Hegemonía, saberes ancestrales y política: el debate que nos puso a hablar de ciencia
¿Por qué el documento del Pacto Histórico causó tanta discordia entre la comunidad científica? ¿Qué lecciones quedan de este episodio? Le explicamos.
María Camila Bonilla
César Giraldo Zuluaga
Sergio Silva Numa
Han sido días atípicos en Colombia. Como pocas veces ocurre, un debate sobre ciencia ha capturado la atención de varios columnistas. Algunas emisoras han cedido los espacios, siempre cooptados por los deportes y la política, para conversar sobre ciencia y unos conceptos que han puesto nervioso a más de un académico. Tal vez desde que fue nombrada la ministra Mabel Torres y se supo de su poco rigor para investigar el ganoderma como tratamiento para el cáncer, las redes sociales no habían vuelto a llenarse de opiniones sobre el rumbo de la ciencia en el país.
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Han sido días atípicos en Colombia. Como pocas veces ocurre, un debate sobre ciencia ha capturado la atención de varios columnistas. Algunas emisoras han cedido los espacios, siempre cooptados por los deportes y la política, para conversar sobre ciencia y unos conceptos que han puesto nervioso a más de un académico. Tal vez desde que fue nombrada la ministra Mabel Torres y se supo de su poco rigor para investigar el ganoderma como tratamiento para el cáncer, las redes sociales no habían vuelto a llenarse de opiniones sobre el rumbo de la ciencia en el país.
El resumen de la historia es el siguiente: hace poco se filtró un documento sobre la visión del Sistema de Ciencia, Tecnología e Innovación (Sncti) del gobierno de Gustavo Petro. Estaba firmado por ocho investigadores, entre los que aparecía la filósofa Irene Vélez (PhD en geografía política y profesora de la Universidad del Valle) que, desde entonces, ha sonado como una opción para asumir el Ministerio de Ciencia. En la baraja había otros dos nombres: el exsenador del Partido de la U Mauricio Lizcano e Iván Darío Agudelo, exsenador del Partido Liberal. A ninguno de los dos políticos, cuentan del equipo de empalme del Minciencias, les cayó muy bien la idea de que Vélez (hija de la mano derecha de Francia Márquez) entrara a disputarles el cargo.
A medida que el documento circuló por redes sociales, la discusión se hizo más intensa. El bioquímico y exrector de la Universidad Nacional Moisés Wasserman, avivó la llama con una columna publicada en El Tiempo en la que criticaba con dureza el texto. “Posiblemente, entre a la historia anecdóticamente como el primer documento de política científica que califica la ciencia como una amenaza”, comenzaba diciendo.
A los ojos de Wasserman no estaba bien hablar de “ciencia hegemónica”, como lo hacía el texto, pues las hegemonías se derivan del “consenso de las comunidades científicas sin distinción política”, ni tampoco de “justicia epistémica”, otro de los conceptos usados por el equipo de Vélez. “La única justicia epistémica es que una teoría que se demuestra falsa se cae, sin importar quién la propuso”, anotaba. Para él, “el problema en ciencia es sobre la verdad (...) no de justicia ni de respeto a la opinión pública”.
“Esto de Moisés Wasserman es estupendo. Es el primero en animarse a cuestionar el relato anticiencia de Francia Márquez”, trinó un periodista ese día. “Yo soy más de ciencia hegemónica que de rezanderos y pitonisas”, anotó otro economista.
En cuestión de días la discusión parecía un enfrentamiento entre dos bandos: los defensores del exrector de la U. Nacional y sus detractores. Varios conocidos académicos (como Boaventura de Sousa Santos, el popular sociólogo portugués, o Arturo Escobar, un rockstar de la antropología en Colombia), se sumaron al debate, que comenzó a distorsionarse en múltiples formas: algunos lo leyeron como una disputa entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Otros, como una confrontación entre el método científico y los saberes ancestrales, o entre el método científico y la popular consigna de Francia Márquez: “Vivir sabroso”. “¿Vivir sabroso es un objetivo anticientífico?”, fue el título que puso La Silla Vacía a una conversación virtual.
