Orlando Vargas, el guardián de Laguna Verde

De no ser por el lustroso espejo de agua de la laguna, el santuario natural del profesor Vargas pasaría inadvertido. Yace oculto entre la espesa vegetación, en su mayoría especies invasoras, de un sendero rural cercano al municipio de Zipacón. Hace ocho años, cobijado por el manto de la quietud, que solo concede la jubilación, Orlando Vargas decidió comprar ocho predios de la zona con el único fin de esculpirlos en la forma de un sueño remoto.

De no ser por el lustroso espejo de agua de la laguna, el santuario natural del profesor Vargas pasaría inadvertido. Yace oculto entre la espesa vegetación, en su mayoría especies invasoras, de un sendero rural cercano al municipio de Zipacón. Hace ocho años, cobijado por el manto de la quietud, que solo concede la jubilación, Orlando Vargas decidió comprar ocho predios de la zona con el único fin de esculpirlos en la forma de un sueño remoto.

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Por mucho tiempo, este biólogo de profesión, trabajó en procesos de restauración alrededor de Bogotá, en Cogua y en los bosques de El Agrado, en Huila. En paralelo, se desempeñó por más de dos décadas como profesor de la U. Nacional. Y aun cuando el hilo institucional trazaba el final de su carrera, con el cambio de estatus de empleado al de pensionado, tomó un segundo aire y decidió que era la hora de cumplirse el anhelo de liderar su propio proyecto de restauración.

Con su cabello cubierto de pequeñas flores amarillas, botas pantaneras y un atuendo liviano, el profesor rememora el conveniente golpe de azar que lo llevó hasta Laguna Verde. “Llegué de casualidad, porque sí pensaba comprar un predio, pero en San Francisco, donde tenía amigos”. Los planes cambiaron en un viaje por Chuzacá, mientras caminaba por un sendero, que hoy sirve de acceso al santuario y a otras casas vacacionales aledañas.

En el recorrido, uno de sus acompañantes mencionó que en medio de una capa verde de helechos, matas de café y árboles había una laguna. “Pero no veía ninguna. Al parecer estaba perdida”, recuerda. Bajo la promesa de adentrarse en la búsqueda de la laguna oculta, Vargas y quienes lo acompañaban buscaron al dueño del predio.

De manera cordial, el propietario les indicó que, en efecto, más allá de los matorrales, en la parte más baja del lote, había una laguna tapada por una maraña tupida de plantas acuáticas. Un pequeño charco de agua, oscuro y mal oliente fungía como vestigio de lo que en su momento fue una majestuosa laguna.

Recuperando la laguna

Obediente al sabio designio que lo llevó hasta ese lugar, Vargas tomó la decisión de cambiar el itinerario de sueños y reemplazar su idea de una finca en San Francisco por los ocho predios que acababa de conocer. Después de firmar los papeles de compra, que lo acreditaban como dueño del bosque y de la leyenda de la laguna perdida, comenzó el proceso más complicado. Por delante aguardaban labores de erradicación de especies invasoras, la recuperación del espejo de agua la reintroducción de los desplazados especímenes de flora autóctona. En principio las labores se concentraron a la orilla del cuerpo de agua, en donde la labor fue sencilla, al menos, respecto al trabajo laguna adentro.

Ya con algunos metros cúbicos de agua ganados al ejército de helechos invasores, al menos los suficientes para navegar, el docente adquirió un bote de plástico, azul celeste y de tres puestos, para adentrarse en las aguas ocultas. “Trabajar con especies invasoras es un proceso que requiere paciencia, porque hay que sacarlas y erradicarlas. Gracias a la canoa uno va sacando la materia orgánica superficial”.

Evidentemente, por más osadas que resultaran las aspiraciones preservadoras del profesor, un trabajo semejante no se puede hacer solo. Un grupo de tres obreros, vecinos del predio recién adquirido, aceptaron la misión de sumergirse en lo profundo de la laguna perdida.

