Opinión: Regulación de las drogas en Colombia, un debate incompleto
El narcotráfico deteriora la seguridad, la convivencia y la estabilidad de Bogotá. La intención de regular las drogas nos obliga a vigilar la aprobación de normas realistas y disminuir el riesgo de que buenas intenciones nos lleven a un infierno.
César Andrés Restrepo F.
El Senado de la República y la Cámara de Representantes son escenario de una carrera contrarreloj para la regulación del uso adulto del cannabis, a través de tres reformas constitucionales (PAL 002/22C, 066/22C y 031/22S) y un proyecto de ley (108/22S), que delinean las condiciones en las cuales se va a ejercer dicho uso.
Las reformas propuestas parten de una narrativa que exige tomar el camino de la legalización a modo de “mea culpa”. Los auspiciadores de estas iniciativas consideran el aumento del impacto del narcotráfico en la sociedad, el medio ambiente, la economía y la institucionalidad como un fracaso nacional y apuestan por resolver la amenaza que representan las drogas a través de un entramado regulatorio amplio y complejo.
Esta pretensión de transformar la cultura y la estructura de la sociedad mediante la expedición de normas se soporta en experiencias de mercados locales en EE. UU. y Europa.
De estas han surgido nuevas narrativas que lamentan la perdida de ganancias económicas, determinan complicidades entre instituciones y crimen como resultado de la coerción, determinan como irrestricta la libertad individual de escoger y, la más reciente, definen a las drogas como sustancias no dañinas, incluso que contribuyen al desarrollo personal.
Debatir esos argumentos conduce a perderse en anécdotas, ahogando el espacio necesario para una discusión crítica, dirigida a identificar soluciones creativas y realistas para mitigar el daño de un asunto que nadie sensato y conocedor del problema puede considerar como superable.
Algunas experiencias internacionales documentan la complejidad del asunto. Por el lado positivo, es innegable la aparición de nuevas fuentes fiscales potenciales y la construcción de un mejor conocimiento de los consumidores locales, al tiempo que no hay evidencia de una explosión de consumo en jóvenes.
En el lado negativo, abundan consecuencias indeseadas. Aumento de la accidentalidad asociada al consumo, suicidios en jóvenes consumidores, más muertes por sobredosis, si nos referimos a personas. Barreras de acceso a la legalidad, poca capacidad de regular la calidad del producto y débil interacción con los consumidores, en lo institucional.
En los estados de Oregón, California y Colorado en EE. UU., paradigmas de los mayores entusiastas de la regulación, ya se evidencian efectos negativos de la legalización en relación con criminalidad dura, relocalización de bandas y consumidores foráneos en sus jurisdicciones e incremento de crímenes en consumidores habituales para financiar el consumo.
En Colombia los citados proyectos proponen licencias estándares ambientales y de producción, acceso diferencial por edad, lineamientos para comercialización, publicidad y lugares de uso, bases de datos sobre uso, caracterización del usuario y trazabilidad del producto. Asimismo, lineamientos de salud pública, educación, medio ambiente, comercio e impuestos, omitiendo los asuntos de justicia y seguridad.
Estas propuestas desconocen las capacidades institucionales instaladas, las realidades geográficas y sociales, así como las condiciones de mercado del país y del mundo. Una muestra de esto es la intención de controlar el consumo de drogas en menores de edad por efectos de un mercado regulado, en una sociedad que normalizó el consumo de tabaco y alcohol de los niños y adolescentes –también prohibida–, y desestimó su impacto catastrófico en el tejido social, la convivencia, la salud física y mental.
Poner las esperanzas en reglas que no consultan la realidad convierte al remedio propuesto en una enfermedad peor y nos aleja de una reflexión realista respecto a las acciones necesarias para mitigar el impacto de las drogas en la convivencia y la salud de los individuos. Un desafío que está demostrado solo se puede atender con una combinación de estrategias de salud pública, educación, industriales, justicia y aplicación de la ley.
Prueba de esto es Portugal, paradigma de éxito referido permanentemente por los defensores de la regulación. Ese país estructuró una ruta de 10 años que combinaba medidas coercitivas y de salud pública, haciendo una transición calculada hacia un enfoque en esta última. Un proceso de maduración de cambio social, no un salto al vacío con una sombrilla y la esperanza de que aguante la caída.
La regularización está lejos de ser la fórmula para enfrentar sistemas criminales impulsados por la producción, distribución y comercialización de narcóticos. La transformación de un mercado ilícito en licito, bajo la premisa de alta regulación y control, exige la existencia de un aparato de aplicación de la Ley robusto y con capacidad amplia de despliegue. ¿A caso existe un incentivo real para que los narcotraficantes se inscriban en el registro mercantil y paguen el impuesto de renta a personas jurídicas?
