Opinión: La seguridad de Bogotá en un apagón
Una crisis eléctrica debilitaría gravemente la gestión de seguridad, aumentaría el caos y empoderaría el crimen.
César Andrés Restrepo F.
Entre marzo de 1992 y febrero de 1993 una sequía extrema por cuenta del fenómeno ambiental de “El Niño”, sumado a la vulnerabilidad del sistema eléctrico enfrentó a la nación a vivir con cortes de luz de entre 9 y 18 horas diarias dependiendo la región afectada.
LEA: Víctima de sicariato era comerciante y tenía antecedente por tráfico de estupefacientes
Durante 11 meses los colombianos de todas las regiones vieron afectada su vida cotidiana, tanto que se cambió la hora nacional para optimizar el consumo eléctrico en jornadas diurnas, alterando la producción, el comercio, los servicios y la vida de las familias.
La seguridad no fue ajena a esta crisis. En un contexto caracterizado por violencia, criminalidad y terrorismo por parte de narcotraficantes posicionados y grupos armados ilegales en proceso de expansión, durante el apagón se incrementaron los delitos contra la vida, la integridad y la propiedad en las ciudades.
LE PUEDE INTERESAR: El plan del presidente Petro para Quetame: reforestación, reubicación y movilidad
En Bogotá, donde los cortes de energía eran de 9 horas diarias, los delitos contra la vida y el patrimonio económico aumentaron en al menos un 20% a partir de la implantación de los cortes. En otras ciudades del país como Villavicencio, Ibagué y Sincelejo los delitos contra el patrimonio y los delitos sexuales también crecieron.
La falta de electricidad y la oscuridad hicieron que la Fuerza Pública dispusiera la mayoría de sus funcionarios en las calles para brindar seguridad y gestionar el orden urbano. Un esfuerzo con recompensas limitadas, dado que en un ambiente de seguridad muy deteriorado el apagón incrementaba la sensación de inseguridad en los ciudadanos.
MÁS INFORMACIÓN: Metro de Bogotá: firmarán acta para iniciar construcción del viaducto de la Línea 1
31 años después hay alta probabilidad de un fenómeno de “El Niño” extremo, se alerta sobre la inestabilidad del sistema eléctrico y el debilitamiento de la matriz energética, enfrentando a la nación a una probable segunda temporada de “el Apagón” y a la ciudad a una nueva crisis sistémica apenas dos años después de la pandemia.
Una crisis con impactos peores a los de 1992, dado que Bogotá ha emprendido el camino para convertirse en una ciudad digital, haciendo del flujo energético ininterrumpido la clave para el funcionamiento de la ciudad.
Es clave porque los servicios, procesos y actividades que definen la vida en la ciudad están integrados por centros de datos, equipos, infraestructuras instrumentos de comunicación, dispositivos personales, así como progresivamente de vehículos privados y públicos cuya funcionalidad depende de la disponibilidad de energía eléctrica.
En tal sentido, un apagón eléctrico extendido o un racionamiento por escasez energética en 2023 no permitiría el funcionamiento sincronizado, paralelo e integrado de todo el ecosistema digital sobre el cual funciona la ciudad, induciendo a la ciudad a un “coma” en cada jornada de restricción.
Observar este escenario en la dimensión de la seguridad permite aumentar la comprensión del desafío que podría enfrentar Bogotá en caso de que el nuevo apagón se haga realidad.
El incremento de la participación de soluciones tecnológicas en el dispositivo general de seguridad, atención de emergencias y eventos críticos en las ciudades ha convertido la gestión de la seguridad urbana en un asunto intensamente dependiente de disponibilidad energética garantizada.
Vigilancia, despliegue, respuesta e investigación dependen cada vez más de la integración y disponibilidad de cámaras, botones de pánico, alarmas, sistemas de reconocimiento e información sin importar si son públicos o privados. Un apagón dejaría inoperante la gestión de la seguridad, incluso con desconexiones parciales.
La digitalización también ha llevado a que se privilegie la relación entre instituciones y ciudadanos a través de canales digitales para la denuncia, información y atención al ciudadano. El sistema de seguridad actual tiene al teléfono celular y el servicio de internet como protagonistas, ambos dependientes de la oferta energética.
Bajo esas condiciones, un apagón energético abriría una brecha de vulnerabilidad considerable en la seguridad que se traduciría en mayor distancia entre los ciudadanos y las instituciones, espacios más funcionales a la ilegalidad y la violencia, así como una criminalidad empoderada.
La probabilidad de racionamiento energético en una ciudad con una policía con déficit de pie de fuerza y responsabilidades desbordadas obliga a pensar en los efectos de espacio público sin cámaras de vigilancia ni iluminación, el manejo del tráfico sin semaforización, estaciones de Transmilenio con controles de acceso y servicios deshabilitados.
Para no hablar de Estaciones de Policía hacinadas en las que el personal de la fuerza pública debe decidir entre cuidar a los presos o el vecindario, ni de sistemas de seguridad que quedan fuera de servicio por segmentos del día, impactando en la funcionalidad y potencialidad del Centro de Comando, Control - C4.
Esto obliga al gobierno de la ciudad y a la Policía Metropolitana a desarrollar con urgencia un mapa crítico de sistemas, servicios y procesos que un apagón anularía, definir su impacto en los ciudadanos y en la funcionalidad urbana, así como las acciones preventivas y contributivas de los privados para atender los desafíos de una ciudad sin electricidad.
Y a las fuerzas vivas de la ciudad a diseñar un modelo de funcionamiento de la ciudad escalonado basado en principios de redundancia, eficiencia y seguridad que garantice la estabilidad urbana.
