El sacerdote, el científico y el poeta
Estas tres voces son complementarias. Cada una de ellas aporta luz y nos ayuda a develar una arista del mundo. En el caso del brujo y el científico, aún es posible encontrar puntos de convergencia, momentos en los que no sabemos si estamos frente a un modelo científico o una fábula mitológica.
Los brujos y los científicos se parecen: ambos quieren explicar fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles, como ya explicó una vez François Jacob, el mejor divulgador de ciencia y humanidades que hayan leído mis ojos. Claro que hoy son dos gremios irreconciliables. Los científicos buscan las leyes que rigen el mundo; los brujos, las que pueden torcerlas. El científico opera paso a paso; el brujo conoce un atajo. Aunque hoy los científicos se consideran de mejor familia y los brujos se creen más poderosos, la verdad es que en la antigüedad eran indiferenciables. En la escuela de los pitagóricos, demos por caso, se mezclaban el rigor del teorema y la arbitrariedad del conjuro. Los pitagóricos podían guardar silencio por meses o discutir con vehemencia sobre la suerte de Hipasio de Metaponto, condenado a muerte por divulgar el secreto de la construcción del dodecaedro regular. Podían enunciar verdades transparentes: el sonido de una cuerda pulsada es más agudo cuanto más corta es la cuerda; o repetir ciegamente proposiciones oscuras. (Le puede interesar: Madres en países occidentales transmitirían más microorganismos en la lactancia)
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Los brujos y los científicos se parecen: ambos quieren explicar fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles, como ya explicó una vez François Jacob, el mejor divulgador de ciencia y humanidades que hayan leído mis ojos. Claro que hoy son dos gremios irreconciliables. Los científicos buscan las leyes que rigen el mundo; los brujos, las que pueden torcerlas. El científico opera paso a paso; el brujo conoce un atajo. Aunque hoy los científicos se consideran de mejor familia y los brujos se creen más poderosos, la verdad es que en la antigüedad eran indiferenciables. En la escuela de los pitagóricos, demos por caso, se mezclaban el rigor del teorema y la arbitrariedad del conjuro. Los pitagóricos podían guardar silencio por meses o discutir con vehemencia sobre la suerte de Hipasio de Metaponto, condenado a muerte por divulgar el secreto de la construcción del dodecaedro regular. Podían enunciar verdades transparentes: el sonido de una cuerda pulsada es más agudo cuanto más corta es la cuerda; o repetir ciegamente proposiciones oscuras. (Le puede interesar: Madres en países occidentales transmitirían más microorganismos en la lactancia)
Mucho más acá, en el siglo XVII, los dominios del brujo y del científico aún se traslapaban de manera maravillosa. De noche, Kepler acechaba planetas y descubría sus elipses. Durante el día, escribía horóscopos para el rey Matías. Brujo y poeta, Christopher Marlowe escribía dramas sobre el mito fáustico y sobre la vida de Tamerlán, y asistía a la Escuela de la Noche, un círculo presidido por sir Walter Raleigh donde el estudio de la naturaleza alternaba con la magia y el ateísmo, una posición que estaba íntimamente ligada a la hechicería. Si el señor inquisidor quería demostrar que cierto parroquiano era brujo, le bastaba con probar que era ateo. Hoy tendemos a pensar que es al contrario: que los creyentes están más cerca de la brujería que los escépticos.
Los físicos, que entonces se llamaban filósofos naturales, conversaban sobre imanes y espejos con los nigromantes. De los crisoles de los alquimistas salió un oro inesperado: la química. Los cabalistas y los herméticos estudiaban matemáticas. Los geománticos sentaron las bases de la mineralogía.
