El pelao que salvó 12 millones de años de historia

Andrés Vanegas tenía 11 años cuando encontró un diente de caimán y una muelita de un cangrejo. No pudo estudiar y mientras trabajaba como vigilante siguió explorando el desierto hasta convertirse en un paleontólogo empírico que logró reunir a los mejores científicos en el patio de su casa en una vereda del Huila.

Texto: Pablo Correa - Fotos: Felipe Villegas*
27 de enero de 2019 - 03:00 a. m.
Andrés Vanegas (28 años) sostiene los dos primeros fósiles que descubrió en el desierto de La Tatacoa: un diente de caimán y las tenacitas de un cangrejo que vivieron en la zona hace más de 12 millones de años.  / Fotos: Felipe Villegas - Instituto Humboldt.
Andrés Vanegas (28 años) sostiene los dos primeros fósiles que descubrió en el desierto de La Tatacoa: un diente de caimán y las tenacitas de un cangrejo que vivieron en la zona hace más de 12 millones de años. / Fotos: Felipe Villegas - Instituto Humboldt.
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De Neiva a Villavieja hay poco más o menos una hora de camino en carro. Villavieja es difícil de olvidar. Erguido en la plaza central, un megaterio de casi tres metros de alto, lejano pariente de los perezosos, se roba la atención. Estos animales abundaron y evolucionaron en una época en que Suramérica, aunque cueste creerlo, fue un continente aislado del resto de América. Seamos claros: no existía la conexión a través de ese lugar para hacer compras, con buenos hoteles y playas, un canal interoceánico y donde suena la música de Rubén Blades que hoy llamamos Panamá. Así que durante 70 millones de años esta fue la casa de todo tipo de especies fantásticas moldeadas por los caprichos de la evolución. Suramérica fue una isla que solo volvió a reconectarse a Centro y Norteamérica hace unos diez millones de años. “El espléndido aislamiento” lo llamaron algunos. Y una parte de los restos de ese esplendor biológico están enterrados en la Tatacoa.

¿A quién se le ocurrió pintar una réplica de megaterio de color naranja zapote? Eso quedará entre los misterios de la burocracia municipal de Villavieja. Como todo buen gobierno, la precisión científica no está entre las prioridades. Nadie sabe qué color tenían los megaterios. Los fósiles dicen muchas cosas, pero los colores de la piel no son una de ellas. En todo caso naranja no parece un buen color para camuflarse en un lugar verde y frondoso que entonces era más parecido al Amazonas que al Sahara. Nadie evoluciona para ser presa fácil. (Imagen: Zona norte del desierto de La Tatacoa, Huila).

Villavieja es un municipio cuya economía ha florecido gracias al turismo. Dos observatorios astronómicos, un pequeño museo paleontológico, hoteles y piscinas han ayudado a que a pesar de sus agobiantes 35 grados celsius, a veces hasta 40, arriben cada año millares de turistas. En 2016 recibió 172 mil y en 2017 unos 276 mil turistas.

Partiendo de Villavieja y atravesando el desierto de la Tatacoa de sur a norte, perdido entre ese paisaje erodado por siglos de lluvias y ríos, está el poblado de La Victoria. Aquí es mejor aclarar que el desierto es en realidad un bosque seco tropical, confusión que saca de casillas a algunos ecólogos, pero resulta útil para el turismo. La Victoria la conforman unas pocas cuadras, desordenadas, sin pavimento, en las que viven unas 2 mil personas. A diferencia de Villavieja, su economía es bien flaca. No hay policía, no hay centro de salud. No hay casi nada. Muy probablemente el alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa, si pasara por allí, se podría referir a ella como un potrero.

