El #MeToo empieza a calar también en el mundo científico
Abusos, comportamientos sexistas, discriminación o comentarios de menosprecio perjudican la carrera de las investigadoras y hacen que muchas abandonen. El problema no es nuevo. Sin embargo, en los últimos años, las denuncias de acoso sexual de científicas y académicas se están tomando en serio.
“Antes de que pudiera levantarme y estrecharle la mano, Francis Crick cruzó el laboratorio en el que trabajaba, vino hacía mí y me tocó los pechos”, rememora aún estupefacta, casi seis décadas después Nancy Hopkins, catedrática emérita del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU.
Cuando el vergonzoso episodio sucedió, esta bióloga molecular era una estudiante universitaria y trabajaba en prácticas en el laboratorio de James Watson —codescubridor junto con Crick de la estructura del ADN—. “¿Qué estás investigando?, me preguntó como si nada Crick, como si haberme tocado los pechos fuera algo normal”, explica Hopkins en Picture a Scientist, un documental de 2020, dirigido por Sharon Shattuck e Ian Cheney, en el que se señala que el acoso sexual o por razón de sexo afecta a una de cada dos científicas, ingenieras y médicas. (Le recomendamos: Tumbando estatuas: esfuerzos para descolonizar la ciencia en Colombia)
El de Crick no es un caso aislado, otras mujeres han denunciado comportamientos abusadores en ciencia. Esta semana la revista Science ha confirmado que la Academia de Ciencias de los EE. UU. acaba de expulsar al biólogo evolutivo español Francisco Ayala, miembro desde 1980, después de que hace tres años renunciara a sus cargos de la Universidad de California en Irvine, donde era catedrático. En 2018, tras las denuncias de cuatro trabajadoras, la universidad abrió una investigación y encontró pruebas de que había incumplido las normas de la institución ante comportamientos sexistas.
Según recuerda Science, las denunciantes le acusaron de tocamientos indeseados, así como lenguaje y comentarios inadecuados, también delante de otras personas. En una ocasión, recogía la revista estadounidense, le sugirió a una profesora que se sentara en su regazo mientras daba una charla “porque así seguro que sería más interesante”. Ayala se disculpó más tarde aduciendo que se trataba de una broma.
El anuncio de la Academia llega semanas después de que también expulsara al astrónomo Geoff Marcy, quien en 2015 fue apartado de la Universidad de California en Berkeley por acoso sexual.
El iceberg
Tal como denuncia el documental Picture a Scientist, este tipo de conductas son solo la punta de un enorme iceberg que está sustentado por una miríada de comportamientos sexistas, sesgos de género, y discriminación directa o indirecta por razón de sexo.
Entre los muchos ejemplos, las investigadoras se quejan de no ser invitadas a congresos, que no les propongan participar en una colaboración cuando son las expertas o no darles crédito por algo que han hecho. También, de recibir comentarios verbales denigrantes y humillantes para hacerles ver que no encajan. Dicen además que son peor tratadas que sus colegas varones en la distribución de recursos y que no suelen ser consideradas para promociones o premios, entre un largo etcétera.
Todas ellas son formas de discriminación insidiosas, más sutiles que la coacción directa sexual, y que acaban contribuyendo a expulsar a las mujeres de la carrera científica.
“Tanto el bullying como el acoso sexual son comportamientos prevalentes en la academia porque el sistema los sustenta con una estructura muy jerarquizada, donde los de arriba concentran todo el poder. Y a eso se suma que las investigadoras que sufren ese acoso están en situaciones muy precarias [suelen ser estudiantes de doctorado y posdocs] y tienden a no denunciar por miedo a que afecte a sus carreras”, expone a SINC Jessica Wade, física del Imperial College de Londres.
Wade es una de las activistas en ciencia más reconocidas, que combate la invisibilización de las investigadoras en ámbitos STEM. La afirmación de esta física británica está respaldada por datos. Tras la estela del movimiento #MeToo, las Academias de la Ciencia, la Ingeniería y la Medicina de Estados Unidos publicaron en junio de 2018 el que es el informe más exhaustivo hasta el momento sobre acoso sexual o por razón de sexo en la ciencia. Este informe concluye que la academia ostenta la segunda tasa más alta de acoso sexual, solo por detrás del ejército.
