El Telescopio James Webb: inicia la búsqueda de la primera luz
Si todo sale como está planeado, el 24 de diciembre partirá una de las misiones más ambiciosas en la historia de la ciencia. De la Guyana Francesa partirá el telescopio James Webb que proporcionará las piezas faltantes en el rompecabezas del universo.
Juan Rafael Martínez Galarza*
@juramaga
En el principio todo era oscuridad. Las únicas fuentes posibles de luz , los primeros átomos de hidrógeno que se habían formado cuando el universo se hizo lo suficientemente frío, eran tan difusas y estaban tan uniformemente distribuidas en todas las direcciones, que habría sido imposible detectarlas como fuentes ciertas, de manera que ese joven universo era también el lugar más oscuro y lo llenaban complejas estructuras de hidrógeno neutro, protones y electrones orbitándose mutuamente sin que sucediera mayor cosa por unos cien millones de años. Pero entonces algo extraordinario ocurrió: algunos parches de ese gas primordial de hidrógeno se hicieron tan densos, que las primeras reacciones de fusión nuclear tuvieron lugar entre esos átomos primigenios, y nacieron las primeras estrellas.
De repente, el universo se hizo visible de nuevo, en forma de millones de esferas incandescentes irradiando energía termonuclear y aglomerándose en las galaxias originales, las primeras estructuras luminosas del universo, que eventualmente darían lugar a brazos espirales, racimos de estrellas jóvenes, sistemas solares, océanos y desiertos.
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Que en algún momento se formaron estas primeras galaxias lo sabemos hoy por pura inferencia: hemos visto la huella de un universo tempranísimo, transparente y sin estrellas en el fondo cósmico de microondas que hoy llena el espacio en todas las direcciones y, sin embargo, vemos también hoy a nuestro alrededor el producto último del proceso de formación estelar: atmósferas, montañas, individuos y conciencias que intentan entenderlo todo. Concluimos entonces que las estrellas y galaxias no siempre han estado allí, pero jamás las hemos visto formarse. Hoy, en el extremo opuesto de una historia cósmica que ha tardado 13.700 millones de años en proveernos con las herramientas necesarias para observar ese momento irrepetible, estamos a punto de cerrar otro capítulo en el libro infinito de nuestra ignorancia.
El 24 de diciembre, encaramado en lo más alto de un monumental vehículo de lanzamiento y luego de más de treinta años de diseños, desarrollos tecnológicos, escaramuzas políticas y descalabros presupuestales, el telescopio espacial James Webb (JWST, por sus siglas inglés) será lanzado por fin al espacio desde el puerto espacial de Kourou, en la Guayana Francesa, dando término a una de las operaciones preparatorias más azarosas en la historia de la agencia espacial estadounidense y sonando el pistoletazo de partida para una de las misiones de descubrimiento más ambiciosas en la historia de la ciencia.
El JWST, un telescopio espacial de 6,5 metros de diámetro, es el más grande instrumento óptico jamás lanzado al espacio en una sola pieza. Está optimizado para observar luz infrarroja y calificado con todo el derecho como la misión espacial que definirá la siguiente década. Nos permitirá, por fin, echar un vistazo directo a los primeros fotones que se formaron en el interior de una estrella, proporcionándonos las piezas faltantes en el rompecabezas de la historia cósmica y revelando los detalles de cómo se formaron las primeras galaxias, cuyas estrellas ionizaron de una vez y para siempre la sopa cósmica que eventualmente concluiría con nuestra propia aparición en la superficie de un planeta rocoso.
Webb será capaz de la hazaña porque es el primer telescopio infrarrojo con la sensibilidad suficiente para captar la luz distante de esas primeras estrellas. Su espejo principal, una colección de dieciocho segmentos hexagonales alineados unos con otros, que por su forma y color dorado parecen más el panal de una colonia de abejas extraterrestres que el principal componente óptico de una misión espacial, tiene el tamaño y la precisión suficientes para enfocar los pocos fotones que han logrado culminar con éxito el viaje inverosímil a través de la historia del universo para traernos noticias sobre el final de la Edad Oscura. Esos fotones, recolectados meticulosamente por un espejo tan perfecto que, si fuera del tamaño de un continente entero, no tendría montañas más altas que unos cuantos centímetros, y registrados por cámaras infrarrojas tan sensibles que deben ser operadas a temperaturas por debajo de los 230 grados bajo cero, no emprendieron el viaje como fotones infrarrojos.
