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Empecemos con una analogía: imagínese que está con un buen amigo jugando en el parque con una pelota. Tras afinar su puntería, usted la lanza por el aire de tal manera que la bola hace un movimiento parabólico antes de llegar a las manos de su compañero. Imagine, además, que grabaron la escena para verla en un celular, donde, al cabo de un rato, la reproducen. Luego deciden ver el clip de atrás hacia adelante y observan que la trayectoria de la pelota es la misma. Haciendo un esfuerzo por recordar las clases de física del colegio, recordará, entonces, que este simple ejemplo muestra que sin importar si el tiempo es “negativo” (-t), el recorrido de la pelota no cambia. Como tal vez le dijo en alguna ocasión su profesor, son leyes simétricas con respecto al tiempo. (Lea J. Webb revela en dónde están las estrellas más antiguas hasta ahora conocidas)
La simetría es un concepto que los físicos usan con frecuencia en su lenguaje. Parte del conjunto de leyes que han creado para comprender el universo están gobernados por la simetría. Así como podemos ver fácilmente esa simetría en la hoja de un árbol o en el pétalo de una orquídea, las simetrías también se manifiestan en sistemas más complejos. Otro buen ejemplo de colegio ayuda a entenderlo: al arrojar al piso dos cuerpos en un laboratorio -un papel y una pelota, por decir algo-, ambos caerán al mismo tiempo sin importar su masa. Es un sistema simétrico. (Lea ¿Va a donar óvulos? Antes, debería saber esto)
Pero desde hace décadas los físicos han sospechado que esas perfectas simetrías, que han sido fundamentales para entender nuestra existencia y lo que nos rodea, también pueden quebrarse. Esa “grieta” podría explicar por qué, cuando estalló el Big Bang, que dio origen al universo, se creó mucha más materia que antimateria, algo que no podemos ver, pero, gracias a experimentos en sofisticados laboratorios, sabemos que existe y que tiene exactamente las mismas propiedades que la materia, pero con una carga eléctrica opuesta.
“Lo que quiero decir con esto es que, posiblemente, las leyes de la física no son tan simétricas como hemos creído. La gran pregunta es, ¿cómo comprobamos eso? Se han hecho varios experimentos, como la colisión de partículas, para estudiar el rompimiento de esas asimetrías, pero hasta ahora nadie las ha encontrado en la magnitud que las necesitamos para explicar por qué se creó más materia que antimateria al inicio del universo”, dice Ronald García Ruiz.
García es profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), en Estados Unidos, y habla desde Málaga, España. Es de noche y acaba de llegar de un viaje por Sudáfrica, en donde le anunciaron (aunque aún no lo han hecho público) que es el ganador de uno de los premios más deseados por quienes forman parte de su mundo: el premio a un joven científico en física nuclear, otorgado por la Unión Internacional de Física Pura y Aplicada (IUPAP). Un par de semanas atrás también le habían dado otro importante reconocimiento: el Premio Stuart Jay Freedman 2022 en Física Nuclear Experimental, otorgado por la Sociedad Estadounidense de Física (APS, por su sigla en inglés). Es la primera vez que le dan ambos premios a un colombiano.
Dicho de una manera muy simple, este último galardón se lo dieron a García por allanar el camino para encontrar el rompimiento de esas asimetrías que tanto inquietan a los físicos, usando moléculas radiactivas que puede crear artificialmente (ya volveremos a esto). Las técnicas que está desarrollando, junto a su equipo, parecen ser útiles para detectarlas y estudiarlas. Es muy pronto para hacer vaticinios, pero, como él dice, llegar a ese punto implicaría cruzar una frontera de conocimiento que aún no hemos explorado. “Esto nos llevaría a cambiar los modelos más fundamentales que tenemos para describir el universo; tendríamos que crear nuevas teorías. Sería un gran paso para la ciencia”, añade.
¿Cómo lograron darlo? Convirtiendo en una especie de laboratorio las estructuras más elementales que conforman todo lo que conocemos: átomos y moléculas.
