Una tragedia y un descomunal esfuerzo: así aprendimos a conocer nuestros volcanes
En las últimas semanas, el país ha estado atento al volcán Nevado del Ruiz, que ya causó una catástrofe en 1985, un episodio que impulsó el estudio de los volcanes en Colombia. Hoy los conocemos con mucho detalle gracias al esfuerzo de una red de científicos que continuaron el trabajo de pioneras como Marta Calvache. Gracias a ellos, contamos con un sistema de monitoreo robusto y unas bases sólidas para prevenir desastres.
Daniela Quintero Díaz
Usualmente, cuando se les pregunta a los científicos por qué estudiaron lo que estudiaron, sus respuestas suelen tener de fondo palabras como la “curiosidad” o la “fascinación” por bichos o elementos que a pocos parecen llamarles la atención. Sus anécdotas contagian el deseo de resolver preguntas difíciles que terminan convirtiéndose, casi, en una obsesión.
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Usualmente, cuando se les pregunta a los científicos por qué estudiaron lo que estudiaron, sus respuestas suelen tener de fondo palabras como la “curiosidad” o la “fascinación” por bichos o elementos que a pocos parecen llamarles la atención. Sus anécdotas contagian el deseo de resolver preguntas difíciles que terminan convirtiéndose, casi, en una obsesión.
Pero preguntar por los principios de la vulcanología en Colombia implica pasar un trago amargo. Los primeros científicos colombianos que se dedicaron a estudiar los volcanes activos, uno de los enigmas más grandes de la naturaleza, no tuvieron tiempo de decidirlo. El nacimiento de la vulcanología en el país fue explosivo. Llegó de la mano de una tragedia. Quienes se volcaron a descifrar esa rama compleja de la geología estuvieron motivados, principalmente, por el deseo de que un desastre como el que ocurrió en Armero en 1985, tras la erupción del volcán nevado del Ruiz, no se repitiera. (Lea Elizabeth Kerr, la increíble vida en Colombia de una naturalista olvidada por la ciencia)
Trabajar con volcanes, en cualquier lugar del planeta, es enfrentarse a grandes incertidumbres. No se puede predecir el día, la hora ni el momento de una erupción. Cada volcán se comporta diferente, algunos con unas características más explosivas que otros. Y aunque la actividad volcánica genera unas señales de alerta, no hay ninguna certeza. “Se trata de interpretar todo lo que está pasando a kilómetros y kilómetros de profundidad. En el subsuelo todo es más complicado y hay gran cantidad de variables que influyen en su comportamiento”, explica María Luisa Monsalve, una de las primeras vulcanólogas de Colombia, quien todavía trabaja con volcanes en el Observatorio Sismológico y Vulcanológico de Manizales.
Por su parte, Marta Calvache, otra de las pioneras de la vulcanología en el país, agrega que “los seres humanos tenemos una visión muy corta del tiempo. Y los fenómenos naturales de tipo geológicos tienen otros tiempos. Eso hace que no nos preparemos de la forma adecuada”. Al volcán nevado del Ruiz, por ejemplo, solo lo hemos estudiado integralmente desde hace 37 años, cuando tiene alrededor de 80.000 años.
Cuando este volcán nevado, conocido antes como el “león dormido”, empezó a despertar luego de cientos de años de letargo, en Colombia no se hacía ningún tipo de monitoreo volcánico. “Pese a que Colombia se encuentra en el cinturón de fuego del Pacífico, una zona de intensa actividad volcánica, en el país no había ningún equipo ni instrumento para vigilancia de volcanes. No existía un Sistema Nacional de Gestión de Riesgo. Ni siquiera existía el concepto que hoy tenemos de amenaza, vulnerabilidad o exposición del riesgo”, explica Calvache.
Por eso, su trabajo, por el que es reconocida nacional e internacionalmente, fue dedicarse desde entonces a desarrollar y fortalecer el sistema de monitoreo y el estudio integral de las amenazas volcánicas del país, convirtiéndolo en un referente. En solo 37 años, Colombia pasó de no monitorear ningún volcán a monitorear todos sus volcanes activos en tiempo real. Se empezó a conocer la historia eruptiva de los volcanes, hacer mapas de amenaza y tratar de entender su comportamiento para plantear posibles escenarios eruptivos.
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Calvache llevaba poco tiempo como egresada de Geología de la Universidad Nacional y trabajaba en la Central Hidroeléctrica de Caldas en el área de geotermia (producir energía a renovable aprovechando el calor de la tierra), cuando el nevado del Ruiz se empezó a reactivar. Era diciembre de 1984 y varios sismos se sintieron alrededor del área de influencia del volcán. El cráter empezó a cambiar, a veces había azufre sobre la nieve y se reportaban ruidos. El volcán mostraba sus primeras manifestaciones.
El entonces Instituto Nacional de Investigaciones Geológico-Mineras(Ingeominas) —hoy Servicio Geológico Colombiano—, envió una comisión de geólogos al cráter del nevado a constatar qué era lo que estaba pasando. Se llamó la Comisión de Vigilancia del Nevado del Ruiz. En ese grupo estaba Alberto Núñez, también geólogo, que se había dedicado a investigar el origen geológico de distintos territorios. “Era febrero de 1985, y desde donde nos hospedábamos ya presenciábamos una capa de color amarillo. Al llegar a la cima encontramos que había una mancha de azufre sobre la nieve, un elemento químico de origen volcánico que está muy relacionado con la presencia de magma”, cuenta Núñez, quien llegó años después a la dirección del Ingeominas.
