Opinión: Un caos que no es teoría
El aumento del crimen, la violencia y las incivilidades son el resultado de una gestión pública débil, no su origen. Entender la inseguridad de la ciudad como el resultado de entornos deteriorados, servicios fallidos y desintegración comunitaria, es el primer paso para resolverla.
César Andrés Restrepo F.
Una conversación con ciudadanos sobre factores de inseguridad en la localidad bogotana de Suba realizada en la última semana dejó como conclusión que el estado general de las cosas en la ciudad se resume en una palabra: CAOS.
El resultado no fue sorpresivo. La tercera fase de la encuesta #MiVozmiCiudad de la organización “Bogotá Cómo Vamos” publicada en marzo de 2021 dejaba ver que solo el 21% de los encuestados consideraba que la ciudad iba por buen camino y apenas entre el 26% y el 28% contestaron estar satisfechos frente a preguntas relacionadas con la gestión de la administración y su integración en las soluciones que esta plantea a sus necesidades.
El ambiente de crispación que vive la ciudad es generalmente explicado a partir de los indicadores de delincuencia y crimen. Llama la atención que no haya debate sobre los factores que originan estos comportamientos. Aquellos donde se albergan las verdaderas soluciones.
No hay que hacer mucho esfuerzo para entender la inmensa incomodidad de los ciudadanos con el deterioro de sus entornos, la imposibilidad de disfrutar el espacio público, la ineficacia de los servicios y respuestas gubernamentales, así como la profundización del deterioro del tejido social por cuenta del aislamiento pandémico. Los ciudadanos hacen una relación permanente entre estos factores, el crimen y la violencia.
Entre los asuntos más comentados se encuentra la ocupación abusiva, la suciedad, destrucción y bloqueo del espacio público. La “privatización” del control del espacio público ha fortalecido mafias que debilitan la economía formal, explotan a los informales y abren espacios para las economías ilícitas, los delitos como la extorsión y el crédito gota a gota. En la ciudad parece imperar la ley del más fuerte, en la que quien tenga mayor capacidad de atemorizar o constreñir a sus vecinos es quien vence.
Lo anterior también es un motor de su ingobernabilidad. No solo privatizan las mafias, también los ciudadanos. Con la relajación del confinamiento parece haber desaparecido la cultura ciudadana sobre el uso abusivo de andenes y el cuidado del espacio urbano. Después de las cinco de la tarde cualquier esquina de la ciudad puede convertirse en un centro de reciclaje al aire libre con sus implicaciones sanitarias, de movilidad e inseguridad correspondientes.
De otra parte está la movilidad. Decisiones durante el confinamiento pensadas para una ciudad que no volvería a la normalidad, hacen de los corredores viales lugares propicios para el hampa. Adicionalmente, son fuentes crecientes de conflictos entre conductores y peatones, convirtiendo los viajes a lo largo de la ciudad en una actividad de altísimo riesgo. Las reglas de la movilidad se han vuelto tan borrosas que hasta la exclusividad de los carriles del transporte masivo parecen haber proscrito.
Más allá de estos hitos visibles, la montaña de trámites y las múltiples remisiones entre autoridades han convertido a la cotidianidad de los bogotanos en una realidad plagada de obstáculos invisibles para el ejercicio de sus actividades, el gozo de los servicios institucionales, por no hablar de justicia y restitución de derechos.
Mientras que los gobiernos local y nacional hacen anuncios de grandes apoyos para reactivación económica y regreso a la normalidad, los ciudadanos se quejan porque no tienen acceso a estos, casi siempre terminando en señalamientos de corrupción. En este sentido, más que un imaginario colectivo sobre robos y desfalcos, la realidad corresponde a gobiernos que no verifican las rutas de acceso y la eficacia de entrega de los recursos y soluciones ofrecidas.
Al respecto, no serán pocos los que indicarán que este panorama era anterior al de la administración actual. Dicho raciocinio tiene dos errores: escudarse en el pasado para exculpar la incapacidad del presente y desconocer la urgencia de agilizar la respuesta en un contexto con necesidades desbordadas. No importa el pasado, el presente requiere acción efectiva.
Si bien es clave hacer observación permanente del comportamiento de la criminalidad, las soluciones a la sensación ciudadana de desamparo y desconfianza no están en esa dimensión.
Espacio público ordenado, manejo adecuado de basuras y reciclaje, administración del tráfico urbano, gestión del impacto territorial de obras de desarrollo urbano, trámites y atención al ciudadano, son apenas algunas de las áreas que no se evalúan permanentemente para resolver las preocupaciones urgentes de los ciudadanos.
La ciudad es un sistema complejo en el cual la desatención de una dimensión conlleva a desajustes con efectos inesperados en otras que no parecen conectadas e impactos catastróficos en el proyecto urbano de futuro.