La semana pasada, sin embargo, llegaron desde la Universidad de la Plata en el sur del continente y desde la Universidad de Yale en el norte, desde Florida, desde Venezuela y hasta desde Zúrich, del Instituto Smithsonian de Panamá, un grupo élite de geólogos y paleontólogos, en su gran mayoría colombianos. Si uno revisa sus hojas de vida descubre rápidamente que son personas dispuestas a buscar la aguja en el pajar: unos estudian el sarro de dientes fosilizados, otras hojas microscópicas del cenozoico, alguno analiza cangrejos de menos de 10 milímetros, otros se desvelan por el polen ancestral o por los isotopos que permiten adivinar si la dieta de un animal extinto era vegetal o carnívoro. Y aunque junto a los padres de los músicos y pintores, los de los paleontólogos creen que sus hijos van a fracasar cuando eligen esa senda profesional, la verdad parece ser otra. Todos se veían felices preparando sus martillos, sus botas, sus cantimploras para enfrentar el desierto de la Tatacoa en los días siguientes.  

Un bautizo científico

El lunes 14 de enero, a las 7:00 p.m, todos se reunieron en uno de los dos hotelitos que han nacido en La Victoria, en El Rubí. Carlos Jaramillo, casi nadie se disgustaría si se dice de él que es el paleontólogo colombiano más importante en la actualidad, tomó la palabra. Después de pedir a todos que se presentaran y resumieran en 30 segundos su área de trabajo, el investigador del Instituto Smithsonian dijo:

—El primer artículo científico sobre La Venta (así se conoce esta zona entre los paleontólogos) se escribió en 1929. Desde entonces se han escrito alrededor de 225. Solo tres son de colombianos.

En medio del mismo silencio respetuoso que se instaura en sus discípulos cada vez que abre la boca continuó con su reflexión:

— Por eso es que estamos acá. Aquí vinieron los jesuitas, los japoneses, los gringos de California y los de la Universidad de Duke. Les podemos echar la culpa por no involucrar colombianos, pero la verdad es que es nuestra. Tenemos los fósiles en nuestra casa.

Luego disparó preguntas a los estudiantes de pregrado de Eafit, a los de la U. del Norte, a los de maestría, a los candidatos a un doctorado, a los posdoctores, a los otros profesores que antes fueron sus discípulos. El que oía su nombre quedaba petrificado como un fósil por unos segundos.

— ¿Cuánto mide la cuenca?

Nadie acertó, así que él mismo respondió.

— La cuenca tiene unos 40 kilómetros por 25 kilómetros aproximadamente. Calculo que se tendrán que recolectar unos 30.000 fósiles antes de detenernos. Estamos en poco más de 1.000.

— ¿Cual es la edad de la secuencia?, volvió a arremeter contra algunos estudiantes.

En esa acertaron varios: “Entre 13,8 y 10 millones de años”. Aunque el consenso es que aún no está claro.

— ¿Qué es lo más interesante para estudiar aquí?

Y el mismo respondió:

— El óptimo climático del mioceno.

El último calentamiento del planeta resulta especialmente interesante, porque en ese momento la atmósfera terrestre alcanzó a contener 500 partes por millón (ppm) de C02. Hoy vamos en 410 ppm por andar quemando petróleo y talando árboles. Saber exactamente cómo reaccionan los ecosistemas tropicales cuando la Tierra tiene fiebre por exceso de C02 ayudaría mucho a despejar dudas sobre el cambio climático actual. (Imagen: El paleontólogo colombiano Carlos Jaramillo, investigador del Instituto Smithsonian).

Las preguntas continuaron: ¿que tiene que ver el sistema Pebas, qué tiene que ver esto con el Amazonas? ¿Por qué ríos como el Magdalena, que antes fluían hacia el sur, hacia el Amazonas, cambiaron su rumbo hacia el norte? Y otras tantas sobre la formación geológica del lugar. (Lea: Entrevista con el paleontólogo Carlos Jaramillo).

Antes de cerrar la reunión Carlos contó que la expedición a la Tatacoa era financiada en gran parte por William Anders, el piloto del módulo lunar del Apollo 8, la primera misión tripulada de Estados Unidos en orbitar a la Luna y finalmente regresar a la Tierra. Anders, quien por cierto tomó la primera imagen espacial de la Tierra, de ese punto azul pálido como la llamó Carl Sagan, luego se convirtió en mecenas científico.

