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Con el intento de asesinato a Edison Ducuara, en el estadio “El Campín” el pasado cuatro de agosto, se ajustan al menos 20 años de violencia con potencialidad homicida en los estadios de Colombia, un comportamiento que está lejos de superarse por la sistemática falta de actuación para erradicarlo.
En 2002 un hincha fue apuñalado en el Pascual Guerrero de Cali. En el 2003 una papa bomba causó la muerte de un aficionado, de 17 años, en el estadio de Barranquilla. En 2004, disturbios entre aficionados en Medellín dejaron heridos con armas blancas. En 2005, Edixon Garzón fue asesinado en los corredores del estadio de Bogotá, en medio de una reyerta entre hinchas. Cada torneo durante dos décadas ha dejado un inventario de violencia en estadios o en sus entornos.
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¿Cuáles son las razones para que cada temporada de fútbol traiga un apuñaleado colgado del trofeo? La evasión sistemática de responsabilidades; la incomprensión del problema más allá de un evento particular; la indolencia social frente a un comportamiento inaceptable, y la falta de acciones que resuelvan el problema.
Dejar todo a los necesarios, pero insuficientes programas de diálogo con las barras, es una decisión que se sitúa entre la ingenuidad y la irresponsabilidad. Lo ocurrido en “El Campín” no debe ser un hecho más en una colección de infortunios, sino la oportunidad de hacer las cosas bien aprovechando la idea de una “nueva normalidad”. ¿Por dónde empezar?
El servicio de seguridad en los estadios debe ser privado dada la naturaleza y origen de las actividades allí desarrolladas. Que las empresas futbolísticas no provean seguridad a sus eventos impacta negativamente la disponibilidad de capacidades para la función de seguridad ciudadana. ¿Qué pasaría si todo negocio delegara sus responsabilidades de seguridad sobre la Policía?
En lo que tiene que ver con la promoción del comportamiento cívico y la gestión de la convivencia entre grupos de hinchas, 20 años de disturbios, destrucción y violencia son suficiente prueba del fracaso de esta visión. A veces parece que el objetivo de los servidores públicos en esta materia es mantener anestesiado el problema y no curarlo.
La violencia en los estadios es el producto de la influencia de la delincuencia local, la incapacidad de incorporar a los adolescentes como actores activos y productivos de la ciudad, así como la necesidad de estos de resolver el deterioro del tejido social y familiar que enfrentan a través de comportamientos tribales. No es posible enfrentar este escenario a partir de románticas y estériles mesas de negociación.
Es la apertura de espacios de inserción productiva y representación cívica de su comunidad lo que disminuirá el riesgo de desvío de organizaciones que representan muchas cosas más que el sentimiento por un equipo. La salida al problema no está en el barrismo, sino afuera de este.
También debe haber una reacción de la administración distrital. Dado su conocimiento de las débiles capacidades de seguridad en la ciudad, la Alcaldía debe definir un protocolo de servicios, estándares tecnológicos y mecanismos de coordinación entre seguridad pública y privada, que aumenten la capacidad de prevención, vigilancia, control y judicialización de los violentos en los estadios y sus entornos. Brindar un mejor servicio de seguridad pública en el entorno y verificar que los privados cuiden bien de sus clientes.
Por su parte, la Policía Nacional debe reforzar la investigación sobre los factores de riesgo que rodean el barrismo, incluidas las relaciones de este con dirigentes interesados en convertirlos en grupos de presión, incluso en asuntos ajenos al deporte. Adicionalmente, concientizar a los gobernantes sobre el daño que causa en la calidad del servicio de seguridad ciudadana y la reputación institucional la distracción de su misión en esta tarea privada.
Capitulo aparte aquí para los dueños del futbol, negociantes que reivindican su condición de privados para defender sus ganancias, pero reacios a asumir los costos y responsabilidades derivados de la pésima calidad de su producto. Frente a cada hecho violento o destructivo, estos renuncian a su responsabilidad descargándola en la sociedad, la fuerza policial, la justicia e incluso la prensa deportiva. Trasiegan impunes el caos del cual son responsables primarios.
Gobierno y sociedad deben exigir a la dirigencia futbolera que todo hecho violento ocurrido en sus eventos enmarque una responsabilidad subsidiaria de los clubes, la cual debe transformarse en directa, en la medida del incumplimiento de estándares y procedimientos de seguridad durante el periodo comprendido entre el acceso y la salida del aficionado del estadio.
De no actuar en este sentido, la violencia en los estadios y sus entornos continuará, contribuyendo al deterioro de la confianza de los ciudadanos y la competitividad de la ciudad.