Mejorar la seguridad en el largo plazo depende estrechamente de atender con urgencia aquellas cosas que facilitan el caos urbano deteriorando la vida cotidiana de la ciudad.
Una conversación con ciudadanos sobre factores de inseguridad en la localidad bogotana de Suba realizada en la última semana dejó como conclusión que el estado general de las cosas en la ciudad se resume en una palabra: CAOS.
El resultado no fue sorpresivo. La tercera fase de la encuesta #MiVozmiCiudad de la organización “Bogotá Cómo Vamos” publicada en marzo de 2021 dejaba ver que solo el 21% de los encuestados consideraba que la ciudad iba por buen camino y apenas entre el 26% y el 28% contestaron estar satisfechos frente a preguntas relacionadas con la gestión de la administración y su integración en las soluciones que esta plantea a sus necesidades.
El ambiente de crispación que vive la ciudad es generalmente explicado a partir de los indicadores de delincuencia y crimen. Llama la atención que no haya debate sobre los factores que originan estos comportamientos. Aquellos donde se albergan las verdaderas soluciones.
No hay que hacer mucho esfuerzo para entender la inmensa incomodidad de los ciudadanos con el deterioro de sus entornos, la imposibilidad de disfrutar el espacio público, la ineficacia de los servicios y respuestas gubernamentales, así como la profundización del deterioro del tejido social por cuenta del aislamiento pandémico. Los ciudadanos hacen una relación permanente entre estos factores, el crimen y la violencia.
Entre los asuntos más comentados se encuentra la ocupación abusiva, la suciedad, destrucción y bloqueo del espacio público. La “privatización” del control del espacio público ha fortalecido mafias que debilitan la economía formal, explotan a los informales y abren espacios para las economías ilícitas, los delitos como la extorsión y el crédito gota a gota. En la ciudad parece imperar la ley del más fuerte, en la que quien tenga mayor capacidad de atemorizar o constreñir a sus vecinos es quien vence.
Lo anterior también es un motor de su ingobernabilidad. No solo privatizan las mafias, también los ciudadanos. Con la relajación del confinamiento parece haber desaparecido la cultura ciudadana sobre el uso abusivo de andenes y el cuidado del espacio urbano. Después de las cinco de la tarde cualquier esquina de la ciudad puede convertirse en un centro de reciclaje al aire libre con sus implicaciones sanitarias, de movilidad e inseguridad correspondientes.
De otra parte está la movilidad. Decisiones durante el confinamiento pensadas para una ciudad que no volvería a la normalidad, hacen de los corredores viales lugares propicios para el hampa. Adicionalmente, son fuentes crecientes de conflictos entre conductores y peatones, convirtiendo los viajes a lo largo de la ciudad en una actividad de altísimo riesgo. Las reglas de la movilidad se han vuelto tan borrosas que hasta la exclusividad de los carriles del transporte masivo parecen haber proscrito.
Más allá de estos hitos visibles, la montaña de trámites y las múltiples remisiones entre autoridades han convertido a la cotidianidad de los bogotanos en una realidad plagada de obstáculos invisibles para el ejercicio de sus actividades, el gozo de los servicios institucionales, por no hablar de justicia y restitución de derechos.
Mientras que los gobiernos local y nacional hacen anuncios de grandes apoyos para reactivación económica y regreso a la normalidad, los ciudadanos se quejan porque no tienen acceso a estos, casi siempre terminando en señalamientos de corrupción. En este sentido, más que un imaginario colectivo sobre robos y desfalcos, la realidad corresponde a gobiernos que no verifican las rutas de acceso y la eficacia de entrega de los recursos y soluciones ofrecidas.
Al respecto, no serán pocos los que indicarán que este panorama era anterior al de la administración actual. Dicho raciocinio tiene dos errores: escudarse en el pasado para exculpar la incapacidad del presente y desconocer la urgencia de agilizar la respuesta en un contexto con necesidades desbordadas. No importa el pasado, el presente requiere acción efectiva.
Si bien es clave hacer observación permanente del comportamiento de la criminalidad, las soluciones a la sensación ciudadana de desamparo y desconfianza no están en esa dimensión.
Espacio público ordenado, manejo adecuado de basuras y reciclaje, administración del tráfico urbano, gestión del impacto territorial de obras de desarrollo urbano, trámites y atención al ciudadano, son apenas algunas de las áreas que no se evalúan permanentemente para resolver las preocupaciones urgentes de los ciudadanos.
La ciudad es un sistema complejo en el cual la desatención de una dimensión conlleva a desajustes con efectos inesperados en otras que no parecen conectadas e impactos catastróficos en el proyecto urbano de futuro.
Mejorar la seguridad en el largo plazo depende estrechamente de atender con urgencia aquellas cosas que facilitan el caos urbano deteriorando la vida cotidiana de la ciudad.