Homenaje: vida y obra de Ángela Restrepo Moreno y su estudio del hongo misterioso
Este perfil cuenta algunos apartes de la vida de Ángela Restrepo Moreno, destacada científica y microbióloga colombiana que dedicó la mayor parte de su vida a estudiar el hongo que produce la enfermedad paracoccidioidomicosis, rara condición que afecta, principalmente, a los trabajadores de campo. Fue publicado originalmente en un Boletín Cultural y Bibliográfico dedicado a mujeres en las ciencias, del Banco de la República.
Lisbeth Fog Corradine
Una guacamaya llega como Pedro por su casa a la terraza del apartamento de la científica antioqueña Ángela Restrepo Moreno. Se posa en la baranda y nos mira, como saludando y reclamando al mismo tiempo. Ahora son dos. Interrumpen las horas de conversación que llevamos esa tarde. Soy una afortunada, pienso, por ser testigo de su emoción que me contagia con facilidad. Les damos la bienvenida. Cada una se gana un buen pedazo de plátano. (Puede leer: Murió Ángela Restrepo Moreno, una de las grandes científicas de Colombia)
Esta microbióloga de ochenta y tantos años ha montado en la terraza de su apartamento una “selva” –a la que hay que entrar con machete, exageran sus amigos y colegas– para recibir permanentemente la visita de azulejos, canarios, colibríes, guacharacas, pájaros carpinteros. Es un homenaje a su padre, don Gabriel Restrepo, quien disponía todo en el jardín de su finca para que llegara la mayor cantidad de aves de la región. Ella hace lo mismo en su terraza y se siente acompañada en medio de su aparente soledad. La doctora Angelita —no puedo decirle solo Ángela, pero tampoco puedo dejar de tutearla— trabaja en su computador con ellas revoloteando a su lado. Las alimenta con pedazos de fruta y granos de arroz. Ellas lo agradecen. Son su compañía después de toda una vida rodeada de jóvenes investigadores en la sede del Laboratorio de Micología de la Corporación para Investigaciones Biológicas (CIB), donde trató de conocer un hongo que aún la desvela por su capacidad de esconderse. “Es inteligentísimo”, me dice, porque si bien pudo descifrar muchos de los misterios de este hongo de nombre impronunciable —enigmático y repelente—, él le puso todas las trampas cuando trató de encontrar su dirección de residencia. “Aún no sabemos si está en el aire, en el suelo, en los animales”, pero cuando contagia al ser humano es capaz de matarlo.
Pertenece al género Paracoccidioides y produce una enfermedad, la paracoccidioidomicosis, que a veces se confunde con la tuberculosis por presentar síntomas similares. Duré varios días tratando de aprender a pronunciar la palabra, pero la doctora Angelita la menciona continuamente, pues fue su objeto de estudio por más de medio siglo. Le interesó porque es una enfermedad latinoamericana y porque el 75% de los pacientes son agricultores. Con sus colegas del grupo de investigación en la CIB encontró que no es solamente una sino que hay cinco especies, desde la más generalizada, la Paracoccidioides brasiliensis, hasta llegar a la más frecuente en Colombia y que sus alumnos bautizaron en su honor: Paracoccidioides restrepiensis. Pese a que se opuso, ya quedó registrada así en los anales de la literatura científica.
Así es ella. Poco le gustan las celebraciones, los homenajes, los reconocimientos. Que a nadie se le ocurra desearle feliz cumpleaños un día de octubre, ni que los medios la llamen a entrevistarla y menos para tomarle fotos, ni que la hagan pasar al escenario a entregarle trofeos. Pero todo se lo merece porque ha sido una de las investigadoras colombianas con más publicaciones científicas nacionales e internacionales de citación permanente, y “mamá” de muchos estudiosos colombianos que hoy en día están regados por todo el mundo haciendo ciencia en laboratorios de importancia global.
