El carpintero que cuida los fósiles de Floresta, lugar que Colombia postuló ante la Unesco
Floresta, un municipio en Boyacá, tiene una riqueza única de fósiles que Colombia acaba de postular ante la Unesco para que sea declarada Patrimonio Mundial. Su buena preservación está ayudando a varios científicos a comprender nuestro pasado. Uno de sus pobladores, un carpintero de 61 años, se convirtió en uno de sus mejores aliados. Esta es su historia.
Sergio Silva Numa
Cuando al municipio de Floresta, en Boyacá, se acercan los primeros días de diciembre, sus habitantes, como los de todos los pueblos de Colombia, también ponen figuras de luces para alumbrar las pocas calles. Pero en sus casas coloniales y su parque central, limpio, cuidado y solitario, no suele haber muchas siluetas de renos ni de papás Noel. En vez de eso, en Floresta prefieren poner trilobites.
Hace un par de semanas, uno de sus habitantes, don Luis Becerra, le propuso a los concejales del municipio una idea que no les sonó descabellada: “Deberíamos cambiar el escudo. En vez de ese león africano, que no tiene nada que ver con nosotros, deberíamos poner un trilobite”.
No es difícil imaginar qué es un trilobite. Aunque no tiene ningún parentesco con los animales que hoy conocemos, a primera vista puede parecer una cucaracha. La similitud no le agradaría mucho a un paleontólogo, pues los trilobites nada tienen que ver con las cucarachas. Fueron unos artrópodos —invertebrados, sin columna vertebral, con patas articuladas— que vivieron desde hace unos 450 millones de años, antes de que desaparecieran por completo en una de las extinciones masivas que hubo en la Tierra. Si en los colegios nos enseñaran geología, esos bichos invertebrados serían el primer referente que vendría a nuestras cabezas cuando la profesora preguntara por el Paleozoico, la era donde vivían.
A algunos pocos, en Floresta, les iría bien respondiendo ese examen. Podrían explicar, como don Luis Becerra, que si trazáramos una línea de tiempo en una hoja, nosotros, los humanos, estaríamos muchísimo más cerca de los dinosaurios, que lo que los dinosaurios estarían de los trilobites. Seamos sintéticos: cuando esos animales, de caparazón duro, transitaban por este pedazo que hoy llamamos Boyacá, ni siquiera había especies capaces de andar sobre la tierra.
Para usar las palabras de Jorge Mariño, PhD en Geología y profesor de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, en Floresta hay un pedazo de un mundo perdido. La buena noticia es que allí hay una “gran biblioteca al aire libre para estudiarlo; Floresta es un museo in situ que siempre está abierto”. Por eso es que hace un par de semanas el Gobierno colombiano decidió postular a este lugar ante la Unesco (junto a La Venta, en el Desierto de la Tatacoa) para que considere declararlo como Patrimonio Mundial.
Después de todo, reza un chiste viejo de paleontólogos, quien se descuide y deje la maleta abierta en Floresta, corre el riesgo de que se le meta un trilobite.
El puente entre la comunidad y la academia
Uno de los mejores recuerdos que el profesor Philippe Janvier tiene de Floresta es el clima primaveral que hasta ahora se asoma por su casa en Francia. Se había conocido con Carlos Villarroel mientras ambos hacían su maestría en la Universidad Sorbona, de París, y él optó por estudiar a los peces de un período fundamental en esta historia: el Devónico (que hace parte del Paleozoico). Tenía la esperanza de que en esa porción de Boyacá estuviera el rastro de los primeros animales terrestres que hubo en Sudamérica.
“Buscamos y buscamos con el profesor Villarroel —adscrito, entonces, a la Universidad Nacional— pero no lo encontramos”, recuerda Janvier entre risas. Había llegado desde Bolivia y luego partió a Vietnam para seguir tras la pista de esos fósiles.
A Janvier, director emérito de investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia y profesor emérito del Muséum National d’Histoire Naturelle, el Devónico hoy le sigue pareciendo un período clave porque fue el momento en el que algunos animales empezaron a salir del mar para conquistar la tierra. Es decir, cuando ciertos peces se transformaron en tetrápodos (de cuatro patas).