Atrás del círculo de sillas rimax que formaban los estudiantes y científicos, escuchando atento estaba Andrés Vanegas Vanegas. La otra razón por la que estaban ahí reunidos. Su anfitrión. (Imagen: Grupo de investigadores en una de las salidas a la zona norte del desierto de la Tatacoa).

La historia de Andrés

Andrés nació en Villavieja, porque era el hospital más cercano para su mamá, pero su familia lleva cuatro generaciones establecida en La Victoria. Cuatro generaciones arando en el desierto. En el patio de su casa, al fondo, se yergue un cactus de unos cuatro metros y también un árbol de totumo que cuidó su bisabuelo, su abuelo, sus padres y ahora protegen él y su hermano menor Rubén. Ellos dicen que es el cactus más alto que han visto en el desierto. Hablan de ellos como dos miembros más de la familia.

Cuando cumplió 11 años un maestro de la escuela organizó una salida al desierto. Ese día ocurrió el milagro científico de su vida. Mientras sus compañeros jugaban y saltaban alrededor, él caminaba con la mirada pegada al piso. De repente: una piedra que parecía un diente o un diente con pinta de piedra. Siguió escarbando con la mirada y encontró unas tenacitas de cangrejo. Eso fue en la vereda El Cusco.

Durante muchos días observó ese diente y esa tenacita de cangrejo. Como si fueran de un extraterrestre. Su abuelo Wenceslao Vanegas le contó que los animales y los árboles cuando se secaban se volvían piedras. A los colmillos los campesinos les decían “cachos de piedra” y a los restos de huesos relativamente comunes en esos parajes solitarios: “chocosuelas”. El abuelo les prometió a él y a su hermano Rubén que algún día los llevaría a conocer un árbol completo convertido en piedra. (Imagen: A la izquierda Rubén Vanegas, hermano de Andrés, junto a los otros niños que hacían parte del grupo Vigías del Patrimonio de la Tatacoa  en el año 2011). 

En un sitio al que casi no llegaban libros, ni nadie sabía nada de paleontología, Andrés tuvo la suerte de que un primo le regalara una cartilla sobre dinosaurios. Su imaginación detonó. Entendió que eran piezas de animales extintos. Tres o cuatro años más tarde, un amigo de su hermano Rubén reveló un secreto. En el kilómetro 121 podían encontrar “dientes de dinosaurio”. Andrés conformó su primera expedición paleontológica.

“Encontramos osteodermos de armadillo, más tenacitas de cangrejo y dije: Vamos a tener un museo en La Victoria”.

La fiebre por los fósiles ya no se detuvo. Andrés reclutó a otros niños. Llegaron a ser hasta 15 en los meses siguientes. Armados con cepillos de dientes, destornilladores, bolsas de arroz y cajitas de bocadillo para guardar piezas, con agua y “guampanas” como provisiones, caminaban en jornadas que duraban hasta cinco o seis horas por el desierto. Su mamá pedía en las tiendas cajas de cartón y recipientes para que organizaran los fósiles.

“Un día fui a visitar el Museo de Villavieja. Quería entender todo esto. Gladys Vanegas fue la primera persona que me dio algo de información”. Pero no suficiente para saciar las decenas de preguntas que borboteaban en su cabeza. En 2009 contactó al Servicio Geológico Colombiano y un año más tarde por fin una comisión visitó “su museo” instalado en la casa de bahareque donde vivió su bisabuelo. Andrés y Rubén organizaron las principales piezas que habían recolectado con los otros niños. Los funcionarios quedaron sorprendidos.

“Si encuentras algo grande nos avisas”, le dijeron, y le regalaron su primer frasquito de B72. Una sustancia consolidante que no puede faltar entre los aparejos de un paleontólogo y sirve para evitar fracturas de las piezas. También le regalaron yeso.

“Algo grande”, no tardó en aparecer. Fue un gliptodonte, pariente lejano de los actuales armadillos, que protegió hasta que regresaron los del Servicio Geológico para desenterrarlo.