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Producidos en los profundos interiores de las estrellas más masivas que jamás existieron, sus energías iniciales eran mucho más altas, similares a las de los rayos ultravioleta que nos enrojecen la piel en un día de playa, pero debido a la expansión del universo esos rayos de luz han tenido que recorrer caminos mucho más largos de los que se habrían esperado inicialmente, y ellos mismos se han estirado como elásticos errantes a medida que viajaban, perdiendo energía en el proceso y transformándose en fotones infrarrojos, más allá de la luz que pueden detectar nuestros ojos e incluso otros telescopios espaciales como el Hubble, lo cual ha terminado por justificar la construcción de un telescopio frío capaz de ver en luz infrarroja, y su lanzamiento al lejanohistori, donde las leyes de la mecánica lo mantendrán siempre en órbita alrededor del Sol, protegido por la sombra de nuestro planeta, a las bajas temperaturas que requiere su operación. Seis meses tardará el proceso de llevar a Webb hasta L2, desplegar sus espejos y refinar la operación de sus instrumentos. Luego, finalmente, Webb apuntará hacia las estrellas.
* * *
Solía tomar el autobús en la estación de Oxford, luego de una caminata placentera por las angostas calles de la ciudad, dejándome deslumbrar aquí y allí por los ceremoniosos espacios interiores de Christ Church y Corpus Christie y deteniéndome a considerar las excentricidades de Lewis Carroll, fotógrafo de niños y creador de Alicia en el País de las Maravillas. El trayecto de una media hora era lo que se podía esperar del paisaje de Oxfordshire: colinas cubiertas de verde atravesadas por los pequeños afluentes del Támesis y salpicadas por cottages y algunos pequeños pueblos dominados por abadías medievales. El final del trayecto era indicado por las inmensas chimeneas de la central de energía de Didcot —me entero ahora de que han sido recientemente demolidas—, no muy lejos de mi destino final: el Rutherford Appleton Laboratory, uno de los laboratorios nacionales del Reino Unido y su centro de operaciones para la investigación en física nuclear.
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Era el año 2011, yo estaba en mi tercer año de doctorado y hacía ese mismo peregrinaje desde Holanda varias veces al año para enterrarme por varios días en una de las salas limpias del laboratorio, donde nos dedicábamos a calibrar uno de los instrumentos que eventualmente volaría al espacio a bordo del telescopio espacial James Webb: el Instrumento del Infrarrojo Medio (MIRI).
Eran tiempos inciertos. El JWST ya había sufrido varios retrasos, estaba deslizándose vertiginosamente fuera del presupuesto inicial, y en Washington se discutía seriamente la posibilidad de cancelar la misión, de manera que cada noche (yo hacía los turnos nocturnos, como correspondía a los aprendices) entraba al laboratorio con la sensación de estar trabajando para un proyecto que no nos conduciría a ninguna parte. Me sostenía en mi juicioso empeño la esperanza ingenua del estudiante, la idea de que la curiosidad por el descubrimiento —o quizás el lobbying milimétricamente ejercido— terminaría por imponerse sobre los azares presupuestales de Capitol Hill, como finalmente sucedió.
Durante esas noches solitarias del Rutherford Appleton Lab, hice mi modesta contribución al prometido descubrimiento de las primeras galaxias, asegurándome de que el espectrómetro que volaría con el JWST cumplía con las especificaciones para descomponer la luz infrarroja que llega de los confines más tempranos del universo y así distinguir claramente los primeros fotones de aquellos que nos alcanzan desde regiones menos remotas, falsas alarmas cósmicas que de otra manera habrían confundido nuestras interpretaciones.
El esfuerzo valió la pena. En mayo de 2012, un mes antes de mi defensa doctoral —y casi diez años antes del lanzamiento de este año—, nuestro consorcio europeo le entregó a la NASA el MIRI, el instrumento más complejo del JWST, una cámara-espectrómetro refinado para medir la luz primigenia del universo y desentrañar la química de los sistemas planetarios en formación. Era la culminación de un trabajo en equipo que para mí tenía un significado especial: había leído por primera vez sobre el proyecto de lanzar al espacio un telescopio infrarrojo gigante cuando era un colegial despistado en el occidente de Bogotá. Creía entonces —encuentro que de cierta manera estaba plenamente justificado— que las hazañas espaciales estaban reservadas para otro tipo de personas. Fue necesaria una sucesión de coincidencias felices, y la suerte de haberme formado en la Universidad Nacional, lo que hizo posible mi contribución al JWST.
