¿Otra Ciudad Salitre en el centro histórico?
El Distrito adelanta un proyecto ambicioso en materia de renovación urbana: la revitalización del centro tradicional, que podría poner en riesgo la historia del emblemático lugar.
Adriana María Suárez Mayorga*
La renovación urbana es un proceso que en la última década se ha visto ligado al “carácter estratégico y gerencial de la empresa privada”. Usualmente, este tipo de renovación se sustenta en la “la rehabilitación y la protección patrimonial”, conceptos que mal aplicados sirven para legitimar modificaciones sustanciales a un legado histórico que debería respetarse. La plasmación de esta definición en la traza produce lo que es conocido como “gentrificación”, fenómeno en donde el capital inmobiliario, financiero y comercial coloniza espacios que terminan generando un desplazamiento de la población que originariamente residía en las zonas de intervención.
Las ganancias obtenidas durante los procesos de renovación urbana se han presentado ante los ciudadanos —al igual que ante diversos organismos internacionales— como pruebas fehacientes de las bondades de la gestión político-administrativa implementada por determinado gobierno. A través de las ganancias económicas, la administración busca aumentar el respaldo, tanto interno como externo, a las acciones emprendidas en la ciudad. El resultado de politizar los procesos de renovación urbana no es alentador: modificar el espacio para cooptar adeptos en vez de hacerlo con el fin de fomentar el desarrollo sostenible de la metrópoli es una actitud que inevitablemente acaba sumiéndola en el caos.
La “revitalización” del centro bogotano que está en curso es un escenario inmejorable para reflexionar sobre estas cuestiones, porque suscita numerosos interrogantes acerca de la urbe que se pretende construir en los próximos años. La intención de convertir la carrera 7ª, desde el Capitolio hasta la avenida Jiménez, en un paseo comercial compuesto de anchas aceras pensadas estratégicamente para albergar las mesas de los restaurantes o cafés, flanqueado por edificios que en nada concilian con la arquitectura tradicional, pero, sobre todo, atravesado por un único carril destinado para la circulación de un supuesto tren ligero que tendrá la ardua función de transportar a las miles de personas que circulan por el sector, es una muestra incipiente de la magnitud de la obra que se quiere acometer.
Quizás más preocupante todavía es la idea de la Empresa de Renovación Urbana (consorcio que está a cargo de realizar algunos proyectos puntuales) de crear en la zona de San Bernardo —como lo expresó textualmente su director, el doctor Carlos Alberto Montoya— una Ciudad Salitre II, con edificaciones de gran altura en donde se armonizan los espacios comerciales con los habitacionales y culturales. Lógicamente, ambas propuestas están orientadas a convertir el centro capitalino en un ámbito altamente rentable, sin importar si esa rentabilidad está sustentada en una pauperización progresiva de los sectores aledaños a él que no se encuentran incluidos en el plan.
La intervención que se está acometiendo en esta parte específica de la ciudad concierne a todos los bogotanos, así no residan en sus inmediaciones. Interesarse por el tema no debe ser, por consiguiente, un asunto exclusivo de los especialistas (llámense urbanistas, arquitectos, historiadores, etc.), de la administración de turno o de quienes tienen intereses económicos en la transacción, sino de la ciudadanía en general que quiere que la transformación espacial sea para beneficio de todos y no de unos pocos.
La aserción anterior no niega la importancia de la planificación; sin duda se deben planificar las urbes, pero la prioridad al efectuar esta tarea no debe ser el capital sino el componente social: antes que enfatizar en la plusvalía que se obtenga gracias a la gentrificación, se debe pensar en el derecho de las personas que viven en las zonas intervenidas a permanecer en ellas, sin que eso signifique trastocar por completo sus tradiciones y la relación que a través del tiempo han fraguado con su entorno.
Igualmente, si bien es cierto que establecer un criterio único sobre lo que se puede considerar como patrimonio urbano es una labor delicada, también lo es que, en la medida en que se politice, puede ser en extremo perjudicial no sólo urbanísticamente hablando, sino también en lo concerniente a la preservación de la memoria histórica de una comunidad o, incluso, de un país. La renovación urbana no es, bajo ninguna circunstancia, acabar con el pasado; es enaltecerlo a través de su actualización en el presente teniendo en mente su papel de catalizador del desarrollo local.
