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Según datos de los censos, que de emergencia hizo el DANE en la pandemia, en las ciudades capitales de Colombia hay casi 34.000 habitantes de calle, de los cuales el 80% son adultos. En Bogotá se registran 9.000, en aumento por la llegada de desplazados por la violencia rural y los migrantes extranjeros.
Para las cuentas electoreras, la ciudadanía callejera sería, por cantidad, equiparable con colectivos con participación democrática efectiva como los barristas del fútbol o los mototaxistas, etc. Sin embargo, tanto para la sociedad como para los gobiernos, son ciudadanos de segunda. Y más desde la proliferación del narcomenudeo en zonas suburbanas, que los hizo víctimas de la discriminación inherente a las políticas prohibicionistas, generadas por la guerra contra las drogas.
En su buena fe, los programas y centros de atención conciben la inclusión socio laboral de la gente en calle, como un proceso terapéutico. Apuntan a fortalecer la personalidad de los individuos, culpando de sus fracasos a la fragilidad de las voluntades de cambio, pero nunca aceptando la habitabilidad en calle como una manera de vivir la ciudad.
Esto los lleva a estar sin ayuda para construir su dignidad ciudadana y menos en democracia participativa. Es decir, que tengan sus veedurías, que elijan sus ediles, sus concejales o sus representantes, porque hasta los funcionarios más progresistas los asumen incompetentes para tomar decisiones civiles, haciendo caso omiso de su derecho a voz y voto en las decisiones comunales.
La realidad excede las interpretaciones y caracterizaciones que las instituciones hacen de la población callejera. Muchos son resultantes de alguno de los modos del desamparo, pero sabemos de “ñeros” con títulos universitarios: de músicos de conservatorio, que en mejores tiempos integraron grandes orquestas; gentes con experticias insólitas; famosos de otrora, como príncipes caídos en desgracia, que han sido víctimas de algún sortilegio fantástico, como en los cuentos de hadas.
Entre los indómitos, dignos de casta “ñera”, destaco a mi parcero Javier Ardila, ‘Manotas’, como se le conoce en el ruedo. Ya lo he citado en columnas anteriores, porque es mi fuente fidedigna en los aconteceres undergraund. Me lo topé en un evento de raperos, que había en lote del extinto Bronx, y me contó que había votado en las elecciones parlamentarias. Aproveché para picarle la lengua y enterarme de cómo se mueve la cosa política entre la parcería.
Asegura Manotas, que mucha gente de calle, en política, es de derecha. En especial la “ñeramenta” de tradición pordiosera, que los que dicen “una limosnita por amor a Dios… Dios la bendiga por el chocolate… Dios pa’cá y pa’llá” – los remeda despectivamente –. “Son voluntariamente siervos de un amo inexistente, que idealizan e imitan. Entonces, como su amo ideal, dicen que van por Fico, defienden a Uribe Vélez y hasta le agradecen al alcalde Peñalosa que haya acabado con el Cartucho y el Bronx, aunque desterrados vivan errantes y peor que antes”, dice.
Y agrega Manotas: “Y, estamos los ñeros verdaderos, los que asumimos la calle con dignidad; profesionales del rebusque; duros pa’l retaque, pa’l recicle, pa’l truquito y la maroma. Los que no repetimos como cotorras lo que dicen los telenoticieros, porque instintivamente no le comemos carreta a la institucionalidad. Y, aunque desconfiamos de políticos y gobernantes, reconocemos lo bacana que fue con nosotros la alcaldía de Gustavo Petro, en la atención en salud y sobre todo, porque le quitó a los capos de la basura parte del negocio, para dárnoslo a los recicladores callejeros”.
Le pregunto si la gente de calle vota a conciencia y me responde burlón: “la ñeramenta vota para mantener las apariencias, porque en las unidades de atención los incentivan a veces y les ponen transporte. En la calle, los que portan la cédula venden el voto a algún politiquero de los Sanandresitos. ¡Ay del que los tuerza! Esos son chachos siempre armados. A mí, las veces que he votado, me remuerde la conciencia, porque sé que la política es torcida y los habitantes de calle no somos electores significativos”.
“Los jóvenes a cada rato están vendiendo o empeñando la cédula. Ni las instituciones, ni las ONG se han ocupado en formarnos como ciudadanos participativos. En elecciones, sobre todo de concejales y los grupos religiosos, que nos reparten alimentos, aprovechan para invitarnos a votar por sus candidatos. Los duros comerciantes de San Victorino, esos si van al grano”.
“Pero le digo una cosa, en estas elecciones ha pasado algo raro. Cómo ya le dije, la manipulación de que nos volveremos como Venezuela y que los del Pacto Histórico son ateos y satánicos, sigue calando en mucha gente. Usted ve afiches del tal Fico en vitrinas y en las camionetas y, claro, la ‘ñeramenta’ se pone la camiseta. Pero esta vez, también hay mucha gente con Petro. Mire el montón de carretas de vendedoras ambulantes con sus carteles y a esos, se lo aseguro, nadie les paga”, hablaba con entusiasmo, como sintiéndose el reportero de un suceso importante.
“Antes de que nos encontramos – contó- me pateé una discusión entre los del combo Hip Hop, que organizaba el concierto. Uno de los raperos tenía una gorra de Rodolfo Hernández y se la montaron. ¿Qué cómo así? ¿Qué rapero y con propaganda de un hijueputa que dice que admira a Hitler? Lo confrontaron duro y el pelao terminó quitándose la cachucha. Creo que en este gobierno se descararon los uribistas. El presidente Duque es una boleta y la gente pobre, podrá ser ignorante pero no huevona. En serio, creo que se le está perdiendo el miedo al cambio”.
Cuando me despedí de Manotas observé en la Plaza de la Mariposa la publicidad de los diferentes candidatos pegada en las ventanas, en los postes, en los puestos de ventas ambulantes, en los vidrios de los carros, a vuelo de pájaro, en ese populoso sector de Bogotá la contienda la va ganando Petro y Francia.