Esa contribución a la puesta a punto del JWST la hice en una época en que mi condición como latinoamericano no fue un obstáculo ni un impedimento para aportar. No puedo dejar de pensar que en eso también tuve suerte, porque sé que aún hoy hay personas como yo (y sobre todo quienes no comparten el privilegio -del que también me he aprovechado, que me confiere ser hombre y heterosexual) se ven obligadas a esfuerzos adicionales e injustos para obtener un reconocimiento merecido. No siempre fueron tan favorables las condiciones para participar en misiones de descubrimiento como alguien diferente: como latinoamericano, mujer u homosexual.
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Y si bien el JWST será lanzado en un momento en que la NASA enarbola las banderas de la igualdad y la inclusión —banderas que cerebro—, no puedo dejar pasar por alto el hecho de que en contra de James Webb —administrador de la NASA entre 1961 y 1968, y cuyo nombre es exaltado por el JWST— existen denuncias por su participación en algunas reuniones en que se discutieron políticas de discriminación contra empleados federales homosexuales. La NASA investigó los hechos y concluyó que no había evidencia suficiente en contra de Webb, ni por tanto justificación para cambiar el nombre al telescopio, pero no hizo públicos los resultados de la investigación. En los papeles oficiales, la reputación histórica de la NASA sigue tan perfecta y brillante como los 18 espejos hexagonales del telescopio.
Descubrir está en nuestra naturaleza, y justamente por ello no debe ser el privilegio de unos cuantos, sino el logro colectivo de una sociedad diversa. Que el descubrimiento de la primera luz del universo nos haga recordar que en ocasiones, como individuos y como agentes de las instituciones, hemos privado a otras luces del derecho a brillar.
* Astrofísico en el Centro de Astrofísica, Harvard & Smithsonian.
En el principio todo era oscuridad. Las únicas fuentes posibles de luz , los primeros átomos de hidrógeno que se habían formado cuando el universo se hizo lo suficientemente frío, eran tan difusas y estaban tan uniformemente distribuidas en todas las direcciones, que habría sido imposible detectarlas como fuentes ciertas, de manera que ese joven universo era también el lugar más oscuro y lo llenaban complejas estructuras de hidrógeno neutro, protones y electrones orbitándose mutuamente sin que sucediera mayor cosa por unos cien millones de años. Pero entonces algo extraordinario ocurrió: algunos parches de ese gas primordial de hidrógeno se hicieron tan densos, que las primeras reacciones de fusión nuclear tuvieron lugar entre esos átomos primigenios, y nacieron las primeras estrellas.
De repente, el universo se hizo visible de nuevo, en forma de millones de esferas incandescentes irradiando energía termonuclear y aglomerándose en las galaxias originales, las primeras estructuras luminosas del universo, que eventualmente darían lugar a brazos espirales, racimos de estrellas jóvenes, sistemas solares, océanos y desiertos.
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Que en algún momento se formaron estas primeras galaxias lo sabemos hoy por pura inferencia: hemos visto la huella de un universo tempranísimo, transparente y sin estrellas en el fondo cósmico de microondas que hoy llena el espacio en todas las direcciones y, sin embargo, vemos también hoy a nuestro alrededor el producto último del proceso de formación estelar: atmósferas, montañas, individuos y conciencias que intentan entenderlo todo. Concluimos entonces que las estrellas y galaxias no siempre han estado allí, pero jamás las hemos visto formarse. Hoy, en el extremo opuesto de una historia cósmica que ha tardado 13.700 millones de años en proveernos con las herramientas necesarias para observar ese momento irrepetible, estamos a punto de cerrar otro capítulo en el libro infinito de nuestra ignorancia.
