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                                                                                                                                “Triki triki halloween, unos zapatos para mí”: el canto de niños indígenas en Bogotá

                                                                                                                                La Secretaría de Gobierno estima que hay entre 2.000 y 3.000 indígenas Embera en la capital del país. En este recorrido con sus hijos, Amalia Murillo cuenta por qué tuvo que dejar su casa y mudarse a Bogotá.

                                                                                                                                Daniela Villamarín Solorza

                                                                                                                                Redactora de “Género y Diversidad”
                                                                                                                                Foto de referencia. Indígenas asentados con cambuches de plásticos en el Parque Nacional de Bogotá.
                                                                                                                                Foto: Óscar Pérez
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Amalia caminaba detrás de sus hijos con un vestido de flores azules y boleros rojos. Marcela, con tan solo nueve años, lideraba la marcha. Ella era la única de los cuatro hermanos que hablaba español y por eso era la primera en abordar a los transeúntes. En una maleta rosada guardaba lo que le iban dando: pan, gaseosa, galletas, frutas. Dentro de una canasta de Halloween, que le habían regalado ese día, guardaba los dulces de todos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Pasaban por la calle 85, a la altura de la carrera 16, cuando el domiciliario de un restaurante vio a las niñas correr. Salió y les preguntó si querían dulces. Marcela y Luz Milena se miraron y empezaron a saltar. Esperaron pacientes cerca de la puerta, mientras el repartidor se llenaba las manos con los confites del mostrador. Lo suficientemente dentro para escampar la lluvia y lo suficientemente fuera para evitar molestar a los clientes.

                                                                                                                                La escena fue más o menos así: las niñas estiraron las manos para recibir los dulces. El repartidor les dio tantos que tuvieron que hacer malabares para sostenerlos. Amalia, con Jaider en la espalda y sin articular palabra, le acercó al hombre un vaso de plástico en el que él depositó una moneda de quinientos.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                La canasta de Halloween que le regalaron a los niños en uno de los establecimientos comerciales.
                                                                                                                                Foto: El Espectador

                                                                                                                                Le podría interesar: Compra de votos y otras irregularidades: esto dejó la jornada de elecciones según la MOE

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                                                                                                                                Cuando los dulces ya se habían repartido, Carlos, de cuatro años, apenas entraba al restaurante. Abrió la boca, sorprendido, al ver a sus hermanas con las manos llenas, pero la cerró de tajo cuando el repartidor pronunció las palabras más temidas por los niños, que crecen con hermanos: “Compartan. Ahí hay para todos”. Frunció el ceño, cerró los puños, se agarró con fuerza la camiseta amarilla con rayas azules, resopló y le pidió a su mamá que interviniera. Nadie hizo nada. Cuando estuvo a punto de llorar, su hermana rio y le pasó un puñado.

                                                                                                                                El niño se metió las chucherías dentro de los bolsillos y desde ese momento caminó agarrando con fuerza la tela de su pantalón, por miedo a que se le escaparan. Marcela, Luz Milena y Carlos jugaron a repartirse los mismos dulces de formas distintas. A intercambiarlos. A verlos sin comerse ninguno. Amalia, la madre, se enterraba la yema de los dedos en la espalda, en un intento fallido por aplacar el cansancio muscular.

                                                                                                                                —Se sufre mucho— dijo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Sufre ella. Sufre su esposo en el centro tratando de vender artesanías. Sufren los niños que corren para vencer al frío. Sufren sus tíos que también llegaron huyendo de la violencia. Sufren los dos mil, casi tres mil indígenas embera que hoy habitan la ciudad. Sufren los cientos —o miles— que ni siquiera han sido caracterizados por la alcaldía.

                                                                                                                                Foto de referencia. Indígenas en un campamento ubicado en el Parque Nacional de Bogotá.
                                                                                                                                Foto: Óscar Pérez

                                                                                                                                Lea también: Continúa incertidumbre por el paradero de Juan Andrés Tovar, de 15 años.