Para un turista no es fácil encontrar rastros de tetrápodos en las trochas de Floresta. Don Luis, sin embargo, tiene buen ojo para identificarlas. Le gustan mucho los trilobites, pero encontrar una roca que, posiblemente, muestre que un animal acuático estaba en semejante tránsito evolutivo, equivale a hallar una moneda de oro del Galeón San José en el Mar Caribe. En los más de veinte años que ha estado contagiándose del conocimiento de los paleontólogos, ha aprendido a identificarlos de un vistazo. Hoy son los paleontólogos los que le piden a él que los guíe.
Si hubiese que definir a don Luis, Marie Joëlle Giraud López no piensa dos veces el adjetivo más apropiado: “Es el mejor guardián que tienen estas montañas”.
Han pasado casi dos décadas desde que él entró a una de las clases que Giraud López, ingeniera geóloga e ilustradora científica, dictaba a 45 niños de Floresta los fines de semana. Al comprobar que las piedras con las que él había jugado toda su infancia se llaman fósiles y que los fósiles le revelaban secretos del pasado, don Luis no paró de leer y prestar atención a todos los geólogos para grabarse nombres muy difíciles de recordar: braquiópodos, bivalvos, briozoos, cefalópodos, crinoideos o gasterópodos. Luego, los aprendió a tallar a la perfección en madera.
Con las salidas de campo fue recolectando piezas que hoy guarda en un modesto y organizado museo frente a la plaza central. No siempre está abierto, aunque después de años de espera siente que la Alcaldía y el Concejo le están parando bolas. Ahora, a don Luis y a los integrantes de la Asociación Museo de la Vida, como llamó a ese grupo que organizó con nueve socios, no hacen sino llamarlos para agradecerles por tener el chance de ser Patrimonio Mundial.
Les prometen, incluso, la financiación que han estado esperando por años y el apoyo para poder asistir a los congresos de paleontología. Hasta ahora, algunas invitaciones han llegado de universidades; pero otras, han salido de su bolsillo de carpintero y artesano.
Con esa definición es como más cómodo se siente don Luis: un campesino, carpintero y artesano, que por estos días está liderando la construcción de una cabaña en Moniquirá, y que llegó a los fósiles por dos accidentes: el de la caída del avión del Ejército en el que iba y que lo libró de continuar con la carrera militar, y el del bus que le cayó encima en un taller y lo alejó de la mecánica.
Don Luis, de 61 años, es, dice Natalia Pardo Villaveces, directora del departamento de Geociencias de la Universidad de los Andes, “un tesoro de conocimiento empírico. Es un campesino que camina y observa el territorio pero con ojos geológicos”. Un puente extraordinario entre el saber local de la comunidad y la academia, añade Jorge Mariño.
El profesor de la Universidad de Caldas, Mario Moreno Sánchez, tiene otra buena metáfora cuando le pregunto por don Luis. “Es como un ancla: permite que la ciencia que nosotros hacemos llegue a su comunidad. Eso es muy importante, porque finalmente en sus manos está protegerla”.
Cuando Boyacá era un mar
Quienes hoy bucean en el Mar Caribe suelen sumergirse para, entre otras cosas, ir en búsqueda de los magníficos arrecifes de coral. Aunque poco a poco se están deteriorando por las aguas cada vez más cálidas y una enfermedad que les hace perder el tejido coralino (Stony Coral Tissue Loss Disease, la llaman en inglés), aún se ven estos particulares animales que desafían la imagen que solemos tener en nuestras cabezas de un “animal”. Son coloridos y de formas extrañas, como el coral cuerno de venado (Acropora cervicornis) o el coral cerebro (Colpophyllia natans).
En lo que hoy es Floresta también hubo corales. Sus fósiles, expuestos a un lado de las trochas, les permiten a los investigadores tener la certeza de que hace unos 387 millones de años ahí había un mar. Una de las cosas que nos dicen los fósiles es cómo eran los ecosistemas del pasado. Para saber los colores, por el contrario, nos toca pedir ayuda a la imaginación y a la anatomía comparada.
Los rastros que dejaron los corales, por ejemplo, indican que durante el Devónico en Boyacá había un mar poco profundo. Probablemente, de aguas, más o menos, limpias y, de aguas, más o menos, cálidas, explica el profesor de la U. de Caldas, Arley de Jesús Gómez, que, como paleontólogo, eligió especializarse en corales.
