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Como no soy hincha de fútbol constante se me había olvidado la tremenda energía social que irradian los colectivos identificados con un equipo de fútbol. Por samario, de niño el equipo de mis afectos fue el Unión Magdalena, máxime cuando a la edad de diez años sentí la emoción de su única estrella como campeón en 1969, pero dejé de pararle bolas al Unión por el manejo que le da su propietario Eduardo Dávila, al que le importa más usar el equipo como parapeto de sus maromas ilícitas que corresponder al fervor de la ciudadanía.
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Cuando me vine a estudiar a la Capital y me hice bogotano por adopción, volví a asistir a un estadio, al Campín, acompañando a una novia, hincha furibunda del Independiente Santa fe, y le cogí cariño a ese equipo, además por sus cracks legendarios: Alfonso Cañón, Ernesto Días, El tren Valencia y extranjeros Panzutto, Gottardi y más reciente Omar Pérez.
Del fútbol internacional ni se me pasa por la cabeza el ir por algunos de esos súper equipos de Europa y de por estos lares, en los mundiales voy por la selección Colombia y si no está, por Brasil que desde México 70 es para mí el paradigma del juego bonito.
La noche del sábado 24 de junio, Millonarios y Nacional jugaron en el Campín la final del campeonato de mitad de 2023. Cuando empezó el partido yo estaba en casa de una familia en la urbanización Pablo VI, por supuesto la transmisión de la final anuló la visita y yo opte por irme para mi casa.
Ya en la calle se escuchaban los cánticos de las barras de los dos equipos en el estadio, pero también se oían desde el parque Simón Bolívar donde instalaron pantallas para que vieran el partido los 20.000 que no alcanzaron a entrar al estadio.
Cuando llegué a la calle 53 con carrera 30 alcancé a sentir la exhalación de tristeza que provenía tanto del estadio como de las viviendas circunvecinas, del Transmilenio, de las esquinas, porque el visitante, el contenedor clásico, el Atlético Nacional metió el primer gol y con eso ya tenía la estrella en el bolsillo.
Vivo en Galerías que es el barrio dotado con tiendas y bares para atender a la entrada y a la salida de los que asisten a los partidos en el vecino estadio El Campin, allí me cimbroneó la explosión de Júbilo cuando Andrés Llinás, el defensa central de Millonarios empató el partido, volvió la esperanza y se sentía en el aire. Se irían a penaltis.
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La tienda del lado de mi casa, con el televisor prendido en la transmisión del partido, estaba repleta: hinchas de Nacional y Millonarios, con banderas, cornetas y camisetas de sus respectivos equipos, en el instante tenso, absortos en la definición desde el punto penal, sumidos en ese trance del cotejo cuyo desenlace, han decidido, unos conscientemente y otros inconscientemente, que les aporte un triunfo de tribu.
Y en efecto, cuando Larry Vásquez hace el gol que le da al triunfo al equipo local, al glorioso Millos, la alegría retumba, con cohetes pirotécnicos que estallan multicolores sobre el Campín, con cornetazos de los peatones y pitos de los carros, y agite de banderas, y abrazos y hurras y alegrías compartidas en abrazos y brindis. Es un sismo jubiloso que contagia la ciudad.
Son muchísimos los análisis sobre el fenómeno de masas que es el fútbol, sobre el poder globalizado de la FIFA, multinacional que ha hecho del fútbol un fenómeno económico y político, al colmo que constituye factor de identidad de ciudades y países, y, en alianza con el poder de los medios ha participado en decisiones de estado para el control de crisis sociales. Total que resulta redundante que le eche aquí más tinta al asunto.
Más bien, lo que me embarga es imaginar el que toda esa energía, todo ese poder del pueblo hincha del fútbol, pudiera encauzarse en hechos de otro fundamento. Por ejemplo, el lanzamiento de una gran novela, y los lectores en masa, con el mismo frenesí con el que asisten al estadio, festejan públicamente el goce de la lectura. O en hechos de índole política, como el usar esa energía arrolladora para validar una ley o una reforma que mejore su existencia.
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Nada más si los cien mil hinchas que se calcula que tiene el equipo Millonarios, con la alegría de sus cánticos se pusieran la camiseta y agitarán banderas en defensa de la reserva Van der Hammen, apabullarían a los urbanizadores como lo hacen con los jugadores e hinchas del equipo contrincante.
Pero esto es una fantasía, una ilusión utópica, porque ese riesgo ya lo han previsto los poderes en torno al fútbol. Hace rato que han sabido utilizar el poder enajenante del espectáculo futbolístico, logrando que el hincha, por más barra brava que sea, no alcance a visualizar sus potencialidades en otros planos distinto al de un equipo de fútbol.
Es un éxtasis con orientación específica: el abono a las necesidades espirituales que da el fútbol, lo recibe el hincha admirando al súper astro que lo representa en la cancha, con su habilidad y sus golazos. La catarsis, como un orgasmo colectivo y público, es el ganar un campeonato, las estrellas de su equipo son suyas también. Ganar un partido, ganar un campeonato son suficiente para reconocerse parte de un colectivo.
Ser hincha es para muchos el espacio en la comunidad que lo libra del anonimato en las ciudades gregarias. Orientar toda la energía de un barrista de futbol en causas distintas se salen del plano del placer. Imagínense que el establecimiento dejara al libre albedrío de los pueblos el encausar las potencialidades que subyacen en la energía del hincha futbolero.
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