Andrés nunca dejó de pensar en los fósiles. En cómo salvar más piezas de ese naufragio del tiempo. “Los fósiles tienen algo mágico. Generan una conexión. Todos queremos encontrar cosas que nadie ha visto”. Buscando y buscando, incansable, escuchó sobre un programa del ministerio de Cultura, Vigías del Patrimonio. Averiguó todo lo que tenía que averiguar, convenció a sus secuaces de La Victoria y se autobautizaron “Vigías del Patrimonio Cultural y Natural La Victoria”. Tenían por fin una identidad. En La Victoria, sin embargo, nadie les prestaba atención. Eran solo niños recogiendo piedras que no servían para nada más que para trancar puertas. Andrés no se amilanaba y pensaba que eran “tan afortunados que ha venido gente de Japón hasta acá. ¿Por qué venían? Esto debe tener un valor”.

La necesidad de tener un trabajo, con su familia acosada por el dinero, aburrido con unos pocos semestres de psicología que logró completar en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia, no le quedó otra salida que aceptar un trabajo como guardia de seguridad en Neiva. Por suerte, lo asignaron a la Universidad Surcolombiana.

Entonces ocurrió una feliz coincidencia. En una de las rondas por los pasillos de la universidad desembocó en el Museo Geológico y del Petróleo. Supo al instante que ahí adentro se escondían cosas que le interesaban. Así que regresó unos días más tarde.

Vió a un par de estudiantes sufrir organizando cajas con fósiles.

— Si quieren les colaboro, dijo Andrés.

Los estudiantes lo miraron con curiosidad y le preguntaron por qué sabía de fósiles. Les contó su historia y les dejó el número de teléfono. Días más tarde lo llamó el profesor Roberto Vargas Cuervo y lo invitó al museo: “Recuerdo que lo confronté y empezó a responderme datos de paleontología. Tenía un libro a la mano con unos fósiles y le pregunté esto qué es. Y el tipo le pegó perfecto”.

Conmovido, Vargas lo involucró en la reorganización del museo y le ofreció que asistiera a una de sus clases sobre geología. Andrés se presentó con su uniforme azul de vigilante.

“Me decían wachi pero luego los estudiantes se dieron cuenta de que sí sabía y me respetaban”.

Consiguió una nota de 4,5 sobre 5,0. Por esa época creó con sus amigos el Museo de Historia Natural La Tatacoa, que no era nada distinto a la vieja casa de bahareque de su bisabuelo. Vargas le dio un empujón para que se vinculara a la Red de Museos del Huila. Sus tres pilares: “Proteger, conservar y divulgar”. (Imagen: Cráneo de un Gryposuchus colombianus, descubierto en la Tatacoa).

Poco a poco se iba extendiendo el rumor de un joven que conocía de fósiles en la Tatacoa. Apareció primero Ascanio Rincón, un paleontólogo venezolano que casi se desmaya cuando Andrés le mostró una mandíbula de primate y otras piezas bastante codiciadas. Y también Andrés Link, profesor de ciencias biológicas de la U. de los Andes, experto en primates, quien quedó deslumbrado por la tenacidad y el conocimiento de Andrés.

Esos primeros guiños de investigadores de alto nivel le sirvieron para entender que iba por buen camino. Pero el momento de serendipia ocurrió cuando Vargas Cuervo le contó que por el museo pasaría por unos días un experto colombiano en caimanes para estudiar el fósil de un Gryposuchus colombianus. Se trataba de Jorge Moreno Bernal.

Jorge le dio el correo electrónico de su jefe, el paleontólogo Carlos Jaramillo, y le dijo: “Yo no lo puedo ayudar, pero mi jefe sí, escríbale”.

