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(Opinión) ¿Una nueva seguridad ciudadana?: discusión nacional de impacto local

Desmantelar la institucionalidad de seguridad en un contexto de violencia y deterioro de la seguridad y la lucha contra el crimen representa un inmenso riesgo para la vida y las libertades de los ciudadanos.

César Andrés Restrepo F.
17 de agosto de 2022 - 01:10 a. m.
Vigilancia por parte de la fuerza pública en la vía Bogotá-Briceño, para garantizar la movilidad durante el paro camionero.
Vigilancia por parte de la fuerza pública en la vía Bogotá-Briceño, para garantizar la movilidad durante el paro camionero.
Foto: Óscar Pérez
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En su primera semana de gobierno, el presidente Petro y la coalición del Pacto Histórico confirmaron que un punto de honor con sentido de urgencia es el desmonte de la estructura de seguridad que condujo al país a las menores tasas históricas de homicidio y la casi eliminación del secuestro.

Si bien esto se ha justificado como una necesidad para superar una fractura entre instituciones y ciudadanos, en el fondo deja ver sentimientos de revancha y desconfianza hacia los cuerpos de seguridad que condujeron a las FARC a negociar, debilitaron la violencia y el crimen, y consolidaron las garantías que permitieron a la antigua oposición ser hoy en día gobierno nacional y local.

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La sola posibilidad de que el proceso de desmonte y resignificación del sistema de seguridad esté movido por emociones de ese tipo, dadas las implicaciones y efectos que puede tener para la vida, los derechos y las libertades, lo convierte en un asunto del mayor interés para cada colombiano.

Hasta ahora se aprecian iniciativas –gubernamentales, legislativas y de autoridades locales– que buscan impulsar la puesta en marcha de cambios estructurales y doctrinarios, rediseño del mando, creación de nuevos actores de seguridad, redefinición de la inteligencia, resignificación del servicio, transformación de los roles de los actores de la seguridad, redefinición de incentivos, entre otros.

De todas estas, la más visible ha sido el rediseño de la cúpula militar y policial. Si bien este es un proceso ordinario en esas instituciones, en esta oportunidad significó el paso a retiro de 52 oficiales generales, dando lugar a una cirugía generacional de la Fuerza Pública. Más que un debilitamiento institucional, en la práctica esta decisión significa la apropiación integral del comportamiento de la violencia, la conflictividad social y el fortalecimiento criminal por el nuevo gobierno. No hay lugar para disculpas en la eventualidad de un fracaso.

Con menos visibilidad, pero más importancia, están las iniciativas de crear nuevos cuerpos de seguridad que no responden a un mando unificado o la intromisión de actores sin estándares profesionales, doctrinarios o jurídicos en la verificación, diseño y acompañamiento de actividades asociadas a la seguridad y la aplicación de la Ley, como los propuestos por el partido Comunes y el Informe Final de la Comisión de la Verdad.

Por otro lado, están las ordenes que se convierten en incentivos perversos para el servicio. Que la materialización de un acto criminal o violento sea un factor de riesgo profesional y jurídico para un miembro de la fuerza pública es un gran anuncio para la tribuna y un pésimo augurio para la seguridad. Las dudas deben abundar entre los uniformados, que deben cumplir sus funciones constitucionales sin las capacidades ni el respaldo jurídico necesario. Quienes no dudarán serán los criminales, que ahora tienen herramientas para debilitar las instituciones de manera granular.

Esto último no es una exageración. El redireccionamiento de la inteligencia hacia la lucha contra la corrupción, debilitará el proceso estratégico de toma de decisiones, aumentará la vulnerabilidad de los organismos de seguridad frente a actores internos y externos, afectará el diseño de las operaciones y su ejecución confiable, y disparará los riesgos de que esta se torne en arma política. La delincuencia tendrá más espacios para la apropiación social y económica de los territorios.

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A esto se suma el desmonte de unidades especializadas como el ESMAD, la denegación de la asistencia militar o incluso el pedido de alcaldes de comandancias operativas civiles en sus jurisdicciones, para no hablar de las coordinaciones con organizaciones de seguridad de todas las especies. Un amplió menú de riesgo jurídico, operativo y personal que puede terminar dejando a la policía “estacionada” y a los ciudadanos a merced del crimen.

Al ser la vida, los derechos y las libertades de todos los ciudadanos lo que está en juego, es necesario que la transformación de la seguridad y la defensa nacional sea un proceso lento y cuidadoso, que no tenga restricciones para la reflexión y el arrepentimiento. Por ahora, estamos en manos de que quienes intervengan el diseño institucional entiendan una de las máximas de la gestión de la seguridad en Colombia: Divide y fracasarás.

Bogotá es una ciudad especialmente susceptible a los ajustes o desajustes de la estrategia nacional de seguridad, dados los efectos que tienen en su dinámica urbana, la desatención de factores de riesgo criminales, la desestabilización de entornos contiguos y la presión migratoria –interna e internacional– que pone a prueba la capacidad de respuesta local.

Por tal razón, es necesario que la Alcaldesa Mayor se asegure de que ninguna decisión nacional desmonte el esfuerzo en desarrollo para resolver los desafíos de seguridad y convivencia de la ciudad.

Asimismo, que ciudadanía, gremios y líderes locales observen con atención la redefinición del servicio de seguridad ciudadana, para que el resultado final no sea un monstruo de Frankenstein que nos aleje del anhelo de estabilidad, imperio de la ley y seguridad que todos los ciudadanos compartimos.

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