Planta por planta, los encargados de limpiar el cuerpo de agua debían cortar la parte más baja del helecho invasor, incrustado en la laguna. Al hacerlo, la parte más baja, que es la raíz, se llenaba de hidrógeno hasta el punto de descomponerse y salir a flote, para luego ser recogida y amontonada con el resto del material.

Durante dos años Vargas y su equipo despejaron cerca de una hectárea. La red tejida de una tupida vegetación invasora se convirtió en un faro esmeralda de agua, que hacía realidad el mito de la laguna perdida, cuyo nombre más conveniente sería, a partir de entonces, Laguna Verde.

Pero aun con la labor cumplida, el profesor advierte lo quimérico que puede resultar la limpieza de un cuerpo de agua. Dada la cantidad de nutrientes que desprende la montaña, las especies invasoras no tardan mucho en recobrar el aire. “Toca estar limpiando para que el espejo de la laguna no se vuelva a cubrir. Algunas veces me he ausentado o dejado de venir ocho o diez días, y ya hay de nuevo un cúmulo considerable de especias para erradicar”.

Y ahí es cuando de nuevo el bote y los tres ayudantes se adentran para impedir que la laguna se convierta de nuevo en anécdota. Incluso, algunas veces, limitados por la densa capa de neblina sabanera que cubre por momentos la totalidad del santuario natural.

Simbiosis laguna-comunidad

En retribución por los cuidados de su guardián, la laguna otorga a quienes la limpian un maná de fertilidad único y potente. La materia orgánica que se extrae durante el proceso de radicación es un abono fértil, útil en las labores de compostaje. De hecho, la idea del profesor es adelantar procesos para que la comunidad pueda montar emprendimientos y vender este compostaje. “Se podría retribuir el material por las labores de extracción de las plantas invasoras. Así la comunidad está pendiente de que el espejo no se vuelva a tapar”, opina el profesor Vargas.

Ideas como esta son necesarias no solo para conservar el trabajo hasta ahora hecho. En los límites del predio, que ya no le pertenecen a Vargas, sino al municipio, hay una porción de agua que todavía está tapada. Actualmente hay conversaciones para desplegar inversiones y despejarla. El profesor está dispuesto, pero su voluntad debe ser complementada con la de los entes municipales. La CAR menciona que, en medio de su actuar administrativo, existen mecanismos para apoyar y buscar financiación para este tipo de iniciativas. El dinero, como en la mayoría de escenarios, se dibuja como el principal osbtáculo para extender el dominio acuático de la laguna.

Por supuesto, a quienes conviven armónicamente con este cuerpo de agua y ayudan con su preservación también les corresponde el valioso recurso del agua. Desde que fue recuperada tiene la capacidad de abastecer a un par de veredas aledañas. Aunque el caudal no llega a tener la pureza suficiente para ser potable, es posible utilizarlo para usos sanitarios y de índole agrícola. Por lo tanto, además de ser el corazón de un santuario lleno de plantas, tranquilidad y cielos abiertos, es un significativo reservorio para la comunidad.

Junto a la laguna, el profesor Vargas también se dedica a la restauración de especies nativas en el bosque aledaño. Antes de su llegada, y por muchos años, indujeron cultivos de café para impulsar la temprana economía de Yacopí y los municipios colindantes. Con las labores manuales, el trabajo pedagógico es el segundo pilar para que el legado de preservación trascienda en el tiempo.

Por ello, además de inducir 40 especies nativas al bosque de la laguna, el profesor construyó un sendero para que sus visitantes puedan conocer la belleza del bosque, como producto natural de los trabajos de restauración. En sus tiempos libres, en un salón improvisado en la segunda planta de su vivienda, Vargas da clases a los niños de las veredas sobre la importancia de continuar el legado de preservación.

Cuando el paso del tiempo aleje la existencia del profesor de la laguna, ellos tendrán el deber de despejarla e incluso recuperar el tercio de agua, más allá de los lindes del santuario, que aguarda por ser finalmente develado.

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