* Historiadora, especialista en historia urbana de Bogotá, autora del libro La ciudad de los elegidos. Crecimiento urbano, jerarquización social y poder político. Bogotá, 1910-1950.
La renovación urbana es un proceso que en la última década se ha visto ligado al “carácter estratégico y gerencial de la empresa privada”. Usualmente, este tipo de renovación se sustenta en la “la rehabilitación y la protección patrimonial”, conceptos que mal aplicados sirven para legitimar modificaciones sustanciales a un legado histórico que debería respetarse. La plasmación de esta definición en la traza produce lo que es conocido como “gentrificación”, fenómeno en donde el capital inmobiliario, financiero y comercial coloniza espacios que terminan generando un desplazamiento de la población que originariamente residía en las zonas de intervención.
Las ganancias obtenidas durante los procesos de renovación urbana se han presentado ante los ciudadanos —al igual que ante diversos organismos internacionales— como pruebas fehacientes de las bondades de la gestión político-administrativa implementada por determinado gobierno. A través de las ganancias económicas, la administración busca aumentar el respaldo, tanto interno como externo, a las acciones emprendidas en la ciudad. El resultado de politizar los procesos de renovación urbana no es alentador: modificar el espacio para cooptar adeptos en vez de hacerlo con el fin de fomentar el desarrollo sostenible de la metrópoli es una actitud que inevitablemente acaba sumiéndola en el caos.
La “revitalización” del centro bogotano que está en curso es un escenario inmejorable para reflexionar sobre estas cuestiones, porque suscita numerosos interrogantes acerca de la urbe que se pretende construir en los próximos años. La intención de convertir la carrera 7ª, desde el Capitolio hasta la avenida Jiménez, en un paseo comercial compuesto de anchas aceras pensadas estratégicamente para albergar las mesas de los restaurantes o cafés, flanqueado por edificios que en nada concilian con la arquitectura tradicional, pero, sobre todo, atravesado por un único carril destinado para la circulación de un supuesto tren ligero que tendrá la ardua función de transportar a las miles de personas que circulan por el sector, es una muestra incipiente de la magnitud de la obra que se quiere acometer.
Quizás más preocupante todavía es la idea de la Empresa de Renovación Urbana (consorcio que está a cargo de realizar algunos proyectos puntuales) de crear en la zona de San Bernardo —como lo expresó textualmente su director, el doctor Carlos Alberto Montoya— una Ciudad Salitre II, con edificaciones de gran altura en donde se armonizan los espacios comerciales con los habitacionales y culturales. Lógicamente, ambas propuestas están orientadas a convertir el centro capitalino en un ámbito altamente rentable, sin importar si esa rentabilidad está sustentada en una pauperización progresiva de los sectores aledaños a él que no se encuentran incluidos en el plan.
La intervención que se está acometiendo en esta parte específica de la ciudad concierne a todos los bogotanos, así no residan en sus inmediaciones. Interesarse por el tema no debe ser, por consiguiente, un asunto exclusivo de los especialistas (llámense urbanistas, arquitectos, historiadores, etc.), de la administración de turno o de quienes tienen intereses económicos en la transacción, sino de la ciudadanía en general que quiere que la transformación espacial sea para beneficio de todos y no de unos pocos.
La aserción anterior no niega la importancia de la planificación; sin duda se deben planificar las urbes, pero la prioridad al efectuar esta tarea no debe ser el capital sino el componente social: antes que enfatizar en la plusvalía que se obtenga gracias a la gentrificación, se debe pensar en el derecho de las personas que viven en las zonas intervenidas a permanecer en ellas, sin que eso signifique trastocar por completo sus tradiciones y la relación que a través del tiempo han fraguado con su entorno.
Igualmente, si bien es cierto que establecer un criterio único sobre lo que se puede considerar como patrimonio urbano es una labor delicada, también lo es que, en la medida en que se politice, puede ser en extremo perjudicial no sólo urbanísticamente hablando, sino también en lo concerniente a la preservación de la memoria histórica de una comunidad o, incluso, de un país. La renovación urbana no es, bajo ninguna circunstancia, acabar con el pasado; es enaltecerlo a través de su actualización en el presente teniendo en mente su papel de catalizador del desarrollo local.
* Historiadora, especialista en historia urbana de Bogotá, autora del libro La ciudad de los elegidos. Crecimiento urbano, jerarquización social y poder político. Bogotá, 1910-1950.