¿Por qué este debate alcanzó esa magnitud? ¿Por qué la incomodidad? ¿Realmente el método científico pasará a un segundo plano para dar paso al “chamanismo”, como sugirieron algunos tuiteros?
Un debate en sus justas proporciones
Una de las primeras cosas que advierte Irene Vélez por teléfono es que ese documento no es oficial ni representa la propuesta formal sobre ciencia y tecnología que tendrá el Plan de Desarrollo de Gustavo Petro. Aún no se explica cómo terminó circulando en redes sociales, pero cree que algunos lectores tergiversaron sus posturas. El texto, dice, no se refiere a que no se aplique ciencia exacta, sino que se integre lo que dicen las comunidades sobre sus entornos y experiencias.
Tampoco se trataba, “de ninguna manera, de reemplazar el método científico por otras formas de conocimiento. ¡Ni más faltaba!”, señaló en una columna en este diario Juan Camilo Cárdenas, economista e investigador de la Universidad de Massachusetts Amherst y de la U. de los Andes, y quien también firmó el texto del PH.
Para aclarar la confusión, ellos, junto a sus colegas, publicaron hace unos días un comunicado haciendo varias salvedades: “El debate fue un excelente abrebocas para discutir lo que debe ser un Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, en el que las ciencias básicas, aplicadas, ambientales, sociales y humanísticas informen la toma de decisiones sobre los complejos problemas del país” y en el que “la producción de conocimiento científico sea el motor de una economía para la vida, en el que se fomente un enfoque territorial en la política de ciencia”, escribieron.
En otro párrafo aclaraban que lo que querían señalar era “una visión de hacer ciencia con la participación de la sociedad, de la periferia al centro, desde los territorios y con las comunidades históricamente excluidas de la producción y de los beneficios del quehacer científico”.
Su lenguaje era un poco más claro que el del documento inicial, pues si algo le resultó difícil de digerir a una parte de la comunidad científica, amante de la precisión, era, justamente, las palabras y conceptos del primer texto. Una muestra:
“La ciencia y la tecnología hegemónica han hecho mucho daño a la naturaleza y las sociedades en cuanto han propiciado relaciones de dominación de los cuerpos y territorios a través de dispositivos tecnológicos” (...) “Optar por una ciencia, tecnología e innovación (CTI) para la vida, para vivir sabroso, significa, en primera instancia, reconocer que es necesario reorientar este rumbo y la manera en que las políticas de ciencia y tecnología han sido históricamente concebidas por el Estado, la academia y la industria para recentrarlas en la reconstitución, sanación y protección de la red de relaciones de la vida, el buen vivir y el vivir sabroso”.
En un breve documento, el médico César Pulgarín, profesor emérito de la Escuela Politécnica de Lausana (Suiza), anotó lo que para él eran algunas falencias. “Ausencia de contextualización nacional, regional y mundial; falta de jerarquización en la estructuración de sus elementos; no parece apoyado en un estado del conocimiento en su totalidad y complejidad; estigmatización de la ciencia; utilización recurrente de expresiones como “sabiduría ancestral” en oposición con la ciencia universal actual; poca integración de las profundas y valiosas propuestas de la Misión de Sabios”.
Julián Fernández Niño, PhD en epidemiología e investigador de la Escuela de Salud Pública de la U. John Hopkins (EE. UU.), fue otra de las personas que identificó cierta dificultad en las palabras de aquel documento inicial del Pacto Histórico. “Ni la exclusión ni el rechazo de la ciencia moderna (o como la quieran llamar), ni la acusación a la ciencia, ni su estigmatización política, me parece un buen punto de partida, y ese es el primer error del documento”, apuntó en una columna publicada en El Espectador.
Pero así como esas palabras podían asustar a algunos grupos de ciencias básicas, las del profesor Wasserman, añadía, también se habían convertido en una caricatura que él -como su admirador- no encontraba cómo justificar, por el “mal uso y abuso de conceptos o su poca sensibilidad con algunas luchas sociales legítimas”.
“Es posible que el tono con el que empezaron (el grupo de Vélez) aquel documento sea un poco desafortunado, no porque esté en desacuerdo, sino porque puede generar hostilidad en quienes sienten que atacan a la ciencia”, añade Mauricio Nieto, historiador de la ciencia y decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la U. de los Andes.