Otro artículo, publicado en PNAS, liderado por la Universidad de Illinois Urbana-Champaign (EE UU), explica que el tipo de acoso más frecuente es, de largo, lo que en ciencias sociales se denomina ‘acoso de género’: comentarios, bromas, gestos, burlas y otros insultos que menosprecian a la mujer y también a colectivos minoritarios, como el LGTBI. A veces tiene un trasfondo con contenido sexual, pero muchas otras no.
“El acoso basado en el género es insidioso porque no siempre se puede distinguir de la crítica o la grosería”, declaraba Kathryn Clancy, catedrática de Antropología de esta universidad estadounidense y primera autora, en el boletín de prensa de su institución. Según Clancy, a lo largo del tiempo, “este tipo de comportamiento dañino hacia el otro puede hacer que la persona dude de sí misma, de su valía, y que abandone la investigación”.
“He oído a un [científico] top decirle a una estudiante que lo mejor que podía hacer era volverse a su país a fregar platos”, recuerda Vernos. Por su parte Blasco cuenta que le han dicho cosas como “la niña esta’” o “eres demasiado joven”. Y ella se pregunta: “¿Demasiado joven para qué? En el caso de los hombres no se les considera nunca demasiado jóvenes para nada”, asevera.
Un secreto a voces
No son casos aislados, alertaba el informe de Academias de la Ciencia, la Ingeniería y la Medicina de EE UU —mencionado previamente—, sino un comportamiento generalizado en todas las disciplinas científicas que provoca profundas secuelas de por vida en muchas investigadoras. A menudo, las víctimas están solas.
En países como Estados Unidos y Reino Unido, los centros y universidades, forzados por algunos escándalos, han empezado a tomar cartas de forma activa en el asunto. Para empezar, han comenzado a cuantificar el problema. Una encuesta de 2017 de la Universidad de Texas en Austin concluía que el 20 % de mujeres licenciadas o con posgrado en ciencias, el 27 % en ingeniería y el 47 % en medicina aseguraban haber sido acosadas por profesores u otros trabajadores de la universidad.
Según los resultados de este estudio, “el efecto acumulativo del acoso es extremadamente dañino”. Además, se ponía de relieve que las políticas que se han desarrollado para atajar el problema “son inefectivas porque están hechas para proteger a las instituciones y no a las víctimas”.
En Reino Unido, la Universidad de Cambridge puso en marcha un sistema de denuncia anónimo dentro de la campaña Breaking the silence (romper el silencio) y recibió en nueve meses 173 denuncias. Otros centros han seguido a Cambridge y han introducido herramientas de soporte similares. En este sentido, el grupo 1752, dedicado a denunciar y a erradicar el acoso sexual por parte de profesorado o personal de la universidad a estudiantes, desempeña un papel muy activo y ha elaborado un informe muy completo sobre acoso sexual en la formación superior.
Espacios más inseguros
La situación se agrava, sobre todo, en ámbitos tradicionalmente muy masculinizados, como, por ejemplo, la astrofísica; según una encuesta de 2016 de la Unión Internacional de Astronomía, solo un 17 % de sus miembros son mujeres. “No sé si de forma consciente o no, siempre he elegido trabajar en entornos más jóvenes y emergentes, en los que hay más paridad, menos jerarquía y es menos habitual que se den situaciones de acoso sexual”, señala Wade. En este sentido, el clima de trabajo de una institución es de lejos, y, según constatan los estudios al respecto, el mejor predictor de acoso sexual.
egún reclaman la mayoría de estudios publicados hasta el momento en esta materia, la solución pasa por cambiar la cultura de la ciencia y eso implica un liderazgo sin figuras que perpetúen el sexismo y la misoginia. También es preciso aumentar la diversidad de la plantilla; corregir desequilibrios de género extremo contratando a más mujeres y personas de género diverso y, sobre todo, integrar a las investigadoras en todas las disciplinas y niveles de la organización.
Hay que crear espacios, defiende Clancy, en los que todos los géneros compartan poder, autoridad y respeto, y es fundamental implicar en ese proceso a los hombres. Porque si ellos ven el acoso sexual un tema solo de mujeres, o un problema, no se logrará avanzar.