Aunque en los siglos siguientes los caminos del brujo y el científico divergieron, aún es posible encontrar puntos de convergencia, momentos en los que no sabemos si estamos frente a un modelo científico o ante una fábula mitológica. La teoría del big bang, por ejemplo, esa fantástica hipótesis que hace surgir de la nada el espacio, el tiempo, las partículas, las estrellas, las piedras, las flores y los pájaros, es descaradamente mágica. Un universo que sale de la nada no es más lógico que un dios eterno que se saca el mundo de la manga de su túnica inconsútil. (Le recomendamos: Descubren antigua necrópolis con 50 tumbas funerarias en medio de París)
El poeta, por su parte, ha perdido poderes, pero ha ganado prestigio. Me explico. En la antigüedad el poeta escribía la historia, las guerras, los manuales de los oficios y los laberintos del mito. Se lo consideraba inspirado; es decir, inocente. Era una criatura que recibía el dictado de entidades sobrenaturales. Por eso Homero las invoca en la primera línea de la Ilíada: “Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles”. Por esto mismo, por ser un escriba de potencias ocultas, el poeta era entonces más poderoso pero no se lo consideraba dueño de un talento individual. Era apenas un médium. Era inocente como los pájaros. Era inocente de sus errores e indigno de sus aciertos. No era un individuo. Era, como todos, parte del clan, de la tribu, del feudo, del reino o de la grey. Era una hormiga más del hormiguero. Solo fue en el tránsito entre la baja Edad Media y el Renacimiento, cuando los dioses se fueron desdibujando, que el hombre fue realmente la medida de todas las cosas, nació el individuo y los artistas empezaron a firmar sus obras. El concepto de genio es renacentista. Para la fecha, la musa era apenas una asistente, no la autora.
El poeta era un brujo. Ahora es un técnico, pero conserva el poder de hechizarnos. A veces, cuando los astros son propicios, sus palabras adquieren fuerza de conjuro y vuelven a estremecernos, como al principio, cuando era historiador y sacerdote, brujo y cosmólogo.
De la sociedad del brujo y el poeta salió un producto maravilloso: el ensayo de divulgación. Tomar el ensayo como forma, es decir, el lenguaje del pensamiento; aplicarlo a los contenidos de la ciencia, palacio de precisos cristales; y afinar el conjunto con el tino y la potencia de la poesía, es uno de los cabezazos más felices de la modernidad. (También puede leer: Lo que las ranas y abejas podrían tener en común)
Un paréntesis para una definición del profesor Jaime Alberto Vélez: el ensayo es la manera de sostener con gracia un punto de vista original. Ahí está todo. Al decir ensayo se nos está recordando que el texto debe estar bien escrito, lo que sea que esto signifique. Al exigir que el texto tenga gracia, se nos advierte que no es suficiente con que esté bien escrito. Que debe ser leve y poético. Lo del punto de vista original es una exhortación a que el autor meta baza, tome posición, construya conocimiento. Es también una licencia para la introducción de elementos subjetivos en el ensayo, para la especulación.
Los autores de textos científicos nos miran con recelo a los que hacemos divulgación. Dicen que especulamos. Que nos pierde nuestra debilidad por la metáfora. Que somos capaces de desempolvar el flogisto para pulir un verso. Nosotros decimos que ellos son prolijos y aburridos. Es una discusión tonta, por supuesto. El texto duro es el lenguaje natural de los brujos, cuyas cartas deben ser precisas y, por tradición, crípticas. Es un lenguaje que lucha contra la polisemia natural de las palabras, contra las florituras de la mano, contra los prejuicios del corazón. El ensayista científico es un hombre que juega a ser máquina, un ojo que pretende ser diafragma.
El autor de divulgación tiene un papel más humilde: traduce el lenguaje hermético del brujo y lo pone en cristiano. Es un cartero que lleva al hombre de la calle las cartas del brujo, pero se toma en el camino el atrevimiento, y la queridura, de iluminar ciertos pasajes. Los alivia de su aparato erudito, sus rigores y ecuaciones. Gracias al divulgador, los rústicos de la calle nos asomamos a esos laboratorios de donde salen armas que producen dolor, discos blancos que alivian en segundos el dolor, prodigios digitales, naves capaces de ir más allá del sol, robots que caben en la punta de un alfiler, artefactos reales, artefactos virtuales, teorías, vastos frescos del pensamiento… o una línea, un pie de página que cambia el curso de la historia. Bueno, y para qué querrá la gente enterarse de estas cosas, dirá usted. La gente, querido señor, necesita saberlo todo por tres razones: primero, porque sí, porque está en su naturaleza la curiosidad. Porque no le basta admirar el arco iris. También quiere saber cómo diablos hace Dios para que no le tiemble nunca el pulso al trazarlo. (Lea también: En Colombia hubo olas de extinción animal, así lo reveló excremento prehistórico)
Segundo, porque el señor de la calle es un filósofo, aunque usted no lo crea. Diariamente tiene que tomar decisiones prácticas que están atravesadas por dilemas morales. Algún día debe decidir, por ejemplo, si paga el aborto de su hija. Tiene ambiciones mezquinas y raptos filantrópicos. Tiene deseos inconfesables. A ratos quiere cambiar el mundo. Todos los días quiere robárselo. Pero teme que Dios, el vecino, su cónyuge o la policía lo vean. La conciencia es esa vocecita interior que nos advierte que alguien puede estar mirándonos, dijo un cínico; es decir, un moralista de choque. Como si fuera poco, sabe que un día morirá, que hasta el más cobarde atravesará esa puerta. Y ante la tumba, quién lo duda, hasta el más macho filosofa.
