Einstein y la velocidad de la luz
Albert Einstein concibió en 1905 una teoría en la que el valor de la velocidad de la luz en el vacío no depende de la velocidad entre la fuente que emite la luz y el observador que la recibe. Fue una revolución: la velocidad de la luz es la única velocidad que no es relativa. Columna de opinión de Héctor Rago.
Héctor Rago*
¿Por qué la velocidad de la luz tiene el privilegio de ser inalcanzable? ¿Qué ocurrió en la historia para que esta velocidad adquiriera el status de constante universal? En 1676, el astrónomo danés Olaf Roemer, estudiando las apariciones y eclipses de las lunas de Júpiter, concluyó que la luz no viaja instantáneamente, sino que debía tener una velocidad cercana a 220.000 Km/seg. En 1728 James Bradley determinó un valor mucho más preciso. A mediados del siglo XIX, la descripción que James Clerk Maxwell realizaba de los fenómenos eléctricos y magnéticos arrojaba una consecuencia sorprendente: predecía la existencia de ondas electromagnéticas, campos eléctricos y magnéticos oscilantes que se propagan. Las ecuaciones permitían calcular la velocidad de estas ondas en términos de dos constantes experimentales. Al calcular (sí, calcular, no medir) el valor de esta velocidad, para sorpresa de Maxwell, resultó coincidir con la velocidad de la luz. La conclusión era inevitable: la luz es una onda electromagnética que se propaga a unos 300.000 Km/seg en el vacío.
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¿Por qué la velocidad de la luz tiene el privilegio de ser inalcanzable? ¿Qué ocurrió en la historia para que esta velocidad adquiriera el status de constante universal? En 1676, el astrónomo danés Olaf Roemer, estudiando las apariciones y eclipses de las lunas de Júpiter, concluyó que la luz no viaja instantáneamente, sino que debía tener una velocidad cercana a 220.000 Km/seg. En 1728 James Bradley determinó un valor mucho más preciso. A mediados del siglo XIX, la descripción que James Clerk Maxwell realizaba de los fenómenos eléctricos y magnéticos arrojaba una consecuencia sorprendente: predecía la existencia de ondas electromagnéticas, campos eléctricos y magnéticos oscilantes que se propagan. Las ecuaciones permitían calcular la velocidad de estas ondas en términos de dos constantes experimentales. Al calcular (sí, calcular, no medir) el valor de esta velocidad, para sorpresa de Maxwell, resultó coincidir con la velocidad de la luz. La conclusión era inevitable: la luz es una onda electromagnética que se propaga a unos 300.000 Km/seg en el vacío.
El electromagnetismo tiene encriptada una velocidad privilegiada, la de la luz.
En el sistema de Newton, en cambio, no aparece ninguna velocidad privilegiada. Toda velocidad es relativa a algo. La velocidad de un cuerpo no es una propiedad intrínseca del cuerpo, como sí lo es su masa o su carga eléctrica. La velocidad de un cuerpo depende de quien la mida.
Los físicos de la época se preguntaron respecto a cuál sistema de referencia la velocidad de la luz era 300.000 Km/seg. El prejuicio disfrazado de conocimiento los llevó a inventar al éter, un presunto medio cuyas vibraciones eran la luz, tal como las vibraciones del aire son el sonido. Sin embargo, había dos problemas: en primer lugar, como la velocidad de la luz es tan grande, el éter debía ser muy rígido, pero esta rigidez no parecía afectar el movimiento de los astros en el cielo. En segundo lugar, los experimentos para tratar de detectar el movimiento de la Tierra a través del éter fracasaban.
Una teoría que contenga una velocidad privilegiada, el electromagnetismo; y otra, la de Newton, en la que las velocidades sean irrelevantes porque depende de quien las mida, son incompatibles. Ambas teorías diferían escandalosamente en la manera como concebían las nociones de tiempo y espacio. Por eso el conflicto tenía como epicentro a la velocidad de la luz.
En los años finales del S. XIX y comienzos del XX el conflicto entre el sistema newtoniano y el electromagnetismo era inevitable. Todo permitía vislumbrar que la solución habría de representar una revolución en la física… y la solución vino de la mano de un joven de 26 años, que pronto sería ampliamente conocido.
Albert Einstein, que así se llamaba el joven, concibió en 1905 una teoría en la que el valor de la velocidad de la luz en el vacío no depende de la velocidad entre la fuente que emite la luz y el observador que la recibe. No podemos ver a un rayo de luz viajando más lento, ni más rápido alejándonos de la fuente o acercándonos a ella. Es, por tanto, una constante universal: la velocidad de la luz es la única velocidad que no es relativa.
Además, Einstein modificó las leyes newtonianas para hacerlas compatibles con la existencia de esta velocidad intransgredible. La relatividad especial nació ese año memorable de 1905. Y fue una revolución. Quiero ser muy claro: el sistema newtoniano es simple, intuitivo, coherente, con capacidad predictiva... Pero falla como descripción válida de la realidad a altas velocidades, porque sus leyes permiten velocidades arbitrariamente altas, incluso mayores que la de la luz, y así no funciona el universo.
La buena noticia es que cuando las velocidades involucradas son pequeñas, comparadas con la velocidad de la luz, la relatividad coincide con la teoría newtoniana: la relatividad le circunscribió los límites de validez a las leyes de Newton. A altas velocidades, el fluir del tiempo se hace más lento y las longitudes se acortan; el tiempo y el espacio absolutos de Newton fueron bajados de su pedestal y entendimos que tiempo y espacio son relativos. Y aprendimos que la velocidad de la luz es absoluta.
– Eyyy, pero eso es totalmente contra intuitivo – vociferarán nuestros lectores con toda razón. Ocurre que nuestra intuición se quiebra, porque estos fenómenos están muy alejados de la experiencia cotidiana con la que la evolución fraguó nuestro sentido común. No estamos diseñados por la biología para concebir velocidades tan grandes, infinita para todo tipo de efectos, como la velocidad de la luz. Nuestra intuición es básicamente newtoniana.
Pero a la realidad no le importa nuestra intuición. A las leyes de la física tampoco. Y debemos formular las leyes como lo exigen los hechos, así violen nuestra provinciana y pueblerina intuición.
La comunidad científica comprendió rápidamente que la relatividad de Einstein estaba en la ruta correcta. Los experimentos han confirmado su validez cientos de miles de veces hasta el sol de hoy. Sin la relatividad no entenderíamos por qué brillan las estrellas, ni por qué -por más que aceleremos los protones en el poderosísimo acelerador LHC- nunca lograremos que se muevan a la velocidad de la luz. Ni entenderíamos la física de las partículas elementales. Las ecuaciones de Maxwell estaban gritando que la velocidad de la luz era una constante universal y ni Maxwell ni sus contemporáneos lo advirtieron. El electromagnetismo fue la primera teoría relativista, hecha aún antes de que Einstein naciera. Las teorías saben más que sus creadores.
Nunca sospechó James Clerk Maxwell, profundo admirador de Newton, que sus ecuaciones contenían el germen que habría de destruir el sistema newtoniano.
* @hectorrago es el realizador de los podcasts-blog Astronomía Al Aire @AstroAlAire. Profesor de la Escuela de Física de la Universidad Industrial de Santander