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Como ocurre sin falta el último día de octubre, los niños salieron disfrazados a buscar tesoros en las calles mojadas de Bogotá. Sin embargo, el frío se apaciguaba cuando, sonrientes, corrían impulsados por el energizante efecto del azúcar. En medio de la lluvia venteada de la calle 85, que inundaba las cunetas y hacía rezongar a los adultos, cuatro niños indígenas y una madre cansada se dedicaban a pedir dulces.
Amalia caminaba detrás de sus hijos con un vestido de flores azules y boleros rojos. Marcela, con tan solo nueve años, lideraba la marcha. Ella era la única de los cuatro hermanos que hablaba español y por eso era la primera en abordar a los transeúntes. En una maleta rosada guardaba lo que le iban dando: pan, gaseosa, galletas, frutas. Dentro de una canasta de Halloween, que le habían regalado ese día, guardaba los dulces de todos.
Luz Milena, de seis años, caminaba delante de su mamá y detrás de su hermana mayor. Tenía puesto un disfraz de la mujer maravilla que, por lo corto y por el frío, la obligaba a llevar debajo un pantalón de pijama. No tenía zapatos y por eso caminaba saltando charcos y ondeando con alegría su vestido. Tenía el pelo negro hasta las orejas, un lunar sobre los labios gruesos, la nariz chata, los ojos grandes y un surco profundo entre la nariz y la boca.
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Detrás de las niñas iba Amalia, demasiado ocupada cuidando cuatro hijos y tratando de conseguir lo del mercado, como para liderar con tanto empeño aquella búsqueda. A pesar de sus 47 años, todavía tenía la ilusión de que entre los dulces que les daban a sus pequeños hubiese algo para ella. En la espalda llevaba el dolor del desplazamiento forzado, del que fue víctima tres años antes en el Putumayo; la amargura de saberse a la deriva, y a Jaider, el menor de sus hijos. El niño, de menos de un año, iba envuelto en una manta motosa y desgastada, adherido a la madre como una maleta.
Pasaban por la calle 85, a la altura de la carrera 16, cuando el domiciliario de un restaurante vio a las niñas correr. Salió y les preguntó si querían dulces. Marcela y Luz Milena se miraron y empezaron a saltar. Esperaron pacientes cerca de la puerta, mientras el repartidor se llenaba las manos con los confites del mostrador. Lo suficientemente dentro para escampar la lluvia y lo suficientemente fuera para evitar molestar a los clientes.
La escena fue más o menos así: las niñas estiraron las manos para recibir los dulces. El repartidor les dio tantos que tuvieron que hacer malabares para sostenerlos. Amalia, con Jaider en la espalda y sin articular palabra, le acercó al hombre un vaso de plástico en el que él depositó una moneda de quinientos.
Una señora bien abrigada clavó sus ojos en el menú para no tener que verlos. Una pareja de adultos mayores torció los ojos. Un hombre alto se revisó los bolsillos, pero tras la pantomima no les dio nada. Todos, al mismo tiempo, comían papas saladas y chicharrones grasos, en la presentación de un cono de helado.
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Cuando los dulces ya se habían repartido, Carlos, de cuatro años, apenas entraba al restaurante. Abrió la boca, sorprendido, al ver a sus hermanas con las manos llenas, pero la cerró de tajo cuando el repartidor pronunció las palabras más temidas por los niños, que crecen con hermanos: “Compartan. Ahí hay para todos”. Frunció el ceño, cerró los puños, se agarró con fuerza la camiseta amarilla con rayas azules, resopló y le pidió a su mamá que interviniera. Nadie hizo nada. Cuando estuvo a punto de llorar, su hermana rio y le pasó un puñado.
El niño se metió las chucherías dentro de los bolsillos y desde ese momento caminó agarrando con fuerza la tela de su pantalón, por miedo a que se le escaparan. Marcela, Luz Milena y Carlos jugaron a repartirse los mismos dulces de formas distintas. A intercambiarlos. A verlos sin comerse ninguno. Amalia, la madre, se enterraba la yema de los dedos en la espalda, en un intento fallido por aplacar el cansancio muscular.
—Se sufre mucho— dijo.
Sufre ella. Sufre su esposo en el centro tratando de vender artesanías. Sufren los niños que corren para vencer al frío. Sufren sus tíos que también llegaron huyendo de la violencia. Sufren los dos mil, casi tres mil indígenas embera que hoy habitan la ciudad. Sufren los cientos —o miles— que ni siquiera han sido caracterizados por la alcaldía.
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Amalia narraba la historia del desplazamiento de su familia, mientras caminaba detrás de sus hijos. Ellos, felices, saltaban charcos y se detenían a cantar a cambio de dulces en todos los locales por los que pasaban.
—Llegaron a la finca y nos “amanecieron”—contó Amalia. En realidad, quería decir que los “amenazaron”.
Hace tres años una de las disidencias de las Farc entró en la finca de Amalia, en el Putumayo. Los hombres la vieron recogiendo yuca, vieron a su esposo guadañando maleza y a los niños corriendo descalzos. Vieron los cerdos, los pollos y las gallinas. Vieron la casa hecha con guadua y esterilla. Vieron la ropa colgada, secándose con la luz del sol. Luego, se acercaron y les pidieron plata a cambio de protegerlos de los grupos armados. Amalia y su esposo pagaron y los hombres con fusiles se fueron.