Si un buzo caminara hoy por Floresta quedaría estupefacto al ver lo bien que se preservan los corales solitarios. También los braquiópodos, muy similares a las conchitas de mar que vemos en las playas, y los briozoos, cuyo nombre común ayuda a hacerse una idea de su forma: animal musgo. Sus “huellas”, que son en realidad del esqueleto externo que los protegía, son puntitos diminutos que están en varios lugares del municipio.
La otra cosa que nos dicen los fósiles del Devónico que hay en Floresta, cuenta el paleontólogo Mario Moreno Sánchez, es que el clima de ese entonces era fresco, relativamente cálido. Colombia estaba un poco más al sur de la ubicación que hoy tiene y, junto al resto de Suramérica, África, India, Antártica y Australia, hacía parte de un megacontinente llamado Gondwana.
A diferencia de sus colegas que estudian la fauna, Moreno Sánchez prefirió dedicarse a investigar el mundo de las plantas del Devónico. Gracias a las pistas que hay en Floresta, cree que allí aparecieron los primeros bosques de Colombia, entre hace unos 370 y 380 millones de años. De hecho, hay rastros del primer árbol moderno, el Archaeopteris, que podía alcanzar los 25 metros de altura. “Fue el primer árbol en estricto sentido, con un tronco que se ramifica”, señala.
Fueron tiempos en los que las plantas estaban en una “carrera” por alcanzar la luz y empezaron a crecer hacia arriba. El Archaeopteris, al parecer, ganó la competencia y por eso también fue el primero en desarrollar hojas verdaderas. El gas carbónico había disminuido y el oxígeno comenzaba a abundar.
Para que todos esos detalles no se extravíen en el tiempo, don Luis Becerra, luego de crear el museo, lideró la modificación de la plaza central de Tobasía, el centro poblado donde vive y que pertenece a Floresta. Tras recoger dinero en bazares, la comunidad levantó en medio de la pandemia cuatro espacios en la plaza para mostrar a los visitantes la riqueza que tienen bajo sus montañas. En uno de ellos hay un “pasillo geológico” que detalla las diferentes formaciones que hay en el municipio: la Formación Tíbet, la Formación Floresta y la Formación Cuche.
Cada una de estas formaciones refleja fósiles de las tres épocas en las que los científicos decidieron dividir el período Devónico: devónico inferior (hace 410 millones de años), medio (unos 387 millones de años) y superior (hace 371 millones de años, aproximadamente).
Mientras en el Devónico medio (reflejado en la Formación Floresta) había un ambiente arrecifal con organismos como los corales o los briozoos, indica Javier Luque, investigador y Curador de las colecciones de Artrópodos del Museo de Zoología de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, en el Devónico superior, cuyos fósiles están en la Formación Cuche, dominó una fauna marina asombrosa que tenía peces acorazados. Como los trilobites, los placodermos también desaparecieron tras una extinción masiva.
Para ubicarnos un poco mejor, es útil tomar prestada la comparación del libro Hace Tiempo: si la historia del planeta fuese una cancha de fútbol de cien metros, el Devónico solo aparecería hasta los últimos diez. El homo sapiens apenas ocuparía una diminuta porción: los últimos 0,008 metros.
El rompecabezas del país más biodiverso
Javier Luque no recuerda con mucha precisión la fecha en la que visitó Floresta por primera vez. Cree que fue entre el 2000 y el 2001, mientras tomaba en la U. Nacional una clase que dictaba Carlos Villarroel, el mismo profesor que años antes había llevado al francés Philippe Janvier. Por esos años (1998), Villarroel y Janvier habían publicado un artículo en la revista Geología Colombiana haciendo una descripción de los peces del Devónico.
Aparte de Villarroel, no muchos científicos habían indagado sobre lo que había en las Formaciones Cuche y Floresta. El primero en reportarlo de manera formal parece haber sido el paleontólogo estadounidense Kenneth Edward Caster en 1939. Su artículo Devonian fauna from Colombia apareció en Bulletins of American paleontology.
