Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La carrera séptima no es la vía más importante de Bogotá; es la vía más importante del país. Ha estado ligada íntimamente a la historia de Colombia desde antes de la llegada de los españoles, pues por ella los Muiscas traían la sal a esta Bacatá. Por ella entró, el 10 de agosto de 1819, Simón Bolívar con su ejército libertador ondeando la bandera de la república. Es la que nos reconoce como bogotanos, la que nos une, en la que nos manifestamos, nos encontramos y la que recorremos en fechas tan emblemáticas como por ejemplo la temporada de diciembre para contemplar el alumbrado de la ciudad.
En la que, como tenía que ser, se inició hace 49 años el espacio de recreación más querido y utilizado por quienes aquí vivimos, la ciclovía dominical, hoy seriamente amenazada con desaparecer por la inminente implementación de un proyecto llamado Corredor Verde, que no es otra cosa que un sistema de transporte masivo que por sus iniciales en inglés: BRT, Bus rapid transit es como se conoce éste que en Bogotá es nuestro Transmilenio.
El asunto es que este Corredor Verde a partir de la calle 92 hacia el sur, en palabras de la alcaldesa Claudia López, “por sentido lógico lo que cabe en 73 metros en la calle 106, ya no cabe en 33 metros en la calle 93″. Pero el problema no es solamente de espacio, es también del carácter, de usos y de la historia de la vía; de eso no se habla.
El del espacio, se considera resuelto. ¿Cómo? Ojo a este galimatías. Aboliendo del todo el tráfico mixto entre las calles 94 y 86, 82 y 76, 72 y 70A , 68 y 66, 54 y 53, 52 y 51, 39 y 36; limitándolo en el sentido norte sur a un solo carril en los tramos entre las calles 86 y 85, 76 y 72, 69 y 68, 63 y 60, 55 y 54, 49 y 47, 46 y 45, 43 y 39; y cambiando el sentido de la Séptima en el costado occidental, haciéndolo de sur a norte, siempre con un solo carril compartido con los peatones, en los tramos entre las calles 86 y 85, 76 y 75, 66 y 65, 56 y 55, 51 y 49, 45 y 43.
Para poner un ejemplo puntual, esto hace que quienes residen en edificios situados en el costado sur de la calle 94 entre las carreras novena y séptima y el conjunto que está sobre la carrera séptima entre la 94 y la 92 del costado occidental de la séptima (cerca de 150 familias) solamente tengan como opción para salir de ellos, tomar el puente que sobre la séptima los conduciría a la Circunvalar hacia el sur. No hay de otra. De ahí para adelante, a donde quiera que vayan, ¡qué Dios los favorezca!
Lo anterior lleva a la lección contraria que le oí hace muchas décadas al gran urbanista catalán Oriol Bohigas, director del plan de ordenamiento de Barcelona para los Juegos Olímpicos de 1992, en una conferencia impartida en la Universidad Nacional. Jamás se me olvidará: “el tráfico es como los ríos; si no lo canalizas te inunda”. De risa, en Bogotá preferimos convertir las calles de la localidad de Chapinero en una inundación que solidificar la canalización existente desde siempre.
Lo que tiene que ver con la historia, el carácter y, si se quiere, el alma de la vía, ese definitivamente no cuenta, de ese no se habla. Y, en lo que a la ciclovía se refiere, el silencio es elocuente: la palabra ciclovía no aparece en los prepliegos, lo que hace pensar que tampoco aparecerá en los pliegos, como definitivamente debería ser si es que se quisiera conservar. Lo anterior, amén del derecho de petición al que me referí en carta publicada en El Espectador en días pasados.
Agrego a esos argumentos una cuenta simple: en el año 1974, cuando se creó la ciclovía, en la séptima se le dedicó la calzada oriental con sus tres carriles y Bogotá tenía tres millones de habitantes. Es decir un millón de potenciales usuarios por carril. Se ha sugerido que se dedicarán los dos carriles orientales (tráfico mixto) del Corredor Verde para la ciclovía dominical. De ser así, de los ocho millones que aquí vivimos, cuatro millones tendríamos potencialmente derecho a un carril para patinar, montar en bicicleta o caminar los domingos y festivos. Es decir, la cuarta parte de lo que se concibió hace casi 50 años. ¿Habrá ciclovía? No lo duden, seguirán diciendo que sí. Qué importa, en poco tiempo Claudia López estará preparando su campaña presidencial mientras los directivos del IDU estarán subiendo y bajando escaleras en la Contraloría.