Buenas prácticas
Ya hay ejemplos de buenas prácticas. Por ejemplo, la colaboración internacional LIGO, que logró detectar por primera vez ondas gravitacionales en 2015 y en la que participan más de 1.500 científicos de todo el mundo, tenía un código de conducta que tenía que aceptar y cumplir todo aquel que quisiera entrar a formar parte en el que se especificaba muy claramente que actitudes de discriminación por cualquier motivo no eran aceptadas. “Los códigos de conducta son una declaración de intenciones, muy efectivos, porque ponen a todo el mundo en la misma página antes de empezar”, señala Wade.
La Sociedad Internacional de Óptica y Fotónica (SPIE) cuenta también un código de conducta con el foco puesto en el acoso que se da en reuniones y conferencias, y que acaba provocando que muchas mujeres desistan de ir a estos eventos; si alguien viola ese código, lo expulsan sin dilación.
En España, algunos centros ya trabajan en este sentido. En el CNIO cuentan con un comité de ética que ya se ha activado en diversas ocasiones por situaciones de acoso de hombres hacia mujeres. “Una de esas acabó en el despido de una persona del centro. “Un hombre”, dice Blasco, que asegura que “en el CNIO comportamientos de este tipo son totalmente inaceptables”.
“Tenemos una oficina de la mujer, hacemos seminarios todos los meses para tratar temas de género. Cualquiera que trabaje aquí sabe que es un tema importante, lo que dificulta que alguien pueda no tomárselo en serio”, asegura esta directora.
El CRG es otro de los centros muy activos en políticas de igualdad de género y cuenta con un protocolo reciente de prevención del acoso. Y desde la Unidad de Mujeres y Ciencia del Ministerio de Ciencia, explica su directora Zulema Altamirano, se imparte formación a todo el personal sobre igualdad y prevención de conductas de este tipo. Además, están elaborando, por un lado, guías específicas para el abordaje del acoso sexual y por razón de sexo; y por otro, un manual sobre sesgos de género en ciencia, tecnología e innovación.
“Es la única manera”, considera Jessica Wade: trabajar activamente para cambiar esa cultura de abuso y malos tratos hacia las mujeres y minorías en el sistema científico. Al final la solución pasa por “corregir desequilibrios de poder, dejar de idolatrar a personas que están en la cúspide de la pirámide cuando hacen cosas mal, ya sea bullying, acoso o manipulación de datos. Ser transparentes con qué ocurre con esas personas, no mirar a otro lado”, resume esta investigadora, que reconoce que el #MeToo ya está impregnando la ciencia y provocando cambios, aunque por el momento, dice, “son demasiado lentos”.
“Antes de que pudiera levantarme y estrecharle la mano, Francis Crick cruzó el laboratorio en el que trabajaba, vino hacía mí y me tocó los pechos”, rememora aún estupefacta, casi seis décadas después Nancy Hopkins, catedrática emérita del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de EE. UU.
Cuando el vergonzoso episodio sucedió, esta bióloga molecular era una estudiante universitaria y trabajaba en prácticas en el laboratorio de James Watson —codescubridor junto con Crick de la estructura del ADN—. “¿Qué estás investigando?, me preguntó como si nada Crick, como si haberme tocado los pechos fuera algo normal”, explica Hopkins en Picture a Scientist, un documental de 2020, dirigido por Sharon Shattuck e Ian Cheney, en el que se señala que el acoso sexual o por razón de sexo afecta a una de cada dos científicas, ingenieras y médicas. (Le recomendamos: Tumbando estatuas: esfuerzos para descolonizar la ciencia en Colombia)
El de Crick no es un caso aislado, otras mujeres han denunciado comportamientos abusadores en ciencia. Esta semana la revista Science ha confirmado que la Academia de Ciencias de los EE. UU. acaba de expulsar al biólogo evolutivo español Francisco Ayala, miembro desde 1980, después de que hace tres años renunciara a sus cargos de la Universidad de California en Irvine, donde era catedrático. En 2018, tras las denuncias de cuatro trabajadoras, la universidad abrió una investigación y encontró pruebas de que había incumplido las normas de la institución ante comportamientos sexistas.
Según recuerda Science, las denunciantes le acusaron de tocamientos indeseados, así como lenguaje y comentarios inadecuados, también delante de otras personas. En una ocasión, recogía la revista estadounidense, le sugirió a una profesora que se sentara en su regazo mientras daba una charla “porque así seguro que sería más interesante”. Ayala se disculpó más tarde aduciendo que se trataba de una broma.
El anuncio de la Academia llega semanas después de que también expulsara al astrónomo Geoff Marcy, quien en 2015 fue apartado de la Universidad de California en Berkeley por acoso sexual.