Anticiparse a los riesgos de un apagón permitirá mitigar su impacto y hacer de Bogotá una ciudad resiliente.
Entre marzo de 1992 y febrero de 1993 una sequía extrema por cuenta del fenómeno ambiental de “El Niño”, sumado a la vulnerabilidad del sistema eléctrico enfrentó a la nación a vivir con cortes de luz de entre 9 y 18 horas diarias dependiendo la región afectada.
LEA: Víctima de sicariato era comerciante y tenía antecedente por tráfico de estupefacientes
Durante 11 meses los colombianos de todas las regiones vieron afectada su vida cotidiana, tanto que se cambió la hora nacional para optimizar el consumo eléctrico en jornadas diurnas, alterando la producción, el comercio, los servicios y la vida de las familias.
La seguridad no fue ajena a esta crisis. En un contexto caracterizado por violencia, criminalidad y terrorismo por parte de narcotraficantes posicionados y grupos armados ilegales en proceso de expansión, durante el apagón se incrementaron los delitos contra la vida, la integridad y la propiedad en las ciudades.
LE PUEDE INTERESAR: El plan del presidente Petro para Quetame: reforestación, reubicación y movilidad
En Bogotá, donde los cortes de energía eran de 9 horas diarias, los delitos contra la vida y el patrimonio económico aumentaron en al menos un 20% a partir de la implantación de los cortes. En otras ciudades del país como Villavicencio, Ibagué y Sincelejo los delitos contra el patrimonio y los delitos sexuales también crecieron.
La falta de electricidad y la oscuridad hicieron que la Fuerza Pública dispusiera la mayoría de sus funcionarios en las calles para brindar seguridad y gestionar el orden urbano. Un esfuerzo con recompensas limitadas, dado que en un ambiente de seguridad muy deteriorado el apagón incrementaba la sensación de inseguridad en los ciudadanos.
MÁS INFORMACIÓN: Metro de Bogotá: firmarán acta para iniciar construcción del viaducto de la Línea 1
31 años después hay alta probabilidad de un fenómeno de “El Niño” extremo, se alerta sobre la inestabilidad del sistema eléctrico y el debilitamiento de la matriz energética, enfrentando a la nación a una probable segunda temporada de “el Apagón” y a la ciudad a una nueva crisis sistémica apenas dos años después de la pandemia.
Una crisis con impactos peores a los de 1992, dado que Bogotá ha emprendido el camino para convertirse en una ciudad digital, haciendo del flujo energético ininterrumpido la clave para el funcionamiento de la ciudad.
Es clave porque los servicios, procesos y actividades que definen la vida en la ciudad están integrados por centros de datos, equipos, infraestructuras instrumentos de comunicación, dispositivos personales, así como progresivamente de vehículos privados y públicos cuya funcionalidad depende de la disponibilidad de energía eléctrica.
En tal sentido, un apagón eléctrico extendido o un racionamiento por escasez energética en 2023 no permitiría el funcionamiento sincronizado, paralelo e integrado de todo el ecosistema digital sobre el cual funciona la ciudad, induciendo a la ciudad a un “coma” en cada jornada de restricción.
Observar este escenario en la dimensión de la seguridad permite aumentar la comprensión del desafío que podría enfrentar Bogotá en caso de que el nuevo apagón se haga realidad.
El incremento de la participación de soluciones tecnológicas en el dispositivo general de seguridad, atención de emergencias y eventos críticos en las ciudades ha convertido la gestión de la seguridad urbana en un asunto intensamente dependiente de disponibilidad energética garantizada.
Vigilancia, despliegue, respuesta e investigación dependen cada vez más de la integración y disponibilidad de cámaras, botones de pánico, alarmas, sistemas de reconocimiento e información sin importar si son públicos o privados. Un apagón dejaría inoperante la gestión de la seguridad, incluso con desconexiones parciales.
La digitalización también ha llevado a que se privilegie la relación entre instituciones y ciudadanos a través de canales digitales para la denuncia, información y atención al ciudadano. El sistema de seguridad actual tiene al teléfono celular y el servicio de internet como protagonistas, ambos dependientes de la oferta energética.
Bajo esas condiciones, un apagón energético abriría una brecha de vulnerabilidad considerable en la seguridad que se traduciría en mayor distancia entre los ciudadanos y las instituciones, espacios más funcionales a la ilegalidad y la violencia, así como una criminalidad empoderada.
La probabilidad de racionamiento energético en una ciudad con una policía con déficit de pie de fuerza y responsabilidades desbordadas obliga a pensar en los efectos de espacio público sin cámaras de vigilancia ni iluminación, el manejo del tráfico sin semaforización, estaciones de Transmilenio con controles de acceso y servicios deshabilitados.
Para no hablar de Estaciones de Policía hacinadas en las que el personal de la fuerza pública debe decidir entre cuidar a los presos o el vecindario, ni de sistemas de seguridad que quedan fuera de servicio por segmentos del día, impactando en la funcionalidad y potencialidad del Centro de Comando, Control - C4.
Esto obliga al gobierno de la ciudad y a la Policía Metropolitana a desarrollar con urgencia un mapa crítico de sistemas, servicios y procesos que un apagón anularía, definir su impacto en los ciudadanos y en la funcionalidad urbana, así como las acciones preventivas y contributivas de los privados para atender los desafíos de una ciudad sin electricidad.
Y a las fuerzas vivas de la ciudad a diseñar un modelo de funcionamiento de la ciudad escalonado basado en principios de redundancia, eficiencia y seguridad que garantice la estabilidad urbana.
Anticiparse a los riesgos de un apagón permitirá mitigar su impacto y hacer de Bogotá una ciudad resiliente.