Andrés, desilusionado y cansado de tocar decenas de puertas en busca de ayuda, de intentar convencer a tres alcaldes sucesivos de Villavieja, a los funcionarios de la Gobernación, a los del Servicio Geológico Colombiano, a gente aquí y allá, no le escribió. Pero meses más tarde se autoconvenció con un argumento sencillo: “¿Qué pierdo? Nada” y tras investigar mejor quién era ese tal Jaramillo, enterarse que había descubierto la Titanoboa cerrejonensis, la serpiente más grande encontrada hasta la actualidad, y era una autoridad mundial en palinología se sentó al computador y escribió:

Buenos días,

Me dirijo a usted como coordinador del grupo de vigías del patrimonio paleontológico la Tatacoa, para poner en su conocimiento de la existencia de un grupo de jóvenes que nos hemos interesado por este patrimonio que se encuentra por todo el territorio del municipio de Villavieja...

... Me dirijo a usted por recomendación del el señor Jorge Bernal, quien nos ha comentado de su excelente trabajo en este campo y nos interesa que se vincule a nuestra iniciativa todo el que nos pueda apoyar con su conocimiento y experiencia, anexo algunas fotografías de algunas de las piezas que tenemos y otras actividades que hemos realizado, muchas gracias por su tiempo y quedo a la espera de una positiva respuesta.

La respuesta llegó en pocos minutos: Carlos le dijo que estaba en Chile, pero pasaría por Colombia y lo visitaría. Andrés no lo podía creer.

Ese correo que Andrés casi no escribe al final de cuentas desencadenó el redescubrimiento de la Tatacoa y una de las más interesantes colaboraciones científicas en Colombia. Carlos llegó solo al aeropuerto de Neiva como lo prometió. Andrés jamás se imaginó que uno de los mejores en el campo de paleontología fuera un tipo tan sencillo y generoso. Más tarde Carlos le envió dinero para que construyera una primera etapa del museo, dos cuartos amplios para albergar las piezas y recibir a los investigadores. También lo ha guiado en el registro de todas las piezas para tener una colección con estándares profesionales. Le envió paquetes enteros por correo con todos los artículos científicos que detectó sobre la Tatacoa y algunos libros sobre paleontología. Y la expedición de la semana pasada, como lo anunció Carlos, fue “el bautizo científico” de Andrés, de los Vigías, de su museo y de una nueva etapa en la exploración paleontológica y geológica de toda esta región. Andrés ya figura en tres artículos científicos como coautor. (Diente fósil de un gavial extinto. Esta especie de cocodrilo vivió hace unos 11.8 a 13.5 millones de años en los humedales que existían donde hoy se ubica el Desierto de La Tatacoa).

La vieja biodiversidad

En 1959, el norteamericano Donald Savage, quien había visitado Colombia en 1950 y estaba al tanto de las expediciones que comandó Ruben Arthur Stirton, de la Universidad de California, entre 1944 y 1951 en el desierto de la Tatacoa, escribió para la revista Pacific Discovery un artículo que tituló “Colombia is the Key” (Colombia es la clave). Con “clave” se refería a que La Venta representaba “una de la últimas sociedades de mamíferos que dominaron la vieja fauna de Suramérica”.

Savage describió para sus lectores un paisaje estrambótico y vital, como debió ser la casa de Andrés hace 12 millones de años: notungulados “que parecían ovejas con una larga cola, marsupiales parecidos a lobos y a hienas”, legiones de micos saltando entre las ramas de los árboles que crecían al lado de amplias corrientes de agua en las que se escondían peligrosos caimanes de ocho metros. Un territorio habitado también por edentados, familiares de los perezosos, armadillos, gliptodontes y hormigueros, centenares de tortugas enormes, litopternos parecidos a camellos pequeños. Volando sobre las cabezas de todos murciélagos y escondiéndose en laberintos de plantas y enredaderas miles de lagartijas, serpientes, ranas, caracoles y artrópodos. “Todo este conjunto de la vida está representado en La Venta”, anotó Savage.

El sueño de Andrés, su hermano Rubén y el resto de los Vigías de la Tatacoa es rescatar ese pasado pero también a toda su comunidad a través de la ciencia y el turismo. Y, si tienen suerte, esperan también encontrar restos de un animal legendario, “el ave del terror”. (Vea: Científicos a la reconquista de la Tatacoa).

* Fotógrafo del Instituto Humboldt.

Por Texto: Pablo Correa - Fotos: Felipe Villegas*

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