El iceberg
Tal como denuncia el documental Picture a Scientist, este tipo de conductas son solo la punta de un enorme iceberg que está sustentado por una miríada de comportamientos sexistas, sesgos de género, y discriminación directa o indirecta por razón de sexo.
Entre los muchos ejemplos, las investigadoras se quejan de no ser invitadas a congresos, que no les propongan participar en una colaboración cuando son las expertas o no darles crédito por algo que han hecho. También, de recibir comentarios verbales denigrantes y humillantes para hacerles ver que no encajan. Dicen además que son peor tratadas que sus colegas varones en la distribución de recursos y que no suelen ser consideradas para promociones o premios, entre un largo etcétera.
Todas ellas son formas de discriminación insidiosas, más sutiles que la coacción directa sexual, y que acaban contribuyendo a expulsar a las mujeres de la carrera científica.
“Tanto el bullying como el acoso sexual son comportamientos prevalentes en la academia porque el sistema los sustenta con una estructura muy jerarquizada, donde los de arriba concentran todo el poder. Y a eso se suma que las investigadoras que sufren ese acoso están en situaciones muy precarias [suelen ser estudiantes de doctorado y posdocs] y tienden a no denunciar por miedo a que afecte a sus carreras”, expone a SINC Jessica Wade, física del Imperial College de Londres.
Wade es una de las activistas en ciencia más reconocidas, que combate la invisibilización de las investigadoras en ámbitos STEM. La afirmación de esta física británica está respaldada por datos. Tras la estela del movimiento #MeToo, las Academias de la Ciencia, la Ingeniería y la Medicina de Estados Unidos publicaron en junio de 2018 el que es el informe más exhaustivo hasta el momento sobre acoso sexual o por razón de sexo en la ciencia. Este informe concluye que la academia ostenta la segunda tasa más alta de acoso sexual, solo por detrás del ejército.
Otro artículo, publicado en PNAS, liderado por la Universidad de Illinois Urbana-Champaign (EE UU), explica que el tipo de acoso más frecuente es, de largo, lo que en ciencias sociales se denomina ‘acoso de género’: comentarios, bromas, gestos, burlas y otros insultos que menosprecian a la mujer y también a colectivos minoritarios, como el LGTBI. A veces tiene un trasfondo con contenido sexual, pero muchas otras no.
“El acoso basado en el género es insidioso porque no siempre se puede distinguir de la crítica o la grosería”, declaraba Kathryn Clancy, catedrática de Antropología de esta universidad estadounidense y primera autora, en el boletín de prensa de su institución. Según Clancy, a lo largo del tiempo, “este tipo de comportamiento dañino hacia el otro puede hacer que la persona dude de sí misma, de su valía, y que abandone la investigación”.
“He oído a un [científico] top decirle a una estudiante que lo mejor que podía hacer era volverse a su país a fregar platos”, recuerda Vernos. Por su parte Blasco cuenta que le han dicho cosas como “la niña esta’” o “eres demasiado joven”. Y ella se pregunta: “¿Demasiado joven para qué? En el caso de los hombres no se les considera nunca demasiado jóvenes para nada”, asevera.
Un secreto a voces
No son casos aislados, alertaba el informe de Academias de la Ciencia, la Ingeniería y la Medicina de EE UU —mencionado previamente—, sino un comportamiento generalizado en todas las disciplinas científicas que provoca profundas secuelas de por vida en muchas investigadoras. A menudo, las víctimas están solas.
En países como Estados Unidos y Reino Unido, los centros y universidades, forzados por algunos escándalos, han empezado a tomar cartas de forma activa en el asunto. Para empezar, han comenzado a cuantificar el problema. Una encuesta de 2017 de la Universidad de Texas en Austin concluía que el 20 % de mujeres licenciadas o con posgrado en ciencias, el 27 % en ingeniería y el 47 % en medicina aseguraban haber sido acosadas por profesores u otros trabajadores de la universidad.
Según los resultados de este estudio, “el efecto acumulativo del acoso es extremadamente dañino”. Además, se ponía de relieve que las políticas que se han desarrollado para atajar el problema “son inefectivas porque están hechas para proteger a las instituciones y no a las víctimas”.