Conscientes de la estrechez de la séptima para hacer funcionar el BRT, objetivo primigenio del proyecto, se propone armar en estos 33 metros un todo que incluye: el Transmilenio con sus estaciones, ciclorruta, andenes, dos carriles de tráfico mixto sur-norte. Parques intercalados y verde, mucho verde, 8000 árboles nuevos y profusas jardineras a la vez que limitar de manera drástica el tráfico mixto en el sentido norte-sur en el sector comprendido entre la calle 92 y la Calle 28. Y la alcaldesa está convencida de que esto se logra desapareciendo con palabras el sistema: “No vamos a hacer una troncal Transmilenio, pero sí vamos a hacer un corredor verde como este”, dice mientras muestra la imagen de un parque.
Y no es que nos opongamos al cambio; las ciudades son seres vivos que cambian permanentemente. Definitivamente, el verbo congelar no se cotiza en el urbanismo, pues las ciudades son una expresión cultural; son el producto de una acción colectiva y no se requiere ser arquitecto o urbanista para sentir la pérdida de identidad sufrida por la intromisión que se nos propone o para percibir la desaparición de lugares que se constituyen en puntos de referencia.
Sólo pedimos que estos cambios no lleven consigo la destrucción y el irrespeto, que es lo que considero se quiere hacer en el mal llamado Corredor Verde. Pues, con la implementación del Transmilenio anunciado, entre otras, se está despersonalizando la Séptima y se menoscaba el interés de la comunidad, que va más allá de reducir a doña Gladys, don Juan y doña Elsa su desplazamiento al trabajo en 40 minutos, objetivo que bien se puede lograr mediante otro medio de transporte colectivo distinto al BRT.
Si yo fuera doña Elsa, o don Juan, no me sentiría cómodo reduciendo en 40 minutos el tiempo de mi viaje al trabajo, sabiendo que el costo que se pagó para lograrlo fue, entre otras, la pérdida de un lugar emblemático para los ocho millones de personas que aquí vivimos y quienes nos visitan. Apostaría a que doña Elsa y su familia no cambiarían esos 40 minutos “ganados” por, por ejemplo, la pérdida para toda la ciudad de la ciclovía de la Séptima, para hablar de un solo componente de los que se perderían con la propuesta que se nos presenta.
No me sorprendería que doña Gladys, en El Codito, tenga una hija que con unos esfuerzos enormes esté pagando su carro –entre otras, para minimizar los riesgos de la calle– y que trabaje en el centro de Bogotá.
Es innegable que la cobertura vegetal, el verde en las ciudades, plantado con criterio técnico y estético, garantiza una mejor calidad de vida. Eso no quiere decir que, por ejemplo, a mayor cantidad de árboles por habitante en una ciudad se tengan mejores condiciones ambientales, climáticas y de salubridad. Esa es una unidad de calidad ambiental y paisajística que jamás he visto en un libro de arquitectura del paisaje, y llevo décadas estudiando el tema. Es tan equivocado el cálculo que en una ciudad fría y húmeda (80 % de humedad relativa) como Bogotá, con bajas horas de brillo solar al día, de cuatro a cinco según el IDEAM, es posible que sea más el daño que estos 8.000 árboles aportarán a la ciudanía que el bien que se da por hecho.
En Bogotá, en ningún caso, la disposición de los árboles debe impedir la llegada de los rayos solares. Digo esto porque uno de los argumentos más repetidos para demostrar las bondades del proyecto propuesto es que se sembrarán 8.000 nuevos árboles sobre la Séptima. Tampoco ayudan a mejorar la seguridad de la ciudad, uno de nuestros grandes clamores, pues el mejor aliado de la delincuencia es la oscuridad y la sombra. Y, claro, está la afectación que estos árboles pueden hacer a las fachadas que los enfrentan.
