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Todo Plan de ordenamiento Territorial corresponde a las nociones que los proponentes tengan de desarrollo, urbanismo y ciudadanía, aunque en la práctica es la concepción capitalista la guía de las gobernanzas de las ciudades. Así, la planeación urbanística prioriza la valorización del suelo o, lo que es lo mismo, los intereses económicos de los monopolios del comercio, de la industria, del transporte y particularmente de los urbanizadores.
Las ciudades son organismos vitalizados por sus pobladores, quienes a la vez somos su sangre y su alma. Y, a la sazón de la simbiosis que se da entre los seres y los ámbitos, se crea una ecogonía casi siempre impredecible por los arquitectos, urbanistas y funcionarios, que desde sus escritorios deciden la normativa y el ordenamiento territorial.
De hecho, y no obstante las determinaciones de los planeadores, las distintas ciudadanías resignifican el uso y el carácter de los espacios según sus necesidades y también según los imprevistos naturales o históricos.
Verbigracia la revuelta del 9 de abril de 1948, conocida como el Bogotazo, cambió el sentido del desarrollo en la capital; de igual forma, los movimientos telúricos han replanteado el trazado de las ciudades que los padecieron, incluso en ciudades prediseñadas como Brasilia, donde en menos de un año de inaugurada hubo invasiones y cordones de miseria en la periferia y habitantes de calle en pleno centro administrativo.
Es por ello que el POT, que la alcaldía actual propone para Bogotá, en sus más de 600 artículos no garantiza que se incluyan y/o se acojan todas las maneras, como las diversas ciudadanías realizan su existencia urbana. Porque lo planeado no es resultante de consultas a sus habitantes, ni quienes lo realizaron, con dolosa soberbia, les interesó el hacer vinculante sentires y realidades del común, menos de las poblaciones históricamente marginales.
A guisa de ilustración a dicho precepto refiero a continuación el dramático episodio que en la última granizada sufrió una ciudadana estrato cero.
LA NOCHE DEL DILUVIO
El primero de noviembre será inolvidable para Graciela, porque al empezar la noche, del cielo cayeron toneladas de hielo sobre su casa. Ella y Jorge, desde hace dos años, armaron su cambuche en el potrero que hay al lado de la carrilera, recostado contra la culata de una antigua bodega de Bavaria.
Eran las seis de la tarde. Ella preparaba un café para recibir a su marido con algo caliente cuando escuchó los ladridos desesperados de Chandy, su perra. Se asomó a ver qué pasaba y no entendió el nerviosismo del animal –los humanos casi nunca comprendemos los avisos que nos hacen las criaturas naturales-. Le acarició la cabeza y, sin percatarse de los nubarrones negros que cundían en el cielo, volvió a su quehacer. La perra entró y se echó junto al fogón de leña cuando empezaron a caer las primeras gototas del aguacero.
Graciela y Chandy se miraron a los ojos, ahí sí compartieron los nervios, el ruido de las gotas sobre el techo maltrecho de madera y latón era insoportable. Sonaba como una lluvia de piedras. Ella corrió el plástico que le servía de puerta y observó espantada la granizada. Su instinto de conservación más los avisos de Chandy la impelieron a escapar del peligro. Perra y mujer escaparon chapoteando entre el potrero anegado y soportando las ráfagas de hielo. Desde lejos observaron como el cambuche colapsaba bajo la montaña de granizo.
Gigantescas nubes de hielo se desmoronaron furiosas sobre la ciudad: Todo el tráfico de vehículos en la avenida carrera 30, atascado por los guijarros de hilo. Los motociclistas preferían abandonar su vehículo para no perecer bajo la tormenta. Las gentes corrían buscando aleros para guarecerse del diluvio imprevisto.
Graciela y su perra llegaron emparamadas hasta el puente de la 19, bajo el cual se protegían cientos de personas y también se congregaron policías y bomberos del sector, que al final no atinaron ningún procedimiento coherente, más que salvar su propia integridad.
Quedó evidenciado que el urbanismo de Bogotá es ajeno a su naturaleza, nada está concebido para su ecosistema de sabana lluviosa, menos para las contingencias vengativas que manifieste el cambio climático.
Cuando cesó el diluvió la ciudad vestida de blanco, se veía hermosa. No obstante, los techos derruidos y los carros momificados entre el hielo, el granizo cubriéndolo todo parecía como una sonrisa irónica de los cielos sobre la ciudad desnaturalizada.
Entre tanto, Graciela y su perra Chandy se arruncharon en el rincón más seco bajo el puente, resignadas a su ignominia.
Qué será de Jorge – pensó la mujer y se quedó dormida.
¿Qué pedazo de la ciudad le ofrece el POT a los tantos desplazados, que por despojados violentamente de sus terruños originarios llegaron a Bogotá con la ilusión de que el Distrito Capital sería tierra de promisión? ¿La presunta Bogotá futurista que propone el POT qué le depara a los que ahora viven en cambuches, que subsisten deambulando vendiendo alimentos o ropa o cachivaches de contrabando? ¿Habrá espacio para los rituales de las generaciones Hip Hop, para los barristas, para los parches insumisos, para las gentes de todos los géneros que se rebuscan la vida como pueden en las zonas de tolerancia?
Dudo que un POT, guiado prioritariamente por el afán de la valorización de predios y prestado a la gentrificación, contribuya en la disminución de las desigualdades ni que garantice la convivencia armoniosa de sus habitantes.