Quince días después volvieron, pero esta vez la familia no tuvo cómo pagar. Los hombres armados agarraron los fusiles, mataron a todos los animales y se los comieron en un festín. Luego le apuntaron con una de esas armas al esposo y amenazaron con matarlo si al día siguiente no pagaba. Él miró a su esposa a los ojos. Amalia miró a los niños. Los niños no vieron nada.
—Entonces “vinieron” acá por miedo— Y “vinimos”, fue lo que quiso decir.
Amalia cuenta que ese día se fueron hasta Pasto en un camión. Allí estuvieron una semana, durmiendo en la calle y pidiendo limosna, hasta poder pagar el bus que los llevó hasta Ibagué. Cuando estuvieron allí repitieron la misma fórmula para llegar a Bogotá, pero esta vez se tardaron un mes en conseguir lo que costaban sus seis pasajes hasta la capital.
—Acá estuve siempre de buenas, pero se sufre mucho. Mucho frío. A veces no coger platica —contó Amalia en su español algo estropeado. También dijo que su esposo vendía artesanías en las calles del centro, pero que cada vez menos personas le compraban. Al final del día se encuentran todos para comer arroz con huevo en La Rioja, la Unidad de Protección Integral del Distrito, en la que viven.
Al terminar la historia, Amalia se sentó sobre el asfalto helado. Con delicadeza giró la manta motosa donde llevaba a su hijo hasta que logró ponérsela al frente, como una riñonera. El niño ni siquiera pestañeó. La madre estiró las piernas y se quitó los zapatos. Marcela, la mayor, dijo que estaba “amañada en Bogotá”, que le gustaba el clima, hablar en español, y que cuando llegaban a la casa siempre jugaba con sus hermanos.
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A Carlos también lo venció el cansancio. Se sentó y empezó a sacar dulces de sus bolsillos. Amalia le puso la mano en la frente y confesó que desde esa mañana el niño tenía fiebre, escalofríos y mocos. Horas antes, una señora que pasaba por allí le había regalado un Dolex, pero el efecto analgésico había desaparecido y otra vez empezaba a sentirse mal.
—A veces me aburro. Cuando pienso en la tierra me aburro, porque la extraño— dijo Amalia mientras le acariciaba la cabeza a Jaider, todavía dormido.
Amalia extraña su finca. Extraña sentarse en un lugar que le pertenezca. Extraña el olor de la tierra, sembrar plátano, maíz y yuca. Extraña sus marranos, sus pollos y sus hijos corriendo sin miedo. Extraña su casita de guadua, aunque fuera pequeña, aunque tuvieran poco, aunque también allí durmieran en el piso.
—Allá no tiene frío. Siempre está caliente.
Un hombre alto, con chaqueta y sombrilla, pasó por delante de los niños. Amalia le acercó el vaso de plástico. Carlos estiró las manos. Marcela lo saludó con cariño. Luz Milena le cantó la canción de Halloween que se acababa de aprender:
—Triki, triki, Halloween, unos zapatos para mí.
El hombre puso en el vaso unas monedas y siguió su camino. Todos los niños del sector pedían dulces y Milena, de apenas seis años, quería un par de zapatos. Quería dejar de mojarse los pies, poder subirse al Transmilenio sin que los adultos amenazaran con pisarla y completar por fin su disfraz de la mujer maravilla, que no camina descalza.
Amalia dijo que no quería volver a su casa porque ya no le pertenecía. Aseguró que no tenía un hogar al que pudiera regresar.
—Allá es muy peligroso. Se mata mucha gente. No hay para trabajar. No querer volver.
Marcela sacó hilos y chaquiras de la maleta rosada y se los entregó a su madre.
—Todavía está amanecido —dijo mientras tejía un pajarito de colores.
Todavía están amenazados, quiso decir.
En Bogotá hay cientos de niños indígenas en las calles, los asentamientos, los centros transitorios y las unidades de protección integral. La situación, compleja y enrevesada, no ha podido ser resuelta por el distrito ni por el gobierno nacional. Entretanto, muchos niños siguen durmiendo a la intemperie, pidiendo plata en las calles e incluso, decenas de ellos han fallecido a causa de la mala alimentación, infecciones y enfermedades respiratorias.
Hoy, no sabe sabe a ciencia cierta cuántos niños embera hay en Bogotá. La Secretaría de Gobierno dice que el censo fue realizado por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que asegura no tener el total de niños en la ciudad, sino la caracterización de los 97 que se encuentran en Procesos Administrativos de Restablecimiento de Derechos. Según el ICBF esta cifra estaría en manos de la Unidad de Victimas, que explica que este es un tema que le corresponde al distrito, en cabeza de la Secretaría de Gobierno. En este círculo infinito sin doliente es fundamental conocer la verdadera situación en la que se encuentra la niñez del pueblo embera en Bogotá, con el fin de proteger a los niños que llegaron a la capital del país sin elección.
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