Un par de años después, el geólogo José Royo y Gómez, uno de los pioneros de la paleontología en Colombia, envió una carta al Ministerio de Minas ratificando la riqueza de la Formación Floresta. En ella relataba que un par de colegas habían recogido “abundante material paleontológico” en un yacimiento al lado de una carretera. Estaba seguro de que esa “roca arenisca de color pardo amarillento con manchas pardo rojizas” eran del Devónico medio. Entre las especies que mencionaba estaba la Leptaena boyaca, un braquiópodo que solo ha sido hallado en Floresta. En el Museo del Servicio Geológico Colombiano (SGC) guardan un ejemplar de esa misma especie que Royo Gómez recolectó poco tiempo después (1948).
La postulación que el SGC hizo ante la Unesco hace énfasis en esa época llamada Devónico Medio que Royo y Gómez describía con absoluta seguridad en aquella carta. También en las 70 especies de invertebrados marinos que han sido recopiladas en la Formación Floresta.
Para la geocientífica Luisa Rengifo y para el geológo Manuel Gómez, que apoyaron ese proceso desde esa entidad, hay suficientes razones para que aquella idea prospere en la Unesco. El buen estado de los fósiles, la abundancia y el proceso que ha llevado a cabo la comunidad por proteger esa riqueza, son algunos de los motivos que mencionan. La decisión tomará un buen tiempo, mientras recopilan más estudios y evaluaciones, pero confían en que irá por buen camino.
Marie Joëlle Giraud López sabe que esta “exposición” que tendrá Floresta al mundo también puede venir con desafíos, pero las dos décadas que lleva dando clases a los niños y caminando las montañas con don Luis, le dan la certeza de que es un buen momento para que ese lugar, donde están los “fósiles que más ama”, brille tanto como Villa de Leyva o el Desierto de la Tatacoa (La Venta, que queda allí, también fue postulado ante la Unesco).
“Es que es una rareza hallar esos puntos tan bien conservados en el contexto colombiano, que ha sido tan perturbado por las placas tectónicas”, agrega la profesora Pardo Villaveces, de la U. de los Andes. Basta pensar en nuestras tres cordilleras: si Colombia fuera un libro, su aparición destrozó muchas páginas. Pero Floresta, dice, es uno de los párrafos que se mantuvo intacto.
Como a ellas, Luque y Edwin Cadena, paleontólogo y profesor de la Universidad del Rosario, aplauden esos esfuerzos, pues están absolutamente convencidos del potencial paleontológico de Colombia y de la necesidad de resguardarlo. Cada nuevo fósil, dice Luque, es una pieza que nos ayuda a armar el rompecabezas de la historia evolutiva del país más biodiverso del planeta.
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Cuando al municipio de Floresta, en Boyacá, se acercan los primeros días de diciembre, sus habitantes, como los de todos los pueblos de Colombia, también ponen figuras de luces para alumbrar las pocas calles. Pero en sus casas coloniales y su parque central, limpio, cuidado y solitario, no suele haber muchas siluetas de renos ni de papás Noel. En vez de eso, en Floresta prefieren poner trilobites.
Hace un par de semanas, uno de sus habitantes, don Luis Becerra, le propuso a los concejales del municipio una idea que no les sonó descabellada: “Deberíamos cambiar el escudo. En vez de ese león africano, que no tiene nada que ver con nosotros, deberíamos poner un trilobite”.
No es difícil imaginar qué es un trilobite. Aunque no tiene ningún parentesco con los animales que hoy conocemos, a primera vista puede parecer una cucaracha. La similitud no le agradaría mucho a un paleontólogo, pues los trilobites nada tienen que ver con las cucarachas. Fueron unos artrópodos —invertebrados, sin columna vertebral, con patas articuladas— que vivieron desde hace unos 450 millones de años, antes de que desaparecieran por completo en una de las extinciones masivas que hubo en la Tierra. Si en los colegios nos enseñaran geología, esos bichos invertebrados serían el primer referente que vendría a nuestras cabezas cuando la profesora preguntara por el Paleozoico, la era donde vivían.
A algunos pocos, en Floresta, les iría bien respondiendo ese examen. Podrían explicar, como don Luis Becerra, que si trazáramos una línea de tiempo en una hoja, nosotros, los humanos, estaríamos muchísimo más cerca de los dinosaurios, que lo que los dinosaurios estarían de los trilobites. Seamos sintéticos: cuando esos animales, de caparazón duro, transitaban por este pedazo que hoy llamamos Boyacá, ni siquiera había especies capaces de andar sobre la tierra.