En Reino Unido, la Universidad de Cambridge puso en marcha un sistema de denuncia anónimo dentro de la campaña Breaking the silence (romper el silencio) y recibió en nueve meses 173 denuncias. Otros centros han seguido a Cambridge y han introducido herramientas de soporte similares. En este sentido, el grupo 1752, dedicado a denunciar y a erradicar el acoso sexual por parte de profesorado o personal de la universidad a estudiantes, desempeña un papel muy activo y ha elaborado un informe muy completo sobre acoso sexual en la formación superior.
Espacios más inseguros
La situación se agrava, sobre todo, en ámbitos tradicionalmente muy masculinizados, como, por ejemplo, la astrofísica; según una encuesta de 2016 de la Unión Internacional de Astronomía, solo un 17 % de sus miembros son mujeres. “No sé si de forma consciente o no, siempre he elegido trabajar en entornos más jóvenes y emergentes, en los que hay más paridad, menos jerarquía y es menos habitual que se den situaciones de acoso sexual”, señala Wade. En este sentido, el clima de trabajo de una institución es de lejos, y, según constatan los estudios al respecto, el mejor predictor de acoso sexual.
egún reclaman la mayoría de estudios publicados hasta el momento en esta materia, la solución pasa por cambiar la cultura de la ciencia y eso implica un liderazgo sin figuras que perpetúen el sexismo y la misoginia. También es preciso aumentar la diversidad de la plantilla; corregir desequilibrios de género extremo contratando a más mujeres y personas de género diverso y, sobre todo, integrar a las investigadoras en todas las disciplinas y niveles de la organización.
Hay que crear espacios, defiende Clancy, en los que todos los géneros compartan poder, autoridad y respeto, y es fundamental implicar en ese proceso a los hombres. Porque si ellos ven el acoso sexual un tema solo de mujeres, o un problema, no se logrará avanzar.
Buenas prácticas
Ya hay ejemplos de buenas prácticas. Por ejemplo, la colaboración internacional LIGO, que logró detectar por primera vez ondas gravitacionales en 2015 y en la que participan más de 1.500 científicos de todo el mundo, tenía un código de conducta que tenía que aceptar y cumplir todo aquel que quisiera entrar a formar parte en el que se especificaba muy claramente que actitudes de discriminación por cualquier motivo no eran aceptadas. “Los códigos de conducta son una declaración de intenciones, muy efectivos, porque ponen a todo el mundo en la misma página antes de empezar”, señala Wade.
La Sociedad Internacional de Óptica y Fotónica (SPIE) cuenta también un código de conducta con el foco puesto en el acoso que se da en reuniones y conferencias, y que acaba provocando que muchas mujeres desistan de ir a estos eventos; si alguien viola ese código, lo expulsan sin dilación.
En España, algunos centros ya trabajan en este sentido. En el CNIO cuentan con un comité de ética que ya se ha activado en diversas ocasiones por situaciones de acoso de hombres hacia mujeres. “Una de esas acabó en el despido de una persona del centro. “Un hombre”, dice Blasco, que asegura que “en el CNIO comportamientos de este tipo son totalmente inaceptables”.
“Tenemos una oficina de la mujer, hacemos seminarios todos los meses para tratar temas de género. Cualquiera que trabaje aquí sabe que es un tema importante, lo que dificulta que alguien pueda no tomárselo en serio”, asegura esta directora.
El CRG es otro de los centros muy activos en políticas de igualdad de género y cuenta con un protocolo reciente de prevención del acoso. Y desde la Unidad de Mujeres y Ciencia del Ministerio de Ciencia, explica su directora Zulema Altamirano, se imparte formación a todo el personal sobre igualdad y prevención de conductas de este tipo. Además, están elaborando, por un lado, guías específicas para el abordaje del acoso sexual y por razón de sexo; y por otro, un manual sobre sesgos de género en ciencia, tecnología e innovación.
“Es la única manera”, considera Jessica Wade: trabajar activamente para cambiar esa cultura de abuso y malos tratos hacia las mujeres y minorías en el sistema científico. Al final la solución pasa por “corregir desequilibrios de poder, dejar de idolatrar a personas que están en la cúspide de la pirámide cuando hacen cosas mal, ya sea bullying, acoso o manipulación de datos. Ser transparentes con qué ocurre con esas personas, no mirar a otro lado”, resume esta investigadora, que reconoce que el #MeToo ya está impregnando la ciencia y provocando cambios, aunque por el momento, dice, “son demasiado lentos”.