La mitigación de los efectos causados por las drogas no depende de la buena voluntad de quien las ofrece ni de valores humanos del consumidor. Si de instituciones con capacidades de castigar a quien transgreda las normas, atender a los afectados por el consumo y concientizar a la sociedad sobre el impacto que estas tienen en la salud social, económica e institucional del país.
El Senado de la República y la Cámara de Representantes son escenario de una carrera contrarreloj para la regulación del uso adulto del cannabis, a través de tres reformas constitucionales (PAL 002/22C, 066/22C y 031/22S) y un proyecto de ley (108/22S), que delinean las condiciones en las cuales se va a ejercer dicho uso.
Las reformas propuestas parten de una narrativa que exige tomar el camino de la legalización a modo de “mea culpa”. Los auspiciadores de estas iniciativas consideran el aumento del impacto del narcotráfico en la sociedad, el medio ambiente, la economía y la institucionalidad como un fracaso nacional y apuestan por resolver la amenaza que representan las drogas a través de un entramado regulatorio amplio y complejo.
Esta pretensión de transformar la cultura y la estructura de la sociedad mediante la expedición de normas se soporta en experiencias de mercados locales en EE. UU. y Europa.
De estas han surgido nuevas narrativas que lamentan la perdida de ganancias económicas, determinan complicidades entre instituciones y crimen como resultado de la coerción, determinan como irrestricta la libertad individual de escoger y, la más reciente, definen a las drogas como sustancias no dañinas, incluso que contribuyen al desarrollo personal.
Debatir esos argumentos conduce a perderse en anécdotas, ahogando el espacio necesario para una discusión crítica, dirigida a identificar soluciones creativas y realistas para mitigar el daño de un asunto que nadie sensato y conocedor del problema puede considerar como superable.
Algunas experiencias internacionales documentan la complejidad del asunto. Por el lado positivo, es innegable la aparición de nuevas fuentes fiscales potenciales y la construcción de un mejor conocimiento de los consumidores locales, al tiempo que no hay evidencia de una explosión de consumo en jóvenes.
En el lado negativo, abundan consecuencias indeseadas. Aumento de la accidentalidad asociada al consumo, suicidios en jóvenes consumidores, más muertes por sobredosis, si nos referimos a personas. Barreras de acceso a la legalidad, poca capacidad de regular la calidad del producto y débil interacción con los consumidores, en lo institucional.
En los estados de Oregón, California y Colorado en EE. UU., paradigmas de los mayores entusiastas de la regulación, ya se evidencian efectos negativos de la legalización en relación con criminalidad dura, relocalización de bandas y consumidores foráneos en sus jurisdicciones e incremento de crímenes en consumidores habituales para financiar el consumo.
En Colombia los citados proyectos proponen licencias estándares ambientales y de producción, acceso diferencial por edad, lineamientos para comercialización, publicidad y lugares de uso, bases de datos sobre uso, caracterización del usuario y trazabilidad del producto. Asimismo, lineamientos de salud pública, educación, medio ambiente, comercio e impuestos, omitiendo los asuntos de justicia y seguridad.
Estas propuestas desconocen las capacidades institucionales instaladas, las realidades geográficas y sociales, así como las condiciones de mercado del país y del mundo. Una muestra de esto es la intención de controlar el consumo de drogas en menores de edad por efectos de un mercado regulado, en una sociedad que normalizó el consumo de tabaco y alcohol de los niños y adolescentes –también prohibida–, y desestimó su impacto catastrófico en el tejido social, la convivencia, la salud física y mental.
Poner las esperanzas en reglas que no consultan la realidad convierte al remedio propuesto en una enfermedad peor y nos aleja de una reflexión realista respecto a las acciones necesarias para mitigar el impacto de las drogas en la convivencia y la salud de los individuos. Un desafío que está demostrado solo se puede atender con una combinación de estrategias de salud pública, educación, industriales, justicia y aplicación de la ley.
Prueba de esto es Portugal, paradigma de éxito referido permanentemente por los defensores de la regulación. Ese país estructuró una ruta de 10 años que combinaba medidas coercitivas y de salud pública, haciendo una transición calculada hacia un enfoque en esta última. Un proceso de maduración de cambio social, no un salto al vacío con una sombrilla y la esperanza de que aguante la caída.
La regularización está lejos de ser la fórmula para enfrentar sistemas criminales impulsados por la producción, distribución y comercialización de narcóticos. La transformación de un mercado ilícito en licito, bajo la premisa de alta regulación y control, exige la existencia de un aparato de aplicación de la Ley robusto y con capacidad amplia de despliegue. ¿A caso existe un incentivo real para que los narcotraficantes se inscriban en el registro mercantil y paguen el impuesto de renta a personas jurídicas?
La mitigación de los efectos causados por las drogas no depende de la buena voluntad de quien las ofrece ni de valores humanos del consumidor. Si de instituciones con capacidades de castigar a quien transgreda las normas, atender a los afectados por el consumo y concientizar a la sociedad sobre el impacto que estas tienen en la salud social, económica e institucional del país.