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Lo políticamente correcto es abandonar el uso de los hidrocarburos, como el petróleo y el gas natural. El nuevo gobierno nacional llegó con la narrativa de hacer esa transición energética de manera acelerada. Planteamiento, que puso en evidencia las serias contradicciones en las que incurrió en su discurso la ministra Irene Vélez.
La transición energética responsable, ya viene caminando desde gobiernos anteriores. Abandonar intempestivamente la exploración y explotación nacional de gas y petróleo para comprarlo en su totalidad a otros países productores, es un despropósito.
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En el mercado de los automotores es donde más rápido se producen efectos, frente a la idea de una transición energética. Ahora, se habla de energías limpias, pero que, en realidad, al igual que las otras, si bien es cierto eliminan en una parte de la cadena el dióxido de carbono (CO₂), no lo es menos, que en el curso del proceso de ponerlas en marcha y al final se producen impactos significativamente negativos en el ambiente, que igualmente contribuyen al calentamiento global.
Primero, se habló del gas natural para los automotores -aún se promociona- como medida ambiental frente al uso de la gasolina y el diésel. Ahora, la moda ambiental son los vehículos eléctricos. La preocupación, en relación con los automotores basados en la combustión de combustibles fósiles, es la producción de CO₂, toda vez que corresponde al principal gas de efecto invernadero. Sin embargo, no puede perderse de vista que el sector alimenticio, entre otros, en particular el consumo de carne, tiene un significativo y mayor impacto en la generación de la huella de carbono que un vehículo automotor.
Así, por ejemplo, en el proceso de producir 113 gramos de carne de vacuno para consumo humano se genera una huella de carbono equivalente a las emisiones que produce un vehículo automotor a gasolina en más o menos 10 kilómetros de recorrido. Si se trata de carne de cordero, el impacto es aún mayor: el equivalente a 11,2 kilómetros de recorrido. El queso genera el equivalente a 6,4 km, el cerdo 4,8 km y el salmón 4 km. Lo cierto, es que muchos de nuestros alimentos diarios contaminan más que nuestro auto a gasolina.
Aun así, y frente a esta narrativa ambiental, el mercado de los vehículos ya dio el paso a los vehículos que no queman combustibles fósiles, sino que la energía proviene de una batería. En Bogotá, por ejemplo, se sigue avanzando en las medidas que procuran la entrada de más vehículos eléctricos o por los menos híbridos, desestimulando el uso de vehículos basados en combustibles fósiles. Los buses de Transmilenio cada vez más dan un paso hacia ese tipo de vehículos. La alcaldesa hace pocas semanas anunció como una significativa medida ambiental, la incorporación de una flota de buses eléctricos para la nueva empresa distrital de buses.
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Sin embargo, se pasa por alto que esas baterías son de litio y no son inocuas para el planeta. La extracción de este mineral -no renovable- comprende un grueso problema ecológico, pero también su reciclaje, el cual no tiene nada de sencillo. No lo es, porque “el proceso de tratamiento de las baterías de ion de litio como residuos es muy caro y apenas se recuperan el 50% de los componentes de las mismas. Además, el procedimiento para recuperar esos materiales es altamente contaminante y emite muchísimo CO₂.”
Se estima que la fabricación de un vehículo eléctrico produce una huella de carbono de más del doble de la que se genera en la fabricación de un vehículo a gasolina. Esta historia y narrativa ambiental, está aún incompleta y por escribirse y reescribirse, más de una vez.
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