Un cambio de tono en el liderazgo de la seguridad en Bogotá?
La permisividad con la destrucción de bienes públicos, la instrumentalización del sistema para efectos electorales y la desestimación de las responsabilidades de alcaldes, concejales y administradores del sistema en su deterioro terminaron siendo la justificación para atacarlo, desfinanciarlo y no defenderlo.
Esto ha puesto a Transmilenio y al Sistema Integrado de Transporte al borde del colapso por cuenta de su insostenibilidad. Con el agravante que sin troncales y circuitos de alimentación no habrá metros ni trenes que sirvan. Volver al pasado.
Como en muchos asuntos contemporáneos, no todo está perdido. La alcaldesa López tiene en sus manos la responsabilidad histórica que representa no dejar que el transporte quede capturado por mafias y romper la muralla politiquera que nos separa de un sistema multimodal y regional integrado.
Para esto, además de una gestión personalizada de las amenazas al sistema, la mandataria debe usar su último año para recuperar el sentido de pertenencia y convocar la protección ciudadana del transporte. Asimismo, no permitir que los ciudadanos se confundan respecto a la relevancia del Transmilenio para la ciudad.
El principal reto que enfrenta la ciudad es la sostenibilidad y desarrollo de sus transporte, incluido Transmilenio. Su destrucción arrastraría hacia una crisis a la economía, la seguridad, la sostenibilidad ambiental y la gobernabilidad de la ciudad.
Alcaldesa y ciudadanos debemos destruir el conjuro contra el sistema de transporte, rodear el sistema de transporte y retomar el camino hacia un futuro sostenible e incluyente.
La agresión sexual a una adolescente en una estación de Transmilenio desató una nueva jornada de destrucción contra sus medios e infraestructuras, una reacción violenta convertida en una costumbre local con inmensos costos para la ciudad y sus ciudadanos.
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No obstante, ninguno de los anteriores permite construir una relación de causalidad directa entre la agresión contra una ciudadana y la reacción destructiva y violenta contra la ciudad.
Es imposible demostrar que los actos de violencia cometidos contra el sistema de transporte contribuyen a la aplicación de la ley contra el agresor, mejoran la gestión pública, la atención a la víctima o resuelven las debilidades de seguridad de la ciudad.
Por el contrario, la violencia, las incivilidades y el crimen en el transporte aumentan en paralelo con el deterioro de buses y estaciones a causa del vandalismo. En el entretanto, la inseguridad ciudadana, la falta de justicia y la descoordinación gubernamental ofrecen más insatisfacción ciudadana hoy que ayer.
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Los actos contra Transmilenio no solo se materializan en incendios, desmantelamientos, destrucción de infraestructuras y agresiones contras sus funcionarios. El incremento de la evasión del pago del servicio del 16,7% en 2019 al 29,6% en 2022 también es otro tipo de agresión contra el sistema.
El no pago es la materialización de un sentimiento de desprecio y poca valoración a un servicio que fue el orgullo de sus usuarios por más de una década, incluso en épocas en las que el trasporte enfrentaba el ataque sistemático de un alcalde o el retraso en su desarrollo y expansión por cuenta de otros.
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A partir de eso se desarrolló una campaña sostenida de deterioro de la imagen del sistema basada en la visibilización de problemas de oferta y calidad del servicio, generados por decisiones políticas y gerenciales que retrasaron su maduración y su tránsito hacia un sistema multimodal y regional integrado. Aquel que la mezquindad política vuelve a poner en peligro hoy.
Pero ese no era el objetivo final, sino un medio. La pérdida de imagen fue transformada en un descontento dirigido a debilitar el sentido de pertenencia de los bogotanos con su sistema de transporte, creando las condiciones para promover la evasión y el vandalismo.
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La permisividad con la destrucción de bienes públicos, la instrumentalización del sistema para efectos electorales y la desestimación de las responsabilidades de alcaldes, concejales y administradores del sistema en su deterioro terminaron siendo la justificación para atacarlo, desfinanciarlo y no defenderlo.
Esto ha puesto a Transmilenio y al Sistema Integrado de Transporte al borde del colapso por cuenta de su insostenibilidad. Con el agravante que sin troncales y circuitos de alimentación no habrá metros ni trenes que sirvan. Volver al pasado.
Como en muchos asuntos contemporáneos, no todo está perdido. La alcaldesa López tiene en sus manos la responsabilidad histórica que representa no dejar que el transporte quede capturado por mafias y romper la muralla politiquera que nos separa de un sistema multimodal y regional integrado.
Para esto, además de una gestión personalizada de las amenazas al sistema, la mandataria debe usar su último año para recuperar el sentido de pertenencia y convocar la protección ciudadana del transporte. Asimismo, no permitir que los ciudadanos se confundan respecto a la relevancia del Transmilenio para la ciudad.
El principal reto que enfrenta la ciudad es la sostenibilidad y desarrollo de sus transporte, incluido Transmilenio. Su destrucción arrastraría hacia una crisis a la economía, la seguridad, la sostenibilidad ambiental y la gobernabilidad de la ciudad.
Alcaldesa y ciudadanos debemos destruir el conjuro contra el sistema de transporte, rodear el sistema de transporte y retomar el camino hacia un futuro sostenible e incluyente.