El número y Baal. Aspectos éticos, estéticos y satánicos de la matemática
La matemática es la ciencia que mejor conocemos. Su historia está compuesta por fórmulas muy bellas y por precoces exponentes que han resuelto complejas ecuaciones sin siquiera haber cumplido 40 años.
La adoración por el número ha llegado a extremos insospechados: sabemos el número de litros de cerveza que bebe un inglés al año, el número de pelos en la cabeza del pelirrojo promedio y el número de coitos por pareja, semana, raza y estrato, y también conocemos el consumo de papa frita en cada uno de los países del mundo y la tasa de homicidios en Bogotá (algunos aseguran, muy serios, que es inferior a la de Washington). Lo que nunca imaginé es que hubiera estadísticas sobre el uso de papel higiénico hasta que leí en un diario que Colombia consume 5 kilos al año per cápita (sic), muy por encima de Perú (2,5 kilos) y Bolivia (2 kilos), pero por debajo de Chile (9 kilos), de Argentina (8,1 kilos) y de México (7 kilos).
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La adoración por el número ha llegado a extremos insospechados: sabemos el número de litros de cerveza que bebe un inglés al año, el número de pelos en la cabeza del pelirrojo promedio y el número de coitos por pareja, semana, raza y estrato, y también conocemos el consumo de papa frita en cada uno de los países del mundo y la tasa de homicidios en Bogotá (algunos aseguran, muy serios, que es inferior a la de Washington). Lo que nunca imaginé es que hubiera estadísticas sobre el uso de papel higiénico hasta que leí en un diario que Colombia consume 5 kilos al año per cápita (sic), muy por encima de Perú (2,5 kilos) y Bolivia (2 kilos), pero por debajo de Chile (9 kilos), de Argentina (8,1 kilos) y de México (7 kilos).
Como era de esperarse, la lista la encabeza Estados Unidos (12 kilos, o 2,7 kilómetros per cápita al año). ¡2,7 kilómetros! Confieso que la cifra me dio casi tanta envidia como cuando veía a Humphrey Bogart marcando números larguísimos en los negros teléfonos de disco con el pucho de la vida apretado entre los labios, mientras que nuestros teléfonos solo tenían cuatro esmirriados dígitos.
Es tal el peso de la estadística en la vida moderna, que ella lo rige todo, desde las decisiones domésticas hasta el trazo de las políticas públicas y el destino del mundo. El consumidor compra las marcas más demandadas, las películas y los libros más vendidos, se enamora de los actores más cotizados, adora a los deportistas más caros, prefiere los restaurantes más concurridos y vota por el candidato que puntea en los sondeos, un sujeto que primero lee las encuestas sobre las prioridades de los electores y luego redacta su programa de gobierno. Por esto es lícito afirmar que el líder es un sujeto que sigue a las mayorías. Podemos concluir entonces que la historia se guía por dos pautas: las encuestas y los intereses del mercado, es decir, por cifras.
En lo que sigue analizo aristas estéticas, éticas, pedagógicas, paradojales y malditas del número y de la materia que lo estudia: la matemática.
El matemático y la belleza
De todas las bellezas posibles del mundo, a los matemáticos les interesa de manera muy especial la belleza de la matemática. Su criterio estético es sobrio, estoico, como le hubiera gustado al maestro Pitágoras: brevedad, simplicidad y sencillez. Entre dos métodos de demostración, el matemático considera más bello el más breve. Entre dos demostraciones breves, prefiere la que utiliza matemáticas más elementales. Una demostración aritmética es más bella que otra que eche mano del cálculo, digamos. Entre dos corpus teóricos, prefiere el que tenga definiciones más sencillas y axiomas más evidentes. Lo consideran más bello y más seguro. Por eso aman la geometría de Euclides: punto es lo que no tiene partes, cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, el todo es mayor que la parte, todos los ángulos rectos son iguales entre sí.
Estos son, al menos, los criterios clásicos de belleza. Hay románticos, claro, que prefieren métodos más rebuscados. La reducción al absurdo, por ejemplo, es un caso de belleza romántica. En este método no se demuestra la proposición directa, sino las contradicciones que implica la refutación de esta proposición. Para demostrar que a = b, digamos, el romántico demuestra que la hipótesis a ≠ b conlleva a conclusiones absurdas… Por lo tanto, a = b.