El 24 de diciembre, encaramado en lo más alto de un monumental vehículo de lanzamiento y luego de más de treinta años de diseños, desarrollos tecnológicos, escaramuzas políticas y descalabros presupuestales, el telescopio espacial James Webb (JWST, por sus siglas inglés) será lanzado por fin al espacio desde el puerto espacial de Kourou, en la Guayana Francesa, dando término a una de las operaciones preparatorias más azarosas en la historia de la agencia espacial estadounidense y sonando el pistoletazo de partida para una de las misiones de descubrimiento más ambiciosas en la historia de la ciencia.
El JWST, un telescopio espacial de 6,5 metros de diámetro, es el más grande instrumento óptico jamás lanzado al espacio en una sola pieza. Está optimizado para observar luz infrarroja y calificado con todo el derecho como la misión espacial que definirá la siguiente década. Nos permitirá, por fin, echar un vistazo directo a los primeros fotones que se formaron en el interior de una estrella, proporcionándonos las piezas faltantes en el rompecabezas de la historia cósmica y revelando los detalles de cómo se formaron las primeras galaxias, cuyas estrellas ionizaron de una vez y para siempre la sopa cósmica que eventualmente concluiría con nuestra propia aparición en la superficie de un planeta rocoso.
Webb será capaz de la hazaña porque es el primer telescopio infrarrojo con la sensibilidad suficiente para captar la luz distante de esas primeras estrellas. Su espejo principal, una colección de dieciocho segmentos hexagonales alineados unos con otros, que por su forma y color dorado parecen más el panal de una colonia de abejas extraterrestres que el principal componente óptico de una misión espacial, tiene el tamaño y la precisión suficientes para enfocar los pocos fotones que han logrado culminar con éxito el viaje inverosímil a través de la historia del universo para traernos noticias sobre el final de la Edad Oscura. Esos fotones, recolectados meticulosamente por un espejo tan perfecto que, si fuera del tamaño de un continente entero, no tendría montañas más altas que unos cuantos centímetros, y registrados por cámaras infrarrojas tan sensibles que deben ser operadas a temperaturas por debajo de los 230 grados bajo cero, no emprendieron el viaje como fotones infrarrojos.
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Producidos en los profundos interiores de las estrellas más masivas que jamás existieron, sus energías iniciales eran mucho más altas, similares a las de los rayos ultravioleta que nos enrojecen la piel en un día de playa, pero debido a la expansión del universo esos rayos de luz han tenido que recorrer caminos mucho más largos de los que se habrían esperado inicialmente, y ellos mismos se han estirado como elásticos errantes a medida que viajaban, perdiendo energía en el proceso y transformándose en fotones infrarrojos, más allá de la luz que pueden detectar nuestros ojos e incluso otros telescopios espaciales como el Hubble, lo cual ha terminado por justificar la construcción de un telescopio frío capaz de ver en luz infrarroja, y su lanzamiento al lejanohistori, donde las leyes de la mecánica lo mantendrán siempre en órbita alrededor del Sol, protegido por la sombra de nuestro planeta, a las bajas temperaturas que requiere su operación. Seis meses tardará el proceso de llevar a Webb hasta L2, desplegar sus espejos y refinar la operación de sus instrumentos. Luego, finalmente, Webb apuntará hacia las estrellas.
* * *
Solía tomar el autobús en la estación de Oxford, luego de una caminata placentera por las angostas calles de la ciudad, dejándome deslumbrar aquí y allí por los ceremoniosos espacios interiores de Christ Church y Corpus Christie y deteniéndome a considerar las excentricidades de Lewis Carroll, fotógrafo de niños y creador de Alicia en el País de las Maravillas. El trayecto de una media hora era lo que se podía esperar del paisaje de Oxfordshire: colinas cubiertas de verde atravesadas por los pequeños afluentes del Támesis y salpicadas por cottages y algunos pequeños pueblos dominados por abadías medievales. El final del trayecto era indicado por las inmensas chimeneas de la central de energía de Didcot —me entero ahora de que han sido recientemente demolidas—, no muy lejos de mi destino final: el Rutherford Appleton Laboratory, uno de los laboratorios nacionales del Reino Unido y su centro de operaciones para la investigación en física nuclear.