Por decisión de vida, resolvió dedicarse al mundo científico cuando esa no era una opción para las jóvenes de Medellín de comienzos de los años cincuenta que se graduaban del colegio y debían decidir qué camino seguir. Ella lo tenía claro desde muy pequeña, desde que se asomaba a la farmacia de su abuelo médico, don Julio Restrepo, graduado en la Universidad de Antioquia en 1875, y veía con gran curiosidad ese aparato que sus tías le decían que se llamaba microscopio y se usaba para ver lo infinitamente pequeño. ¿Cómo qué? Lo descubriría unos años más tarde leyendo el libro Cazadores de microbios, del bacteriólogo y escritor Paul de Kruif, por cuyos capítulos aprendió sobre Pasteur, Koch y Ehrlich, y afianzó su pasión por desentrañar cuáles y cómo eran esos pequeños “asesinos invisibles”, causantes de enfermedades en el ser humano. “Yo me sentía en la gloria leyendo aquello porque era lo que yo quería hacer, los pasos que yo quería seguir. Este libro, sin lugar a dudas, marcó mi camino; todavía lo tengo por ahí, lo leo de vez en cuando. Es una maravilla... muy bello”.
Así que poco le interesaban las fiestas, los pretendientes, la moda o la vida social. No aprendió de su madre, doña Tulia Moreno, el don de la coquetería, ni quiso pertenecer a ninguna comunidad religiosa, como se lo proponían las monjas del Colegio de la Presentación donde estudió. “Yo quería trabajar tratando de contestar preguntas sobre los microbios”, eso lo tenía claro, y entró a estudiar en la Escuela de Tecnología Médica del Colegio Mayor de Antioquia, donde se convirtió en técnica de laboratorio clínico.
Su primer trabajo fue en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, que por ese entonces tenía convenio con la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, Estados Unidos. En una visita del jefe del Departamento de Microbiología de esta institución, la doctora Angelita con su inglés de colegio fue la encargada de hacerle el recorrido por laboratorios y aulas, con lo cual se ganó una propuesta que no pudo despreciar: viajar a Estados Unidos a estudiar “bichitos”. A pesar de ser hija única y tener a sus padres ya entrados en años, fueron ellos mismos los que la animaron a viajar a Nueva Orleans a hacer la maestría y luego, becada por la Agencia para el Desarrollo Internacional, el doctorado. Esa experiencia implicó muchos retos, como por ejemplo tener que tomar cursos adicionales para nivelarse, encerrarse los domingos a leer y a estudiar conceptos y fórmulas que “eran griego para mí”, dice. “Definitivamente es que a uno si lo armaron distinto; a estos compañeros norteamericanos no había manera de salirles adelante”. Pero ese choque cultural le enseñó el valor de la solidaridad, no solo de sus compañeros estadounidenses, sino gracias a la integración que vivió con la colonia latinoamericana. Esa estancia en Estados Unidos le abrió dos caminos a los que dedicó el resto de su vida: el de la investigación propiamente dicha y el de la formación de futuros investigadores.
A su regreso fue conquistando espacios. Cuando organizaba las prácticas de microbiología para los estudiantes de medicina, les mostraba la relación entre lo que se veía a través del microscopio y las enfermedades que sufrían sus pacientes. Se ganó el respeto de casi todos los profesionales hombres, quienes solo en contadísimas ocasiones intentaron hacerla a un lado por ser mujer. Eso nunca la amilanó. Daba vuelta y seguía pensando, primero en los microbios y los virus, pero después en ese hongo tan especial, que reside entre México y Argentina, “que no sabemos dónde se esconde y se burla de nosotros los científicos cuando lo buscamos donde no corresponde”. Ese microorganismo fue el que sedujo su intelecto y su corazón, y la conquistó para siempre.
¿Cómo detectar jóvenes talentos?
El biólogo molecular Juan Guillermo McEwen Ochoa, uno de sus discípulos, el más querido, el que todavía está pendiente de ella, el que le enseñó a usar el computador, el que aún la visita en su apartamento para leer juntos los últimos artículos científicos sobre el Paracoccidioides, el que le explica las últimas novedades de la ciencia y con el que intercambia opiniones, es uno de los culpables de haber bautizado al hongo colombiano con el apellido de la doctora Angelita. Es él quien ha seguido sin descanso el estudio del hongo, el más leal.
Está con ella desde que estudiaba medicina y, al conocer el laboratorio que la doctora Angelita lideraba en la CIB, quedó enganchado con el trabajo que allí se hacía. McEwen, quien lleva casi treinta años estudiando ese “bicho”, confiesa que la doctora Angelita es su “mamá académica”. “La doctora es una excelente maestra en el campo de la investigación”, continúa, “por la metodología que utiliza para generar preguntas, buscar posibles respuestas y llevar a cabo la parte experimental”. Ese entrenamiento lo fortaleció para continuar sus estudios de posgrado en Estados Unidos e Israel, sin tener que tomar cursos extras.