La tercera razón es simple y vital. El ciudadano debe estar bien informado porque es un ser social. Como tiene voz y voto en la comunidad, debe tener siquiera un boceto del mundo. Tiene que saber algo de la historia reciente. Por ejemplo, de parapolítica, esa vasta y tétrica revolución. Y debe saber algo de historia mediata para entender la reciente. Y debe saber de derechos humanos, esa religión laica. Y algo de la geopolítica del mundo, porque, para bien y para mal, ya no hay ruedas sueltas en los tiempos que corren. Y debe conocer la historia del tráfico de drogas ilícitas, y sobre el genoma, sus límites éticos y sus doradas posibilidades. Debe saber si es cierto que los fertilizantes químicos son una peste, como se ha dicho siempre, o una bendición, como cree Matt Ridley. Debe saber si los biocombustibles son la luz al final del túnel, o si es verdad el rumor que corre: que ni siquiera hay túnel. Si es verdad que los alimentos transgénicos son una peste o una salvación. Pista: parece que la realidad es un gran fresco de matices del gris, no un tablero de cuadros negros y blancos. (Le puede interesar: “A mediodía llovían pájaros”, narrar la violencia a través de la naturaleza)
Las personas deben saber algo de todo esto para participar de modo activo en los debates, discutir en las reuniones y opinar en las encuestas; para multiplicar la información en sus casas y en sus círculos de influencia y elegir bien a los candidatos a las corporaciones públicas. Mientras no tengamos una masa crítica bien informada, la democracia seguirá siendo un alto espejismo, apenas una bella palabra.
Con frecuencia, nuestros líderes toman decisiones cruciales para el destino del país, el mundo y la especie. Y si no estamos bien informados, si la opinión pública no pesa como debiera en la agenda de las políticas públicas, las decisiones se seguirán tomando a puerta cerrada y estarán solo sujetas al ajedrez de la política, la ambición de los industriales y la vanidad del científico.
Las actitudes básicas del ser humano frente al cosmos son cinco. La mirada del investigador de las ciencias duras, esa criatura ambiciosa que quiere develarlo todo, descubrir las frecuencias de los fenómenos, los números de las cosas. La mirada del estudioso de las ciencias humanas, que trata de entender la sustancia más esquiva: el animal del día sexto. La mirada excéntrica del artista, cuyos trabajos celebran el universo. O lo maldicen. Y la del sacerdote, que nos habla con las oscuras cifras del mito. (Le recomendamos: Lo que revela la imagen de un agujero negro cada vez más conocido)
Todas estas voces son necesarias. Cada una aporta una luz, devela una arista. Juntas conforman una polifonía muy poderosa.
Soy, como tantos, un creyente de la ciencia. Un ingenuo devoto. Amo al brujo, pero corro donde el médico por cualquier uñero. Sin embargo, reconozco que en esta devoción tiene mucho que ver mi confianza en el principio de autoridad; una actitud que linda con la fe, que es su equivalente religioso. Si la fe es creer en lo que uno no cree, el principio de autoridad es la base de una credulidad que nos permite aceptar cosas que no entendemos, o que entendemos solo muy parcialmente. El conocimiento ha alcanzado niveles tan complejos que hoy nadie entiende completamente el funcionamiento de nada. Podemos decir, sin hipérbole, que todo es mágico, desde el bombillo hasta el reactor, desde el analgésico hasta el celular. Desde el conjuro hasta el verso. Por esto, y por su hermoso papel en la historia, me siguen simpatizando los brujos y los poetas.
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