Para usar las palabras de Jorge Mariño, PhD en Geología y profesor de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, en Floresta hay un pedazo de un mundo perdido. La buena noticia es que allí hay una “gran biblioteca al aire libre para estudiarlo; Floresta es un museo in situ que siempre está abierto”. Por eso es que hace un par de semanas el Gobierno colombiano decidió postular a este lugar ante la Unesco (junto a La Venta, en el Desierto de la Tatacoa) para que considere declararlo como Patrimonio Mundial.
Después de todo, reza un chiste viejo de paleontólogos, quien se descuide y deje la maleta abierta en Floresta, corre el riesgo de que se le meta un trilobite.
El puente entre la comunidad y la academia
Uno de los mejores recuerdos que el profesor Philippe Janvier tiene de Floresta es el clima primaveral que hasta ahora se asoma por su casa en Francia. Se había conocido con Carlos Villarroel mientras ambos hacían su maestría en la Universidad Sorbona, de París, y él optó por estudiar a los peces de un período fundamental en esta historia: el Devónico (que hace parte del Paleozoico). Tenía la esperanza de que en esa porción de Boyacá estuviera el rastro de los primeros animales terrestres que hubo en Sudamérica.
“Buscamos y buscamos con el profesor Villarroel —adscrito, entonces, a la Universidad Nacional— pero no lo encontramos”, recuerda Janvier entre risas. Había llegado desde Bolivia y luego partió a Vietnam para seguir tras la pista de esos fósiles.
A Janvier, director emérito de investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia y profesor emérito del Muséum National d’Histoire Naturelle, el Devónico hoy le sigue pareciendo un período clave porque fue el momento en el que algunos animales empezaron a salir del mar para conquistar la tierra. Es decir, cuando ciertos peces se transformaron en tetrápodos (de cuatro patas).
Para un turista no es fácil encontrar rastros de tetrápodos en las trochas de Floresta. Don Luis, sin embargo, tiene buen ojo para identificarlas. Le gustan mucho los trilobites, pero encontrar una roca que, posiblemente, muestre que un animal acuático estaba en semejante tránsito evolutivo, equivale a hallar una moneda de oro del Galeón San José en el Mar Caribe. En los más de veinte años que ha estado contagiándose del conocimiento de los paleontólogos, ha aprendido a identificarlos de un vistazo. Hoy son los paleontólogos los que le piden a él que los guíe.
Si hubiese que definir a don Luis, Marie Joëlle Giraud López no piensa dos veces el adjetivo más apropiado: “Es el mejor guardián que tienen estas montañas”.
Han pasado casi dos décadas desde que él entró a una de las clases que Giraud López, ingeniera geóloga e ilustradora científica, dictaba a 45 niños de Floresta los fines de semana. Al comprobar que las piedras con las que él había jugado toda su infancia se llaman fósiles y que los fósiles le revelaban secretos del pasado, don Luis no paró de leer y prestar atención a todos los geólogos para grabarse nombres muy difíciles de recordar: braquiópodos, bivalvos, briozoos, cefalópodos, crinoideos o gasterópodos. Luego, los aprendió a tallar a la perfección en madera.
Con las salidas de campo fue recolectando piezas que hoy guarda en un modesto y organizado museo frente a la plaza central. No siempre está abierto, aunque después de años de espera siente que la Alcaldía y el Concejo le están parando bolas. Ahora, a don Luis y a los integrantes de la Asociación Museo de la Vida, como llamó a ese grupo que organizó con nueve socios, no hacen sino llamarlos para agradecerles por tener el chance de ser Patrimonio Mundial.
Les prometen, incluso, la financiación que han estado esperando por años y el apoyo para poder asistir a los congresos de paleontología. Hasta ahora, algunas invitaciones han llegado de universidades; pero otras, han salido de su bolsillo de carpintero y artesano.
Con esa definición es como más cómodo se siente don Luis: un campesino, carpintero y artesano, que por estos días está liderando la construcción de una cabaña en Moniquirá, y que llegó a los fósiles por dos accidentes: el de la caída del avión del Ejército en el que iba y que lo libró de continuar con la carrera militar, y el del bus que le cayó encima en un taller y lo alejó de la mecánica.