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —Llegaron a la finca y nos “amanecieron”—contó Amalia. En realidad, quería decir que los “amenazaron”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hace tres años una de las disidencias de las Farc entró en la finca de Amalia, en el Putumayo. Los hombres la vieron recogiendo yuca, vieron a su esposo guadañando maleza y a los niños corriendo descalzos. Vieron los cerdos, los pollos y las gallinas. Vieron la casa hecha con guadua y esterilla. Vieron la ropa colgada, secándose con la luz del sol. Luego, se acercaron y les pidieron plata a cambio de protegerlos de los grupos armados. Amalia y su esposo pagaron y los hombres con fusiles se fueron.

                                                                                                                                Quince días después volvieron, pero esta vez la familia no tuvo cómo pagar. Los hombres armados agarraron los fusiles, mataron a todos los animales y se los comieron en un festín. Luego le apuntaron con una de esas armas al esposo y amenazaron con matarlo si al día siguiente no pagaba. Él miró a su esposa a los ojos. Amalia miró a los niños. Los niños no vieron nada.

                                                                                                                                —Entonces “vinieron” acá por miedo— Y “vinimos”, fue lo que quiso decir.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Amalia cuenta que ese día se fueron hasta Pasto en un camión. Allí estuvieron una semana, durmiendo en la calle y pidiendo limosna, hasta poder pagar el bus que los llevó hasta Ibagué. Cuando estuvieron allí repitieron la misma fórmula para llegar a Bogotá, pero esta vez se tardaron un mes en conseguir lo que costaban sus seis pasajes hasta la capital.

                                                                                                                                —Acá estuve siempre de buenas, pero se sufre mucho. Mucho frío. A veces no coger platica —contó Amalia en su español algo estropeado. También dijo que su esposo vendía artesanías en las calles del centro, pero que cada vez menos personas le compraban. Al final del día se encuentran todos para comer arroz con huevo en La Rioja, la Unidad de Protección Integral del Distrito, en la que viven.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Al terminar la historia, Amalia se sentó sobre el asfalto helado. Con delicadeza giró la manta motosa donde llevaba a su hijo hasta que logró ponérsela al frente, como una riñonera. El niño ni siquiera pestañeó. La madre estiró las piernas y se quitó los zapatos. Marcela, la mayor, dijo que estaba “amañada en Bogotá”, que le gustaba el clima, hablar en español, y que cuando llegaban a la casa siempre jugaba con sus hermanos.

                                                                                                                                Le podría interesar: La tercera fue la vencida: Carlos Fernando Galán es el nuevo alcalde de Bogotá

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                                                                                                                                Foto: Óscar Pérez
                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                A Carlos también lo venció el cansancio. Se sentó y empezó a sacar dulces de sus bolsillos. Amalia le puso la mano en la frente y confesó que desde esa mañana el niño tenía fiebre, escalofríos y mocos. Horas antes, una señora que pasaba por allí le había regalado un Dolex, pero el efecto analgésico había desaparecido y otra vez empezaba a sentirse mal.

                                                                                                                                —A veces me aburro. Cuando pienso en la tierra me aburro, porque la extraño— dijo Amalia mientras le acariciaba la cabeza a Jaider, todavía dormido.

                                                                                                                                Amalia extraña su finca. Extraña sentarse en un lugar que le pertenezca. Extraña el olor de la tierra, sembrar plátano, maíz y yuca. Extraña sus marranos, sus pollos y sus hijos corriendo sin miedo. Extraña su casita de guadua, aunque fuera pequeña, aunque tuvieran poco, aunque también allí durmieran en el piso.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —Allá no tiene frío. Siempre está caliente.

                                                                                                                                Un hombre alto, con chaqueta y sombrilla, pasó por delante de los niños. Amalia le acercó el vaso de plástico. Carlos estiró las manos. Marcela lo saludó con cariño. Luz Milena le cantó la canción de Halloween que se acababa de aprender:

                                                                                                                                —Triki, triki, Halloween, unos zapatos para mí.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El hombre puso en el vaso unas monedas y siguió su camino. Todos los niños del sector pedían dulces y Milena, de apenas seis años, quería un par de zapatos. Quería dejar de mojarse los pies, poder subirse al Transmilenio sin que los adultos amenazaran con pisarla y completar por fin su disfraz de la mujer maravilla, que no camina descalza.

