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En Bogotá se ha vuelto costumbre el hallazgo periódico de cuerpos desmembrados empacados en bolsas de basura, que son depositados tanto en las rondas de ríos y caños como en zonas de alto tránsito vehicular, comercial y residencial. Desde 2019 se ha registrado la ocurrencia de estos actos barbáricos en al menos 3 de cada 4 de localidades de la ciudad.
Más cotidianas, pero no menos violentas, son las muertes por cuenta del sicariato. De acuerdo con la revisión de los registros de homicidios en la ciudad durante 2021, más del 40% fueron resultado de la acción de un sicario. También hacen parte del catálogo de muertes violentas los ataques contra miembros de la Policía Nacional y los asesinatos en crímenes comunes. La propia Alcaldesa ha elevado su voz de preocupación por este comportamiento.
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Frente al incremento de la violencia extrema funcionarios, analistas y ciudadanos se preguntan continuamente por los factores que han dado lugar a este fenómeno intensificado desde 2019.
Más allá de prejuicios y preconcepciones, los análisis documentales de esos hechos en un horizonte temporal amplio permiten observar la conjunción entre tráfico de drogas y crimen como motor de la violencia extrema, detonada por ajustes de cuentas, disciplina criminal, luchas por el control de territorios y mercados.
Ejemplo de esto es la recuperación truncada del área de María Paz en Kennedy por la resiliencia de las bandas locales de narcos. Asimismo, las masacres, artefactos explosivos y sicariato que caracterizan la batalla entre organizaciones criminales en Usme y Ciudad Bolívar. Incluso el poderío de violencia y control territorial que desarrollaron en poco tiempo las autodenominadas primeras líneas.
Esta realidad no es ajena a un número considerable de ciudadanos. En marzo de 2022, la firma de investigación Invamer en su Poll 148 encontró que el 74% de los encuestados se opone a legalizar el tráfico y el consumo de drogas. Un resultado que a lo largo de 11 años ha presentado un comportamiento similar.
La visión ciudadana está llena de lógica, cuando la venta de drogas llega a las calles de sus barrios y toca a la puerta de sus casas se traduce rápidamente en asesinatos, extorsiones, constreñimientos, reclutamientos para el crimen, destrucción económica y familiar, entre otras tragedias.
Contrasta la claridad de la mayoría de los ciudadanos en relación con el daño estructural causado por los traficantes y por las drogas a sus familias y comunidades, con el estancamiento de la acción institucional contra esta amenaza de la mano de un falso dilema entre legalización y lucha contra el crimen.
Mientras que analistas y políticos hacen cuentas alegres sobre la desaparición inmediata del crimen gracias a la legalización - cuyas condiciones mínimas están lejos de existir-, en las calles ciudadanos inocentes, policías e inmigrantes indocumentados sufren el rigor de la violencia criminal.
Dado este panorama que tiende a empeorar, es necesario emprender una acción diferencial que no descarte la lucha contra el delito, sino que la complemente con acciones en salud pública y cooperación internacional, a partir de una amenaza central a combatir: el poder criminal.
Para esto hay que abandonar la persecución de los consumidores. Una acción que además de injusta es ineficaz, ya que no hay capacidades operativas posibles que ofrezcan resultados bajo esa aproximación. En este frente es mejor multiplicar las acciones de prevención del consumo y tratamiento de consumos problemáticos, hoy escasas.
En paralelo hay que masificar el desmantelamiento de bodegas de almacenamiento de narcóticos, locales de distribución y estructuras de comercialización. El robustecimiento de las capacidades de inteligencia e investigación criminal, así como su coordinación para la persecución en los ámbitos físico y cibernético son claves en este frente.
También es necesario avanzar en la comprensión estratégica del crimen. Hay que reconocer que las actividades criminales en la ciudad -extorsión, contrabando, falsificación, trata de personas, tierreros, hurto, receptación y control socioeconómico de comunidades- se dinamizan y fortalecen por cuenta del negocio local de narcóticos. Debilitar el microtráfico requiere una acción simultanea contra todos.
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Finalmente, la vieja herramienta siempre subutilizada. Es necesario actuar en el ámbito del lavado de activos y la financiación del crimen. Para esto las capacidades nacionales de la Unidad de Información y Análisis Financiero - UIAF - deben bajar a lo local y actuar contra los pilares del negocio criminal: el flujo de caja, las dinámicas de pago y la reinversión de las ganancias. Solo así se podrá debilitar la corrupción, que es la hermana trilliza del crimen y la violencia.
Desatender el daño causado por el microtráfico en las ciudades mientras se discuten análisis teóricos sobre la desaparición causal del crimen vía legalización es dejar a ciudadanos e instituciones a la suerte de los criminales.
Debilitar a los traficantes urbanos de drogas es la herramienta más eficaz con que contamos para proteger la vida y la integridad de quienes habitan en la ciudad.
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