Don Luis, de 61 años, es, dice Natalia Pardo Villaveces, directora del departamento de Geociencias de la Universidad de los Andes, “un tesoro de conocimiento empírico. Es un campesino que camina y observa el territorio pero con ojos geológicos”. Un puente extraordinario entre el saber local de la comunidad y la academia, añade Jorge Mariño.
El profesor de la Universidad de Caldas, Mario Moreno Sánchez, tiene otra buena metáfora cuando le pregunto por don Luis. “Es como un ancla: permite que la ciencia que nosotros hacemos llegue a su comunidad. Eso es muy importante, porque finalmente en sus manos está protegerla”.
Cuando Boyacá era un mar
Quienes hoy bucean en el Mar Caribe suelen sumergirse para, entre otras cosas, ir en búsqueda de los magníficos arrecifes de coral. Aunque poco a poco se están deteriorando por las aguas cada vez más cálidas y una enfermedad que les hace perder el tejido coralino (Stony Coral Tissue Loss Disease, la llaman en inglés), aún se ven estos particulares animales que desafían la imagen que solemos tener en nuestras cabezas de un “animal”. Son coloridos y de formas extrañas, como el coral cuerno de venado (Acropora cervicornis) o el coral cerebro (Colpophyllia natans).
En lo que hoy es Floresta también hubo corales. Sus fósiles, expuestos a un lado de las trochas, les permiten a los investigadores tener la certeza de que hace unos 387 millones de años ahí había un mar. Una de las cosas que nos dicen los fósiles es cómo eran los ecosistemas del pasado. Para saber los colores, por el contrario, nos toca pedir ayuda a la imaginación y a la anatomía comparada.
Los rastros que dejaron los corales, por ejemplo, indican que durante el Devónico en Boyacá había un mar poco profundo. Probablemente, de aguas, más o menos, limpias y, de aguas, más o menos, cálidas, explica el profesor de la U. de Caldas, Arley de Jesús Gómez, que, como paleontólogo, eligió especializarse en corales.
Si un buzo caminara hoy por Floresta quedaría estupefacto al ver lo bien que se preservan los corales solitarios. También los braquiópodos, muy similares a las conchitas de mar que vemos en las playas, y los briozoos, cuyo nombre común ayuda a hacerse una idea de su forma: animal musgo. Sus “huellas”, que son en realidad del esqueleto externo que los protegía, son puntitos diminutos que están en varios lugares del municipio.
La otra cosa que nos dicen los fósiles del Devónico que hay en Floresta, cuenta el paleontólogo Mario Moreno Sánchez, es que el clima de ese entonces era fresco, relativamente cálido. Colombia estaba un poco más al sur de la ubicación que hoy tiene y, junto al resto de Suramérica, África, India, Antártica y Australia, hacía parte de un megacontinente llamado Gondwana.
A diferencia de sus colegas que estudian la fauna, Moreno Sánchez prefirió dedicarse a investigar el mundo de las plantas del Devónico. Gracias a las pistas que hay en Floresta, cree que allí aparecieron los primeros bosques de Colombia, entre hace unos 370 y 380 millones de años. De hecho, hay rastros del primer árbol moderno, el Archaeopteris, que podía alcanzar los 25 metros de altura. “Fue el primer árbol en estricto sentido, con un tronco que se ramifica”, señala.
Fueron tiempos en los que las plantas estaban en una “carrera” por alcanzar la luz y empezaron a crecer hacia arriba. El Archaeopteris, al parecer, ganó la competencia y por eso también fue el primero en desarrollar hojas verdaderas. El gas carbónico había disminuido y el oxígeno comenzaba a abundar.
Para que todos esos detalles no se extravíen en el tiempo, don Luis Becerra, luego de crear el museo, lideró la modificación de la plaza central de Tobasía, el centro poblado donde vive y que pertenece a Floresta. Tras recoger dinero en bazares, la comunidad levantó en medio de la pandemia cuatro espacios en la plaza para mostrar a los visitantes la riqueza que tienen bajo sus montañas. En uno de ellos hay un “pasillo geológico” que detalla las diferentes formaciones que hay en el municipio: la Formación Tíbet, la Formación Floresta y la Formación Cuche.
Cada una de estas formaciones refleja fósiles de las tres épocas en las que los científicos decidieron dividir el período Devónico: devónico inferior (hace 410 millones de años), medio (unos 387 millones de años) y superior (hace 371 millones de años, aproximadamente).