Enrique Forero, botánico y presidente de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, hace parte del que sintió esas palabras como una afrenta. “¡Por Dios! ¿qué es eso? ¡Cuántas cosas buenas ha hecho la ciencia por la naturaleza y por la sociedad!”, dice. “Es que no debemos irnos muy lejos. En la reciente pandemia por covid-19, ¿quién produjo las vacunas? ¡Los científicos!”.
Pero si uno de los problemas tiene que ver con el lenguaje, hay un punto valioso que destaca la profesora Tatiana Andia, historiadora y PhD en Sociología: “Es un asunto de doble vía. Quienes han criticado el documento están enfocados en encontrar las diferencias y destacar lo que no les gusta sin hacer un ejercicio por hallar puntos de encuentro. Por otro lado, también había que entender que es un documento de campaña que apelaba a los votantes de Petro. Para hacerlo, es natural que hagan énfasis en lo que les distingue de los demás, pero es claro que le hace falta mucho trabajo para estar en un Plan Nacional de Desarrollo. Gobernar, además, consiste en otra cosa: es que la gente se sienta incorporada en la política pública”.
Otras discusiones sobre ciencia y científicos
En la introducción de La esperanza de Pandora, Bruno Latour, el filósofo y sociólogo francés que se ha especializado en estudiar la ciencia (en hacer Sociología de la ciencia), tiene una recomendación para los científicos que persiguen el sueño de una ciencia “aislada” y “autónoma”: no deben retroceder horrorizados cuando un gran número de personas provenientes de campos extracientíficos empiezan a construir un puente con su cultura. “Si de verdad quieren ‘salvar’ esa división, deberán acostumbrarse a que haya mucho ruido y, sí, más que un poco de sin sentido”.
Para Latour no tiene ningún sentido poner una mordaza a quienes quieren hablar de ciencia sin ser científicos. “Imaginen que ese eslogan se generalizara: solo los políticos deberían hablar de política y solo los hombres de negocios deberían hablar de negocios”, escribía.
Tal vez uno de los puntos valiosos de esta discusión sea ese. Como anotaba en una columna Sousa Santos, sociólogo, aunque cuando “se anuncian cambios significativos en la política científica de un país, surgen posiciones discordantes y brota el debate nacional”, hay que “agradecer que exista este debate, porque muestra la importancia de la ciencia para el desarrollo democrático del país”. “Creemos que las ciencias merecen algo mejor que verse secuestradas por la Ciencia (...) Cuanto más conectada esté una ciencia con el resto de lo colectivo, mejor será: más precisa, más verificable, más sólida”, sentenciaba Latour.
Es difícil sintetizar en unas páginas de periódico las múltiples discusiones y reflexiones que han surgido en estos días con esta controversia, pero vale la pena, al menos, mencionar un par en estos últimos párrafos. Una de ellas tiene que ver con cómo entendemos que se construye la ciencia.
Aunque para muchos el quehacer científico es aún una tarea de laboratorio que no está permeada por otros factores, quienes se han dedicado a estudiar la ciencia han mostrado cómo múltiples variables y juegos de poder hacen parte de esa labor. “El ámbito de lo científico es simplemente el resultado final de muchas otras operaciones que están en el ámbito de la realidad”, añadía el médico Jonas Salk, popular por el desarrollo de la vacuna contra la poliomelitis, en las primeras páginas de otro libro de Latour (La vida en el Laboratorio. La construcción de los hechos científicos).
Para decirlo en palabras del profesor Nieto, “no hay que negar que hay una relación muy profunda entre la ciencia y la política o entre la ciencia y la sociedad. Eso nos permite pensar la ciencia en función de la sociedad. Así que está muy bien hacerse preguntas sobre la pertinencia de la ciencia que estamos haciendo y que hablemos sobre cuál es la ciencia que queremos en Colombia. Ojalá pudiéramos, cada vez, más apropiarnos públicamente de ciencia”.
Otra discusión que se desencadenó esta semana está relacionada con un término que causa incomodidad en algunos círculos científicos: la “hegemonía” de la ciencia. Pese a que algunos académicos como Wasserman prefieren ver esa hegemonía en leyes que gobiernan ciencias como la física cuántica, la relatividad o la genética, hay varios investigadores que tienen bajo el brazo muchos ejemplos de por qué se puede hablar de hegemonía en diversos casos. Y, como dice Andia, está bien conversar sobre eso sin que tilden a quienes lo hagan como “anticientíficos”.