Ahora, ¿quién dijo que un proyecto paisajístico necesariamente tiene que llevar vegetación? ¿Alguien se imagina la plaza principal de Villa de Leyva, uno de nuestros más emblemáticos paisajes urbanos en Colombia, con árboles y jardineras? ¿O la misma Plaza de Bolívar en Bogotá? Tal vez el barrio más visitado y fotografiado en postales y por turistas locales o extranjeros en Bogotá es La Candelaria. Sus calles no tienen un solo árbol, como tampoco lo tienen las emblemáticas calles de los poblados que hoy hacen parte del Paisaje Cultural Cafetero, patrimonio de la humanidad. Para dar sólo un par de ejemplos.
Sin duda en el espacio público bien se puede considerar la plantación de árboles y jardineras, pero tampoco pueden estas limitar la disposición del suelo, lugar de circulación y encuentro que tanto se pregona para el Corredor Verde. No se puede calificar de “espacio libre” el ocupado por materas, césped y jardineras por encima de vías peatonales abiertas al paseo y la contemplación.
Ahora, por la inmediatez que tiene la Séptima con los Cerros Orientales, no dudo en afirmar que es el sector de la ciudad con mejores calidades de aire; a eso sumémosle que la Rolita que por ahí rodaría no emitirá ningún tipo de residuos contaminantes.
Mejor haría la administración sembrando estos 8000 árboles en las laderas del sur occidente de Bogotá, francamente amenazadas por sus calidades ambientales y estabilidad de los suelos por falta de cobertura vegetal. Raro. Se prefiere sembrar árboles a donde pueden estorbar que donde hacen falta. Para el caso de los propuestos en el Corredor Verde, estos parecen más un accesorio dispendioso que se tiene que agregar. Así no es, la arquitectura vegetal tiene que ser parte de una unidad, concebida al mismo tiempo que el proyecto urbano, congruente en colores, proporciones, distancias, requerimientos funcionales y, claro, exigencias de cada especie. No hay en los prepliegos un plano en que se defina con precisión la plantación del material vegetal con su respectiva razón de ser. En el Documento técnico de soporte (DTS)[5] se plantean unas islas, con grupos de aproximadamente una docena de árboles de distintas especies, tamaños, colores y texturas. Islas que, dicho sea de paso, no aparecen en los planos del diseño de la vía. Lo que en estos aparece son filas continuas de círculos de distinto diámetro a todo lo largo del corredor, a veces en los separadores y otras en los andenes, eso sí, en terreno virgen, no existen redes de servicios públicos, ni áreas ni subterráneas: la dicha, el sueño realizado para cualquier paisajista urbano. Pero que no falten los árboles. ¡Cuidado! Se propone plantar 46 especies arbóreas a lo largo del corredor, en pequeños grupos, islas[6], distribuidos al parecer a todo lo largo de este, (imposible de comprobar porque no existe un plano de paisaje total).
También se propone la siembra de 115 especies de plantas de jardín que van desde el pasto kikuyo hasta la orquídea Masdevallia Blanca (tremendo salpicón. ¿Cómo se comerá este a la vista?). Queda claro que, en el proyecto presentado, se minimiza el rol de la vegetación cuando lo único que se busca es “ablandar” la piedra y el cemento, negando su protagonismo en la composición urbana integral.
Hay una sabia frase que sin excepción conocemos todos(as) los y las arquitectos(as), no de Colombia, del mundo. “Menos es más”, pronunciada por Ludwig Mies van der Rohe hace un siglo siendo cada día más necesaria.