En junio, y ante la evidente inestabilidad del volcán, el país instaló la primera red de estaciones sísmicas alrededor del volcán nevado. “En ese momento empezó una maratón para estudiar la reactivación”, dice Núñez. Pero no eran condiciones fáciles. “Esas estaciones funcionaban como leer un periódico de ayer”, recuerda Gloria Cortés, geóloga y vulcanóloga, pupila de Calvache. Era alumna de pregrado cuando empezó a trabajar como estudiante asistente para atender la contingencia.
“Eran cuatro estaciones analógicas portátiles; es decir, se ponía un papel hoy, y 24 horas después se iba a recoger el registro (sismograma). Era como un electrocardiograma del volcán”, comenta. Analizar esa información a punta de lupa requería también varias horas de trabajo, e interpretar los registros sísmicos del volcán, que hasta ahora estaban conociendo, era todo un reto.
Tres meses después, un grupo de geólogos liderados por el Ingeominas y la Universidad de Caldas, entre los que también estaba Marta Calvache, inició la tarea titánica de elaborar el primer mapa de amenaza del volcán nevado del Ruiz. Arrancaron el 17 de septiembre y, el 7 de octubre, en un esfuerzo mancomunado, entregaron al Gobierno y al país la primera versión. El geólogo Núñez lo recuerda así: “Estábamos enfrentándonos a algo que nunca habíamos hecho con detalles. Todos estábamos aprendiendo. Pero le poníamos mucho entusiasmo. En 20 días hicimos un estudio que, ahora, con todo detalle, se hace en meses”.
La tragedia de noviembre de 1985 fue la confirmación de que las señales de alerta que habían enviado eran acertadas. En ese primer mapa, los territorios de Armero y otras localidades cercanas, como Mariquita, Honda, Ambalema y Chinchiná, estaban contemplados como zonas de amenaza alta ante una erupción. El mapa iba acompañado de un informe en el que también se leía que, ante un evento eruptivo, era 100 % probable que flujos de lodo descendieran por el río Lagunilla, poniendo en peligro a las poblaciones cercanas, como sucedió.
Lo que pasó esa noche del 13 de noviembre de 1985 fue muy doloroso para los vulcanólogos pioneros. Trabajar tanto y ver cómo, finalmente, ocurrió ese desastre...”, lamenta la vulcanóloga Cortés.
Al día siguiente a la erupción, Marta Calvache, junto a un grupo de científicos, tuvo que volver al cráter. Habían llegado nuevos equipos donados por Estados Unidos que debían instalarse. También tenían que tomar muestras del material que el volcán había expulsado, para recoger pistas sobre el tipo de explosividad del volcán y de lo que podría esperarse en futuras ocasiones. “Lo que pasó en el 85 fue una tragedia, pero también fue un catalizador de muchas cosas”, dice Calvache. Desde entonces se ordenó el diseño y la estructuración de una Política Nacional de Gestión de Riesgo de Desastres, se creó el Sistema Nacional de Prevención y Atención de Desastres y el Gobierno Nacional encargó al Ingeominas incluir en sus objetivos y misión estudiar todos los fenómenos geológicos que causaran amenaza.
Poco a poco se fueron creando los tres observatorios sismológicos y vulcanológicos del país. El primero, en Manizales, en el 86, luego de la erupción del nevado del Ruiz. El segundo, en Pasto, tras una erupción del volcán Galeras; y el tercero, en Popayán, ante una posible reactivación de los volcanes Puracé y Huila. Hoy, entre los tres observatorios, el país posee una red de más de 670 estaciones de monitoreo que registran la actividad de los volcanes en tiempo real. “La evolución ha sido gigantesca, y ha sido gracias al trabajo de científicas como Marta Calvache. Eso es lo que en este momento le asegura a uno que el servicio geológico va a dar información clave para tomar decisiones”, comenta Núñez.
Calvache era una de las dos únicas mujeres de su semestre cuando empezó a estudiar Geología. Pero, como pionera, fue también un referente para que muchas mujeres decidieran seguirle los pasos. “Yo la considero mi mentora. Nos enseñó a amar la vulcanología, a pesar de ser un trabajo tan arduo. A ver más allá de un sismograma o de un mapa de amenaza, la vida de miles de personas que están esperando que nosotros les demos esa información de forma clara y oportuna”, dice Gloria Cortés, que coordinó hasta hace un tiempo el Observatorio de Manizales.
“Nunca trabajé directamente con ella, pero sin duda es una persona que ha inspirado desde el ejemplo. Es una figura de referencia. Nos ha enseñado a guardar la serenidad en momentos de crisis, a ser cuidadosas en el lenguaje y la comunicación, a hacerse entender, aprender de los errores y logros y a manejar momentos de alta tensión y tan difíciles, como son las crisis volcánicas”, dice Natalia Pardo, vulcanóloga y directora del Departamento de Geociencias de la Universidad de los Andes.
“En estos 37 años hemos aprendido que no se trata solamente de producir la información científica o de mostrar un mapa. ¿Cuántas veces hay que decirlo para que una persona lo entienda? ¿La persona lo cree? ¿La persona está en capacidad de actuar?”, dice la científica Calvache. “Eso es, de verdad, la función social del conocimiento”. El reto, insiste, es que hoy, ante nuevos síntomas de incertidumbre, las personas, el Gobierno y los científicos demuestren que saben cómo actuar.
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