                                                                                                                                Amalia dijo que no quería volver a su casa porque ya no le pertenecía. Aseguró que no tenía un hogar al que pudiera regresar.

                                                                                                                                —Allá es muy peligroso. Se mata mucha gente. No hay para trabajar. No querer volver.

                                                                                                                                Marcela sacó hilos y chaquiras de la maleta rosada y se los entregó a su madre.

                                                                                                                                —Todavía está amanecido —dijo mientras tejía un pajarito de colores.

                                                                                                                                Todavía están amenazados, quiso decir.

                                                                                                                                Amalia teje un pájaro con chaquiras que después pone a la venta.
                                                                                                                                Foto: El Espectador
                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En Bogotá hay cientos de niños indígenas en las calles, los asentamientos, los centros transitorios y las unidades de protección integral. La situación, compleja y enrevesada, no ha podido ser resuelta por el distrito ni por el gobierno nacional. Entretanto, muchos niños siguen durmiendo a la intemperie, pidiendo plata en las calles e incluso, decenas de ellos han fallecido a causa de la mala alimentación, infecciones y enfermedades respiratorias.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hoy, no sabe sabe a ciencia cierta cuántos niños embera hay en Bogotá. La Secretaría de Gobierno dice que el censo fue realizado por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que asegura no tener el total de niños en la ciudad, sino la caracterización de los 97 que se encuentran en Procesos Administrativos de Restablecimiento de Derechos. Según el ICBF esta cifra estaría en manos de la Unidad de Victimas, que explica que este es un tema que le corresponde al distrito, en cabeza de la Secretaría de Gobierno. En este círculo infinito sin doliente es fundamental conocer la verdadera situación en la que se encuentra la niñez del pueblo embera en Bogotá, con el fin de proteger a los niños que llegaron a la capital del país sin elección.

                                                                                                                                Le podría interesar: Así quedaría el Concejo de Bogotá 2024-2027

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                                                                                                                                Foto de referencia. Indígenas asentados con cambuches de plásticos en el Parque Nacional de Bogotá.
                                                                                                                                Foto: Óscar Pérez
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Amalia caminaba detrás de sus hijos con un vestido de flores azules y boleros rojos. Marcela, con tan solo nueve años, lideraba la marcha. Ella era la única de los cuatro hermanos que hablaba español y por eso era la primera en abordar a los transeúntes. En una maleta rosada guardaba lo que le iban dando: pan, gaseosa, galletas, frutas. Dentro de una canasta de Halloween, que le habían regalado ese día, guardaba los dulces de todos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Pasaban por la calle 85, a la altura de la carrera 16, cuando el domiciliario de un restaurante vio a las niñas correr. Salió y les preguntó si querían dulces. Marcela y Luz Milena se miraron y empezaron a saltar. Esperaron pacientes cerca de la puerta, mientras el repartidor se llenaba las manos con los confites del mostrador. Lo suficientemente dentro para escampar la lluvia y lo suficientemente fuera para evitar molestar a los clientes.

                                                                                                                                La escena fue más o menos así: las niñas estiraron las manos para recibir los dulces. El repartidor les dio tantos que tuvieron que hacer malabares para sostenerlos. Amalia, con Jaider en la espalda y sin articular palabra, le acercó al hombre un vaso de plástico en el que él depositó una moneda de quinientos.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                La canasta de Halloween que le regalaron a los niños en uno de los establecimientos comerciales.
                                                                                                                                Foto: El Espectador

                                                                                                                                Le podría interesar: Compra de votos y otras irregularidades: esto dejó la jornada de elecciones según la MOE

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                                                                                                                                Cuando los dulces ya se habían repartido, Carlos, de cuatro años, apenas entraba al restaurante. Abrió la boca, sorprendido, al ver a sus hermanas con las manos llenas, pero la cerró de tajo cuando el repartidor pronunció las palabras más temidas por los niños, que crecen con hermanos: “Compartan. Ahí hay para todos”. Frunció el ceño, cerró los puños, se agarró con fuerza la camiseta amarilla con rayas azules, resopló y le pidió a su mamá que interviniera. Nadie hizo nada. Cuando estuvo a punto de llorar, su hermana rio y le pasó un puñado.