No hay que ir muy lejos para conocer directamente un buen corredor verde, nuestro maravilloso Eje Ambiental de la avenida Jiménez de Quesada, la segunda vía en importancia histórica de la ciudad, pues fue la entrada a este altiplano desde el camino de Honda hasta donde llegaba la navegación que, por el Magdalena, entró al país. Diseñado con sobriedad por ese genio de la arquitectura que nos dio esta tierra, el gran Rogelio Salmona, lo calificaría como el más agradable y funcional espacio público de Bogotá. Está plantado principalmente con dos únicas especies vegetales: La Palma de Cera, nuestro árbol nacional, y el Pimiento Muelle, árbol nacional del Perú. Caminar por ahí es una absoluta delicia, disfrutando del sol de la mañana o de la tarde, de las armónicas fachadas patrimoniales que lo conforman o acompañados por la evocativa corriente de agua del rio San Francisco que corre bajo el sendero. Lo tiene todo: la historia, la luz, la sobriedad, la armonía de colores y texturas y, claro, el transporte público.
No lo vieron quienes incluyeron en los documentos puestos a disposición de los usuarios de la página web en la que nos muestran ejemplos internacionales de este tipo de proyectos.
Ejemplos que, dicho sea de paso, no son para nada comparables con los 22 kilómetros de arteria urbana que se nos propone, pues ninguno de estos pasa los 2,5 kilómetros de longitud y cinco de los ocho no llegan a un kilómetro.[1] En ninguno, el recorrido se comparte con un sistema de transporte masivo, cuatro carriles de tráfico mixto y una ciclorruta. Son todos ellos primordialmente recorridos peatonales. Es decir que el nombre que se utiliza para maquillar el Transmilenio no corresponde desde ningún punto de vista al de un Corredor Verde. Para decirlo sin eufemismos, el nombre es engañoso.
Los planos presentados
Lo primero que hay que decir es que no todos los planos de este tramo están en los archivos. Lo segundo es que están mal dibujados, pues no hay claridad en lo que se expresa, se mezcla demasiada información en ellos y hay puntos tan importantes que definitivamente están mal expresados, como los accesos desde la calle 82 y la calle 87 a la Séptima, que se leen como si fuera un puente que empieza en la calle y entrega en la Séptima hacia el norte.
No hay planos de las estaciones y los detalles constructivos presentados no son suficientes. Hay una ley de oro en arquitectura: más se sufre en la mesa de dibujo, menos se sufre en la obra. Y, en la obra, el sufrimiento se mide en pesos (léase, en centenas de millones) y en días de retraso (léase, en meses).
El cuadro de convenciones, el mismo en todos y cada uno de los planos, incluye 64 convenciones, de las cuales difícilmente hay más de diez de ellas en el plano. Como diría nuestro inolvidable Pacheco en la televisión: “¡Sesenta y cuatro! ¿Quiere cacao?”.
No sé qué profesión tenga el señor Juan Pablo Caicedo, gerente del proyecto, quien se presenta ante el respetable público, cuando expone con una media docena de imágenes de parques urbanos el tal vez más importante proyecto de movilidad y espacio público del siglo XXI para la ciudad, con la facha que va el domingo a un asadero a tomar cerveza con los amigos. Pero me queda claro que no sabe leer planos, pues se hubiera dado cuenta fácilmente de que los textos sobre los planos están invertidos con respecto a la información que hay en el membrete. Es decir, para corroborar la información que hay en cada uno de estos, toca girar la pantalla del computador cada vez.
Sin importar cuál sea el plano que se presente, todos los membretes son idénticos. Leyendo el membrete no se sabe qué sector de la vía se representa en el plano. ¿Y la interventoría? Ahí.
Termino con palabras de la alcaldesa Claudia López: “No solamente podemos diseñar la Séptima a quienes vivan en Rosales o el Chicó (agregaría el Codito, San Antonio y Lijacá); hay que diseñar la Séptima para que les sirva a todos”.
[1] Rothschild boulevard Tel aviv 800 mts, Montgomery Green Street, 300 mt Portland, Better Market Street, San Francisco 3.500 mts , Vester Voldgade, Copenhague 1.130 mts , Dexter Avenue, Seattle 2.4 kilómetros, Constitution Avenue, 2.5 kilómetros Canberra , Georgia Street, 350 mts Indianápolis, Allen Street, Nueva York 1.500 mts Manhatan, The Goods Line, Sydney 450 mts