Las grandes ligas empiezan en Colombia
Ronald Fernando García Ruiz fundó el Laboratorio de Moléculas y Átomos Exóticos del MIT, como oficialmente se llama su lugar de trabajo, después de dar muchas vueltas por el mundo. Nació en Fresno, un municipio a unos 130 kilómetros de Ibagué, la capital de Tolima. Tras terminar su bachillerato se mudó a Bogotá para estudiar física en la Universidad Nacional, donde se encontró con un grupo que el profesor Fernando Cristancho había creado en 1996, después de vivir más de una década en el extranjero.
“Todos me decían, entonces, que cómo se me ocurría regresar a Colombia y, además, a intentar formar un grupo de física nuclear, un área de investigación que no existía en el país. Yo solo les respondía que teníamos una ventaja comparativa frente a Europa y Estados Unidos: había mucho por hacer, y era cierto”, recuerda entre risas Cristancho.
Contrario a lo que muchos creían, Cristancho, que aterrizó en Bogotá luego de hacer su doctorado en física nuclear en la Universidad de Gottingen, en Alemania, y de hacer un par de estancias posdoctorales en Gottingen y en la U. de Pittsburgh (EE. UU.), no enfrentó muchos contratiempos para empezar el grupo. Poco a poco y con algo de suerte, dice, el equipo creció gracias a una fórmula infalible: “Empezamos haciendo investigación básica y nos destacamos porque, simplemente, nos dedicamos a tratar de resolver preguntas importantes con seriedad. Y cuando usted es serio y juicioso en ciencia, eso se comienza a notar”.
Hoy la lista de quienes han pasado por el Grupo de Física Nuclear de la U. Nacional en 25 años es larga. Cristancho, casi convertido en una leyenda entre sus estudiantes y exalumnos, aún es líder y les ha dado un empujón a varios para que continúen su camino. “Siempre les he dicho que de aquí no salen a las grandes ligas de la física, simplemente porque ya están en las grandes ligas de la física”, cuenta.
Entre todos, dice que a Ronald lo recuerda por una característica: “Su intensidad. Cuando entendía un problema, se apasionaba intensamente. Y eso lo que genera es una capacidad de trabajo. Entonces, si un físico se apasiona por contestar una pregunta y, además, tiene capacidad de trabajo, está bien encaminado”,afirma.
Cuando culminó su pregrado, Ronald García saltó a la Universidad Nacional Autónoma de México para hacer su maestría en física. Después se mudó a Bélgica para comenzar el doctorado en la Universidad KU Leuven, un lapso en el que pasó buena parte del tiempo en el Laboratorio Europeo de Física de Partículas (CERN), popular por estar al frente del Gran Colisionador de Hadrones, ese túnel de 27 kilómetros de perímetro escondido a 100 metros bajo la frontera entre Suiza y Francia.
Pero a diferencia del CERN o del Fermilab, en Chicago, donde buscan contestar preguntas que aún no tienen respuesta para los físicos a partir de sofisticadas colisiones entre partículas, García busca resolverlas con métodos menos aparatosos. “Lo que hacemos son estudios de alta precisión que nos permiten medir efectos que de otra manera se tendrían que medir a muy altas energías, como lo hace el CERN”, explica el colombiano Fabián Pastrana, que hoy, gracias a una beca de la Fundación Santo Domingo, está haciendo su doctorado en física en el MIT, en el equipo de García, tras pasar por el grupo de Cristancho, en la U. Nacional.
En palabras un poco más detalladas, como explica el profesor Diego Torres (también físico e integrante del Grupo de Física Nuclear de la Unal), el trabajo de Ronald García está permitiendo caracterizar átomos y moléculas a niveles subatómicos con una técnica de muy alta precisión, muy difícil de recordar para quien no esté asociado con el argot de esta ciencia: la espectroscopia láser.
¿Una nueva física?
Desde que en 1911 el físico de origen neozelandés Ernest Rutherford postuló la existencia del núcleo atómico, no han dejado de surgir interrogantes sobre él. En palabras del profesor Cristancho, el núcleo atómico es uno de los “personajes” más misteriosos de la física. “Entendemos muchas cosas del átomo, pero del núcleo no”, asegura. “Es el responsable de la formación de estrellas, de los agujeros negros o de que tengamos energía del Sol, que hace posible la vida. En resumen, es el soporte del universo”.