                                                                                                                                El niño se metió las chucherías dentro de los bolsillos y desde ese momento caminó agarrando con fuerza la tela de su pantalón, por miedo a que se le escaparan. Marcela, Luz Milena y Carlos jugaron a repartirse los mismos dulces de formas distintas. A intercambiarlos. A verlos sin comerse ninguno. Amalia, la madre, se enterraba la yema de los dedos en la espalda, en un intento fallido por aplacar el cansancio muscular.

                                                                                                                                —Se sufre mucho— dijo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Sufre ella. Sufre su esposo en el centro tratando de vender artesanías. Sufren los niños que corren para vencer al frío. Sufren sus tíos que también llegaron huyendo de la violencia. Sufren los dos mil, casi tres mil indígenas embera que hoy habitan la ciudad. Sufren los cientos —o miles— que ni siquiera han sido caracterizados por la alcaldía.

                                                                                                                                Foto de referencia. Indígenas en un campamento ubicado en el Parque Nacional de Bogotá.
                                                                                                                                Foto: Óscar Pérez

                                                                                                                                Lea también: Continúa incertidumbre por el paradero de Juan Andrés Tovar, de 15 años.

                                                                                                                                Amalia narraba la historia del desplazamiento de su familia, mientras caminaba detrás de sus hijos. Ellos, felices, saltaban charcos y se detenían a cantar a cambio de dulces en todos los locales por los que pasaban.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —Llegaron a la finca y nos “amanecieron”—contó Amalia. En realidad, quería decir que los “amenazaron”.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hace tres años una de las disidencias de las Farc entró en la finca de Amalia, en el Putumayo. Los hombres la vieron recogiendo yuca, vieron a su esposo guadañando maleza y a los niños corriendo descalzos. Vieron los cerdos, los pollos y las gallinas. Vieron la casa hecha con guadua y esterilla. Vieron la ropa colgada, secándose con la luz del sol. Luego, se acercaron y les pidieron plata a cambio de protegerlos de los grupos armados. Amalia y su esposo pagaron y los hombres con fusiles se fueron.

                                                                                                                                Quince días después volvieron, pero esta vez la familia no tuvo cómo pagar. Los hombres armados agarraron los fusiles, mataron a todos los animales y se los comieron en un festín. Luego le apuntaron con una de esas armas al esposo y amenazaron con matarlo si al día siguiente no pagaba. Él miró a su esposa a los ojos. Amalia miró a los niños. Los niños no vieron nada.

                                                                                                                                —Entonces “vinieron” acá por miedo— Y “vinimos”, fue lo que quiso decir.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Amalia cuenta que ese día se fueron hasta Pasto en un camión. Allí estuvieron una semana, durmiendo en la calle y pidiendo limosna, hasta poder pagar el bus que los llevó hasta Ibagué. Cuando estuvieron allí repitieron la misma fórmula para llegar a Bogotá, pero esta vez se tardaron un mes en conseguir lo que costaban sus seis pasajes hasta la capital.

                                                                                                                                —Acá estuve siempre de buenas, pero se sufre mucho. Mucho frío. A veces no coger platica —contó Amalia en su español algo estropeado. También dijo que su esposo vendía artesanías en las calles del centro, pero que cada vez menos personas le compraban. Al final del día se encuentran todos para comer arroz con huevo en La Rioja, la Unidad de Protección Integral del Distrito, en la que viven.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Al terminar la historia, Amalia se sentó sobre el asfalto helado. Con delicadeza giró la manta motosa donde llevaba a su hijo hasta que logró ponérsela al frente, como una riñonera. El niño ni siquiera pestañeó. La madre estiró las piernas y se quitó los zapatos. Marcela, la mayor, dijo que estaba “amañada en Bogotá”, que le gustaba el clima, hablar en español, y que cuando llegaban a la casa siempre jugaba con sus hermanos.