La fórmula e^πi + 1 = 0 es considerada la más bella porque reúne a las principales celebridades del orbe matemático sin aparataje operacional. No hay aquí integrales, ni derivadas, ni transformaciones sofisticadas.
A veces son sus propios descubrimientos los que los sorprenden. Como cuando encuentran, por ejemplo, que el número φ (phi) aparece en la ecuación de las espirales del caracol y del girasol, y en muchos otros “diseños” naturales, hallazgos que parecen confirmar la vieja sospecha de que Dios es geómetra (distraído, pero geómetra). O cuando descubren que en cualquier triángulo los puntos medios de sus tres lados, los pies de las tres alturas y los puntos medios de los tres segmentos que unen el ortocentro (punto de concurrencia de las alturas) a los tres vértices están situados sobre una misma circunferencia llamada Círculo de Euler. O cuando descubren que la distancia entre dos puntos de una recta isótropa es siempre cero. O que hay curvas tales que los arcos que unen dos puntos de estas curvas, tan próximas como se quiera, tienen siempre una longitud infinita. O que todo arco de la curva de Koch, por pequeño que sea, es semejante a la curva entera, un fenómeno frecuente en las curvas fractales.
O la gran paradoja de la cinemática: el camino más rápido entre dos puntos del espacio no es la recta, sino una curva sencilla, la braquistocrona.
El matemático, el músico y el ajedrecista
Uno de los misterios de la matemática es el temprano eclipse del talento de sus sacerdotes. La vida media útil de un matemático es muy corta. A los 30 años, cuando una modelo o un futbolista está en su apogeo, un matemático es ya un anciano venerable. Es verdad que Andrew Wiles demostró el último teorema de Fermat a la provecta edad de 40 años, pero casos como el suyo son excepcionales. Gauss vivió una larga y fecunda vida matemática, pero sus “años maravillosos” fueron entre los 23 y 25: descubrió la manera de calcular la suma de una progresión aritmética cuando aún chupaba dedo.
En compensación, los matemáticos son precoces. Antes de los 15 años, cuando todos los mortales sudamos la gota para resolver ecuaciones sencillas, Pascal ya estaba demostrando teoremas; aunque murió antes de cumplir los 21 años en un duelo galante, Evaristo Galois tuvo tiempo de hacer importantes trabajos sobre ecuaciones, teoría de grupos y álgebra abstracta; a los 22 años Niels Henrik Abel demostró que nunca se encontrarían fórmulas para solucionar ecuaciones de grado superior a cuatro. Es tan normal en el gremio la condición “talento matemático si y solo si juventud”, que las bases de la Medalla Fields, el premio Nobel de la matemática, estipulan que solo podrán optar a ella trabajos de matemáticos menores de 40 años.
Esta precocidad la comparten los matemáticos con los músicos y los ajedrecistas. Los psicólogos estudian qué hay de común entre estas materias que, a pesar de su complejidad, permite que personas muy jóvenes descuellen en ellas. Y han llegado a conclusiones sorprendentes. Estas materias, sostienen, son ordenadas, simples y lúdicas. Muy bien, pero, ¿por qué, entonces, la matemática de alto nivel les cuesta tanto a los mayores? Aunque el asunto no está resuelto, los analistas piensan que todo se debe a que el prolongado esfuerzo mental que demandan ciertos problemas es un esfuerzo definitivamente físico, algo que requiere tanta fortaleza como correr los 100 metros planos en menos de 11 segundos o hacer el amor varias veces la misma noche.
La maldición de la matemática
La matemática es la ciencia que mejor conocemos, porque el número es una creación humana. La naturaleza, en cambio, es obra de Dios o del azar, y apenas estamos descubriendo sus leyes. Esta ignorancia se traduce en los innumerables baches pedagógicos que presenta la enseñanza de las ciencias naturales, porque, ¿cómo explicar lo que aún no entendemos bien?
La perfección formal de la matemática facilita la pedagogía de la materia. Explicar matemáticas es menos difícil que explicar gramática, digamos. Un profesor puede asegurar a sus alumnos que a + b = b + a es una identidad válida para todos los números, aquí y en China. Hoy, y dentro de 100 siglos. En una clase de gramática, al contrario, es frecuente oír “leyes” como: todas las palabras que terminan en “cion” se escriben con C, excepto tensión, extensión, posesión, cesión, presión, secesión, irrisión, prisión, ascensión, aspersión, pasión, intrusión, permisión y persuasión.