Puede ver: Diana Trujillo: perseverar para encontrar vida en Marte | Personajes del año 2021
Era el año 2011, yo estaba en mi tercer año de doctorado y hacía ese mismo peregrinaje desde Holanda varias veces al año para enterrarme por varios días en una de las salas limpias del laboratorio, donde nos dedicábamos a calibrar uno de los instrumentos que eventualmente volaría al espacio a bordo del telescopio espacial James Webb: el Instrumento del Infrarrojo Medio (MIRI).
Eran tiempos inciertos. El JWST ya había sufrido varios retrasos, estaba deslizándose vertiginosamente fuera del presupuesto inicial, y en Washington se discutía seriamente la posibilidad de cancelar la misión, de manera que cada noche (yo hacía los turnos nocturnos, como correspondía a los aprendices) entraba al laboratorio con la sensación de estar trabajando para un proyecto que no nos conduciría a ninguna parte. Me sostenía en mi juicioso empeño la esperanza ingenua del estudiante, la idea de que la curiosidad por el descubrimiento —o quizás el lobbying milimétricamente ejercido— terminaría por imponerse sobre los azares presupuestales de Capitol Hill, como finalmente sucedió.
Durante esas noches solitarias del Rutherford Appleton Lab, hice mi modesta contribución al prometido descubrimiento de las primeras galaxias, asegurándome de que el espectrómetro que volaría con el JWST cumplía con las especificaciones para descomponer la luz infrarroja que llega de los confines más tempranos del universo y así distinguir claramente los primeros fotones de aquellos que nos alcanzan desde regiones menos remotas, falsas alarmas cósmicas que de otra manera habrían confundido nuestras interpretaciones.
El esfuerzo valió la pena. En mayo de 2012, un mes antes de mi defensa doctoral —y casi diez años antes del lanzamiento de este año—, nuestro consorcio europeo le entregó a la NASA el MIRI, el instrumento más complejo del JWST, una cámara-espectrómetro refinado para medir la luz primigenia del universo y desentrañar la química de los sistemas planetarios en formación. Era la culminación de un trabajo en equipo que para mí tenía un significado especial: había leído por primera vez sobre el proyecto de lanzar al espacio un telescopio infrarrojo gigante cuando era un colegial despistado en el occidente de Bogotá. Creía entonces —encuentro que de cierta manera estaba plenamente justificado— que las hazañas espaciales estaban reservadas para otro tipo de personas. Fue necesaria una sucesión de coincidencias felices, y la suerte de haberme formado en la Universidad Nacional, lo que hizo posible mi contribución al JWST.
Esa contribución a la puesta a punto del JWST la hice en una época en que mi condición como latinoamericano no fue un obstáculo ni un impedimento para aportar. No puedo dejar de pensar que en eso también tuve suerte, porque sé que aún hoy hay personas como yo (y sobre todo quienes no comparten el privilegio -del que también me he aprovechado, que me confiere ser hombre y heterosexual) se ven obligadas a esfuerzos adicionales e injustos para obtener un reconocimiento merecido. No siempre fueron tan favorables las condiciones para participar en misiones de descubrimiento como alguien diferente: como latinoamericano, mujer u homosexual.
Puede ver: Encuentran un planeta extrasolar con la mitad de la masa de la Tierra
Y si bien el JWST será lanzado en un momento en que la NASA enarbola las banderas de la igualdad y la inclusión —banderas que cerebro—, no puedo dejar pasar por alto el hecho de que en contra de James Webb —administrador de la NASA entre 1961 y 1968, y cuyo nombre es exaltado por el JWST— existen denuncias por su participación en algunas reuniones en que se discutieron políticas de discriminación contra empleados federales homosexuales. La NASA investigó los hechos y concluyó que no había evidencia suficiente en contra de Webb, ni por tanto justificación para cambiar el nombre al telescopio, pero no hizo públicos los resultados de la investigación. En los papeles oficiales, la reputación histórica de la NASA sigue tan perfecta y brillante como los 18 espejos hexagonales del telescopio.
Descubrir está en nuestra naturaleza, y justamente por ello no debe ser el privilegio de unos cuantos, sino el logro colectivo de una sociedad diversa. Que el descubrimiento de la primera luz del universo nos haga recordar que en ocasiones, como individuos y como agentes de las instituciones, hemos privado a otras luces del derecho a brillar.
* Astrofísico en el Centro de Astrofísica, Harvard & Smithsonian.