Mientras en el Devónico medio (reflejado en la Formación Floresta) había un ambiente arrecifal con organismos como los corales o los briozoos, indica Javier Luque, investigador y Curador de las colecciones de Artrópodos del Museo de Zoología de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, en el Devónico superior, cuyos fósiles están en la Formación Cuche, dominó una fauna marina asombrosa que tenía peces acorazados. Como los trilobites, los placodermos también desaparecieron tras una extinción masiva.
Para ubicarnos un poco mejor, es útil tomar prestada la comparación del libro Hace Tiempo: si la historia del planeta fuese una cancha de fútbol de cien metros, el Devónico solo aparecería hasta los últimos diez. El homo sapiens apenas ocuparía una diminuta porción: los últimos 0,008 metros.
El rompecabezas del país más biodiverso
Javier Luque no recuerda con mucha precisión la fecha en la que visitó Floresta por primera vez. Cree que fue entre el 2000 y el 2001, mientras tomaba en la U. Nacional una clase que dictaba Carlos Villarroel, el mismo profesor que años antes había llevado al francés Philippe Janvier. Por esos años (1998), Villarroel y Janvier habían publicado un artículo en la revista Geología Colombiana haciendo una descripción de los peces del Devónico.
Aparte de Villarroel, no muchos científicos habían indagado sobre lo que había en las Formaciones Cuche y Floresta. El primero en reportarlo de manera formal parece haber sido el paleontólogo estadounidense Kenneth Edward Caster en 1939. Su artículo Devonian fauna from Colombia apareció en Bulletins of American paleontology.
Un par de años después, el geólogo José Royo y Gómez, uno de los pioneros de la paleontología en Colombia, envió una carta al Ministerio de Minas ratificando la riqueza de la Formación Floresta. En ella relataba que un par de colegas habían recogido “abundante material paleontológico” en un yacimiento al lado de una carretera. Estaba seguro de que esa “roca arenisca de color pardo amarillento con manchas pardo rojizas” eran del Devónico medio. Entre las especies que mencionaba estaba la Leptaena boyaca, un braquiópodo que solo ha sido hallado en Floresta. En el Museo del Servicio Geológico Colombiano (SGC) guardan un ejemplar de esa misma especie que Royo Gómez recolectó poco tiempo después (1948).
La postulación que el SGC hizo ante la Unesco hace énfasis en esa época llamada Devónico Medio que Royo y Gómez describía con absoluta seguridad en aquella carta. También en las 70 especies de invertebrados marinos que han sido recopiladas en la Formación Floresta.
Para la geocientífica Luisa Rengifo y para el geológo Manuel Gómez, que apoyaron ese proceso desde esa entidad, hay suficientes razones para que aquella idea prospere en la Unesco. El buen estado de los fósiles, la abundancia y el proceso que ha llevado a cabo la comunidad por proteger esa riqueza, son algunos de los motivos que mencionan. La decisión tomará un buen tiempo, mientras recopilan más estudios y evaluaciones, pero confían en que irá por buen camino.
Marie Joëlle Giraud López sabe que esta “exposición” que tendrá Floresta al mundo también puede venir con desafíos, pero las dos décadas que lleva dando clases a los niños y caminando las montañas con don Luis, le dan la certeza de que es un buen momento para que ese lugar, donde están los “fósiles que más ama”, brille tanto como Villa de Leyva o el Desierto de la Tatacoa (La Venta, que queda allí, también fue postulado ante la Unesco).
“Es que es una rareza hallar esos puntos tan bien conservados en el contexto colombiano, que ha sido tan perturbado por las placas tectónicas”, agrega la profesora Pardo Villaveces, de la U. de los Andes. Basta pensar en nuestras tres cordilleras: si Colombia fuera un libro, su aparición destrozó muchas páginas. Pero Floresta, dice, es uno de los párrafos que se mantuvo intacto.
Como a ellas, Luque y Edwin Cadena, paleontólogo y profesor de la Universidad del Rosario, aplauden esos esfuerzos, pues están absolutamente convencidos del potencial paleontológico de Colombia y de la necesidad de resguardarlo. Cada nuevo fósil, dice Luque, es una pieza que nos ayuda a armar el rompecabezas de la historia evolutiva del país más biodiverso del planeta.
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