Para utilizar los términos de los físicos teóricos Brian Cox y Jeff Forshaw en su libro El universo cuántico, no es exagerado afirmar que entender la estructura de los átomos es una de las condiciones necesarias para entender el universo en su conjunto. Y en esa estructura es clave, justamente, el “objeto” de interés de la física cuántica: su núcleo.
Sin embargo, estudiar un átomo (y su núcleo) no es nada fácil. Para que se haga una idea, el diámetro de un protón, una de las partículas que, junto al electrón y al neutrón, conforman al átomo, es de aproximadamente 0,000000000000001 metros. Y a su lado el electrón parece un verdadero coloso, anotan Cox y Forshaw. Para que quede más claro, basta con pensar en esta escena: si un átomo fuera del tamaño de una cancha de fútbol, con sus electrones orbitando en la parte exterior del estadio, el núcleo atómico sería del tamaño de una cabeza de un alfiler ubicada en su centro, y su masa, en algunos casos, sería mayor a 2.000 veces la masa de los electrones orbitando.
De manera que se requieren técnicas muy sofisticadas como la espectroscopia láser que, saltándonos muchas precisiones imposibles de abordar en unas páginas de periódico, les permite radiar a átomos y moléculas para “llevarlos” a ciertos niveles de excitación, explica Pastrana. Al hacerlo, logran acceder a fenómenos nucleares de altas energías que solo ocurren en el universo cuando, por ejemplo, explota una estrella. “Una vez colisionamos protones de alta energía con uranio, creamos núcleos radiactivos y luego les inyectamos gases para formar moléculas radiactivas. Luego, con láseres y trampas de iones, las podemos manipular y estudiar con alta precisión”, agrega Ronald García.
Pero ahí empiezan más problemas. Al tratar de crear una molécula también se originan millones y millones de otras moléculas que los científicos no quieren analizar. Es, dice García, como tener de repente una playa llena de arena en la que hay que buscar un solo grano con ciertas propiedades diferentes a los otros. Como si fuera poco, se trata de una búsqueda contrarreloj: esas moléculas radiactivas pueden vivir apenas una fracción de segundo.
La espectroscopia láser, no obstante, les ha permitido desarrollar aquellas “trampas” para capturarlas y estudiarlas. La primera vez que anunciaron ese logro fue el 27 de mayo de 2020 en la prestigiosa revista Nature. En un artículo liderado por Ronald García y cuyo título era “Spectroscopy of short-lived radioactive molecules” (“Espectroscopia de moléculas radiactivas de vida corta”), detallaban cómo midieron el monofluoruro de radio (RaF), una molécula de vida corta con espectroscopia láser.
“Nuestros resultados allanan el camino para estudios de alta precisión de moléculas radiactivas de vida corta, que podrían ofrecer un laboratorio nuevo y único para la investigación en física fundamental y otros campos”, dijo entonces García en una reseña que hicieron en el portal de noticias del MIT.
Ese “laboratorio”, indetectable para el ojo humano, también abría la posibilidad de buscar respuestas a algunas de las preguntas que aún no han podido resolver. Al ser estas moléculas sumamente extrañas (algunas no existen en nuestro planeta, sino que solo se producen en procesos astrofísicos como las fusiones de estrellas), los científicos podrían buscar propiedades que violen la simetría que gobierna las leyes de la física y con la que empezó este texto.
Dicho de otro modo, los átomos y las moléculas que está creando su grupo en el MIT pueden maximizar esas asimetrías que los científicos han tratado de hallar por años. Descubrir ese “rompimiento” sería un paso para buscar, como explica García, una “nueva física” más allá del “modelo estándar”, esa teoría que se construyó en los años 60 y 70 para explicar la interacción entre las partículas más pequeñas que el átomo.
Por la creación y el estudio de esas moléculas fue que a García le otorgaron los dos premios que obtuvo en los últimos días. Él prefiere que el crédito sea en plural cuando se los mencionan, pues afirma que, ante todo, ha sido un trabajo conjunto. “Después de todo”, añade, “los premios vienen y van. Para lo que sirven es para que la voz de quienes estamos haciendo ciencia llegue a más rincones y anime a los más jóvenes”.
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