Entonces, ¿cómo explicar el fracaso de los estudiantes en matemáticas? Primero, la palabra “fracaso” es injusta. Mal que bien, un estudiante promedio avanza, en los 11 años del ciclo básico, de las operaciones elementales a las derivadas y las integrales del cálculo. Ninguna otra materia puede exhibir una curva tan empinada. La curva de la lengua, por ejemplo, no es muy alentadora: en el ciclo mencionado, los estudiantes tropiezan con la morfología, alcanzan logros discretos en ortografía y entran en contacto con la obra de algunos autores, pero fracasan en composición y hasta en comprensión de lectura. En el estudio de las lenguas extranjeras el panorama es más desolador. En una sincronización maravillosa, la historia y la geografía logran dejar al estudiante completamente perdido en el tiempo y en el espacio. Omitiré, en aras de la brevedad, los balances de las otras materias.
Pero es inocultable que la matemática es un lío para los estudiantes y que su “mortalidad” supera holgadamente a la que presentan las demás asignaturas. ¿Cómo explicar esta realidad después de hablar de su orden y perfección? La razón estriba en el estrecho eslabonamiento que hay entre los capítulos de una misma rama de la matemática, e incluso entre sus diversas ramas. Esto hace que si un estudiante tiene una formación deficiente en un curso por apatía suya o del profesor, por un problema personal, etcétera, ya no podrá moverse nunca con soltura en la materia. Las deficiencias en aritmética o álgebra, e incluso en capítulos claves de ellas (fraccionarios, logaritmos, despeje de ecuaciones, factorización), son fatales siempre.
El eslabonamiento de sus partes no es tan estrecho en las otras materias. Los cursos de lenguas son reiterativos y el estudiante tiene la oportunidad, si se le atraviesa un mal año, de ponerse al día en el siguiente. La relación entre los sucesos de la historia es tan polémica, tan nebulosa, que un estudiante puede fracasar en historia universal y descollar luego en el estudio de la historia de su país. Igual sucede en las otras materias.
Llegamos así a la paradójica conclusión de que el problema de la enseñanza de la matemática es consecuencia de su orden y organicidad.
La matemática es un bello juego axiomático, pero juego al fin, mientras que las otras materias tienen que vérselas con la arisca realidad, con los misterios de las ciencias naturales, con los abismos del alma, con los laberintos de la filosofía, con los secretos de la historia, con los caprichos de las lenguas. Quizá por esto mismo los profesores no le exigen mucho al estudiante de filosofía, por ejemplo, mientras que del estudiante de matemática esperan un rigor semejante al que ostenta esta asignatura.
La apoteosis de Baal
Es cierto que “la matemática es el desierto del oasis de la juventud”, que el número es un sinónimo de la odiosa economía de mercado y que la obsesión por las cifras oculta con frecuencia aristas más importantes de la realidad. Pero también es cierto que sin el número la civilización es inconcebible. Es por el número que aparece la ciencia moderna en la mente de un muchacho del Renacimiento; hay números en la música y en el baile; algunos aseguran que es el número el responsable de la armonía del cuerpo de esa muchacha que perturba la avenida, e incluso de la belleza de su rostro; es con números que se planifican los negocios de los particulares y los programas del Estado.
Hace ya varios siglos que vivimos en la órbita del número. Desde el Renacimiento y Galileo, para ser exactos, el florentino cuyos trabajos marcan el nacimiento de la ciencia moderna. Pero en los últimos decenios el número se ha vuelto una criatura ubicua. Sentimos el número en todas partes, en los mecanismos de precisión, en la incesante tecnología, en la estadística, en la bolsa en la economía de mercado y en una enfermedad de origen netamente numérico, la avaricia. Nunca como hoy el mundo giró en torno al oro. El capital ha sido importante siempre, claro, o al menos desde su aparición formal en los bancos italianos y holandeses, pero hoy brilla más que nunca. Todo lo demás -la religión, las artes, las ciencias, la moral, la política e incluso la ecología- es subsidiario del mercado. Monoteísmo puro Baal en toda su gloria, en su antiguo y magnífico esplendor.
*Fragmento del ensayo “Eran los tiempos del número”, del libro “La letra, el número y la cosa”, Planeta, 2023.