                                                                                                                                Le podría interesar: La tercera fue la vencida: Carlos Fernando Galán es el nuevo alcalde de Bogotá

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                                                                                                                                Foto: Óscar Pérez
                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                A Carlos también lo venció el cansancio. Se sentó y empezó a sacar dulces de sus bolsillos. Amalia le puso la mano en la frente y confesó que desde esa mañana el niño tenía fiebre, escalofríos y mocos. Horas antes, una señora que pasaba por allí le había regalado un Dolex, pero el efecto analgésico había desaparecido y otra vez empezaba a sentirse mal.

                                                                                                                                —A veces me aburro. Cuando pienso en la tierra me aburro, porque la extraño— dijo Amalia mientras le acariciaba la cabeza a Jaider, todavía dormido.

                                                                                                                                Amalia extraña su finca. Extraña sentarse en un lugar que le pertenezca. Extraña el olor de la tierra, sembrar plátano, maíz y yuca. Extraña sus marranos, sus pollos y sus hijos corriendo sin miedo. Extraña su casita de guadua, aunque fuera pequeña, aunque tuvieran poco, aunque también allí durmieran en el piso.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —Allá no tiene frío. Siempre está caliente.

                                                                                                                                Un hombre alto, con chaqueta y sombrilla, pasó por delante de los niños. Amalia le acercó el vaso de plástico. Carlos estiró las manos. Marcela lo saludó con cariño. Luz Milena le cantó la canción de Halloween que se acababa de aprender:

                                                                                                                                —Triki, triki, Halloween, unos zapatos para mí.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El hombre puso en el vaso unas monedas y siguió su camino. Todos los niños del sector pedían dulces y Milena, de apenas seis años, quería un par de zapatos. Quería dejar de mojarse los pies, poder subirse al Transmilenio sin que los adultos amenazaran con pisarla y completar por fin su disfraz de la mujer maravilla, que no camina descalza.

                                                                                                                                Amalia dijo que no quería volver a su casa porque ya no le pertenecía. Aseguró que no tenía un hogar al que pudiera regresar.

                                                                                                                                —Allá es muy peligroso. Se mata mucha gente. No hay para trabajar. No querer volver.

                                                                                                                                Marcela sacó hilos y chaquiras de la maleta rosada y se los entregó a su madre.

                                                                                                                                —Todavía está amanecido —dijo mientras tejía un pajarito de colores.

                                                                                                                                Todavía están amenazados, quiso decir.

                                                                                                                                Amalia teje un pájaro con chaquiras que después pone a la venta.
                                                                                                                                Foto: El Espectador
                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En Bogotá hay cientos de niños indígenas en las calles, los asentamientos, los centros transitorios y las unidades de protección integral. La situación, compleja y enrevesada, no ha podido ser resuelta por el distrito ni por el gobierno nacional. Entretanto, muchos niños siguen durmiendo a la intemperie, pidiendo plata en las calles e incluso, decenas de ellos han fallecido a causa de la mala alimentación, infecciones y enfermedades respiratorias.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Hoy, no sabe sabe a ciencia cierta cuántos niños embera hay en Bogotá. La Secretaría de Gobierno dice que el censo fue realizado por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), que asegura no tener el total de niños en la ciudad, sino la caracterización de los 97 que se encuentran en Procesos Administrativos de Restablecimiento de Derechos. Según el ICBF esta cifra estaría en manos de la Unidad de Victimas, que explica que este es un tema que le corresponde al distrito, en cabeza de la Secretaría de Gobierno. En este círculo infinito sin doliente es fundamental conocer la verdadera situación en la que se encuentra la niñez del pueblo embera en Bogotá, con el fin de proteger a los niños que llegaron a la capital del país sin elección.

                                                                                                                                Le podría interesar: Así quedaría el Concejo de Bogotá 2024-2027

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                                                                                                                                Por Daniela Villamarín Solorza

                                                                                                                                Comunicadora Social con énfasis en periodismo y producción audiovisual de la Universidad Javeriana. @Dvillamarinsdvillamarin@elespectador.com
                                                                                                                                Ver todas las noticias
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