La hegemonía, asegura Germán Prieto, doctor en ciencia política en la Javeriana y especialista en filosofía del conocimiento, puede verse, incluso, en el positivismo que ha reinado en la ciencia. Para él, lo que consideramos como conocimiento válido, desplazó otro tipo de saberes. La hegemonía también se puede leer, por ejemplo, en las prioridades a investigar que determinan algunos grupos o en las dificultades que puede tener un investigador de una universidad latinoamericana para que publiquen sus resultados en una revista científica frente a las facilidades que puede tener alguien que esté en Oxford o Harvard. ¿Por qué dedicar más esfuerzos o recursos a investigar una enfermedad y no otra? ¿Por qué destinar más dinero a unos grupos de investigación o a unas disciplinas específicas?
En su último libro, Una historia de la verdad en occidente, Nieto tiene un par de párrafos que puede ayudar a comprender este embrollo. “Resulta innegable -escribe- que las habilidades humanas y el conocimiento son acumulativos. Tal vez sabemos más que antes, pero es imposible ponderar la cantidad de conocimientos perdidos o silenciados como consecuencia del triunfo de la cultura occidental”.
“Para cualquier persona, no importa su raza, sexo o condición social, sin la formación adecuada, sin acceso a libros, instrumentos ni redes de comunicación es muy difícil, sino imposible, tener reconocimiento en el mundo de la ciencia”, anota en otro apartado.
Entre todo este debate hay un último punto que ha estado en el centro de la controversia: los saberes ancestrales. Como dice Andia, uno de los errores es, quizás, meterlos en la misma bolsa de quienes promueven la “anticiencia”, un grupo en donde están los antivacunas o promueven las teorías de conspiración. Parándonos por fuera de esa frontera, el desafío, añade, es, justamente, encontrar cómo tender puentes entre ese conocimiento ancestral y entre quienes están inmersos en las dinámicas de la ciencia global. “¿Cómo tejemos puentes entre la gente que reclama hacer ciencia dentro del paradigma científico?”, se pregunta.
Para Cárdenas, un buen ejemplo podría ser el encuentro de saberes entre la partería tradicional y las ciencias de la salud en el área de cuidado materno-infantil. Para Diana Córdoba, profesora de la U. de Queens e investigadora de las áreas de desarrollo agrario y estudios de ciencia, otra muestra podría ser aprovechar el conocimiento de quienes viven en La Mojana para comprender mejor cómo se mueven los ríos y evitar inundaciones. Uno más, dice Olga Lucía Sanabria, bióloga y química con un doctorado en ciencias biológicas y ex coordinadora del programa de doctorado en Etnobiología y Estudios Bioculturales que ofrece la Universidad del Cauca, está en analizar las relaciones de la naturaleza con las algunas comunidades y comprender cómo la interpretan y la usan.
A los ojos de Fernández, algo muy útil es separar “los estudios científicos de los saberes como hace la Antropología, y otras disciplinas de las Ciencias sociales; la exploración científica de hallazgos a partir de saberes usando las Ciencias naturales, como hacen los químicos que estudian medicamentos derivados de plantas (en cuyo campo hay estudios científicos de Ciencia rigurosa, pero también mucha pseudociencia y fanfarronería), y el diálogo de saberes para la transformación social”.
La periodista científica Lisbeth Fog, que lleva muchos años escribiendo sobre la política científica de Colombia y ha seguido de cerca los tropiezos de Colciencias, ahora convertido en un Ministerio, tiene una buena reflexión sobre este episodio: “Los llamados de atención hacia los gobernantes sobre la necesidad de fortalecer la ciencia en el país vienen de décadas atrás. En este momento de cambio, la discusión debería ser más práctica. Un par de ejemplos iniciales sería incrementar el presupuesto con decisión y dar oportunidad a todas las disciplinas científicas de participar en las convocatorias, sin olvidar que existen otras experiencias y conocimientos que sin duda enriquecen el saber científico”.