Ella lo tiene muy claro. “La investigación es un proceso paso a paso, con muchas etapas, y cada una de ellas juega un papel importante en la conducción del proyecto y los resultados que se obtienen”. Ese método, que aplicaba e iba desmenuzando con cada uno de sus alumnos, con paciencia y generosidad, casi de manera personalizada de acuerdo con los sueños e intereses de cada uno, fue el sello de calidad que, tras el paso por su laboratorio, quedó entre los que tuvieron la fortuna de vivir esa experiencia.
Ha tenido un ojo clínico para buscar al investigador del futuro desde que inició su actividad como científica en la Universidad de Antioquia, que luego afinó cuando fue nombrada la única mujer de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo (1993-1994), también llamada “Misión de Sabios”, y se ingenió un método para detectar jóvenes con talento para dedicarse a la investigación.
A mediados de los años noventa lo aplicó en una muestra pequeña, buscando la “marca de investigación” en jóvenes que estaban por terminar el bachillerato, con un enfoque en el área biológica. En el proceso inspiró —sin proponérselo— el Programa de Jóvenes Investigadores de Colciencias para todas las disciplinas científicas, por medio del cual, de acuerdo con el entonces subdirector de Programas Estratégicos de la entidad, el economista Hernán Jaramillo, “Colciencias construye al becario de doctorado”.
Lo que hizo la doctora Angelita fue adaptar a la ciencia el cuestionario de los 16 factores de personalidad (16 PF) creado por el psicólogo Raymond Cattell, en un diseño que abarcara tanto a científicos reconocidos del país como a profesores no investigadores. “Lo que buscábamos era encontrar a ese individuo que podía cruzar montañas solo, sin guía ni mapa”, explica la científica. Una persona cuyas cualidades incluyeran “ser cabeciduro, es decir, meter la cabeza por donde se le ocurriera, así todas las señales indicaran que por ahí no había camino; ser muy estudioso, tener buenas relaciones interpersonales, ser alguien que pudiera hablar con la gente, entusiasmarla y transmitirle el gusto por la ciencia”.
Así que escalaron el proyecto y lo convirtieron en uno más robusto que se llamó “En búsqueda del investigador del futuro”, apoyado por Colciencias, la Asociación Colombiana de Universidades (Ascun) y la CIB. Los dos estudios (1994 y 1997) demostraron que un 5% de los jóvenes encuestados contaba con aquellas características de personalidad que los convertía en potenciales investigadores científicos. Entre ellas, el factor de la tolerancia a la frustración, comenta Jaramillo, “porque la ciencia es una apuesta improbable”.
Entre los resultados se destacaron dos: que el talento está distribuido en toda Colombia, independientemente del nivel de desarrollo de las regiones, y que si se hubiera extrapolado la muestra y promovido a este 5% de todos los universitarios del país, de quinto semestre en adelante, “con ello Colombia habría resuelto su problema de recurso humano para ciencia, investigación y desarrollo”, afirma Jaramillo.
Veinte años más tarde, en 2014, a estos estudiantes con perfil de investigadores —convertidos ya en profesionales— se les invitó a un evento en Medellín en el que participó Astrid Elena Montoya, amiga y colega de la doctora Angelita, ocasión en la que comprobaron la eficacia de la metodología en la detección de talentos para la investigación. “Nos sentimos muy contentas al saber que este estudio no había sido en vano y que un buen número de ellos había encontrado en la investigación un camino”, asegura. Ese trabajo, cuya autora intelectual fue y siempre será la doctora Angelita, constituyó la semilla del Programa de Jóvenes Investigadores de Colciencias.
Y ahora que Colombia tiene una nueva Misión de Sabios, la científica hace su propio balance y no duda sobre los resultados positivos —por lo general no reconocidos— que se lograron: “Se vio el progreso, se posicionó la investigación como método deseable en el ambiente universitario, lo que a su vez incidió en el número de nuevos investigadores. Si fuera posible auspiciar el desarrollo científico de una forma generosa, es muy probable que los próximos veinte años permitirían un país más competitivo”.
Mientras termina de contarme la historia de su proyecto en la Misión, resuelve hacer una pausa. Se queda pensativa y me confiesa: “Nunca quise presentar yo misma el 16 PF; de pronto no calificaba. ¡Qué vergüenza!”.
El hongo que no se deja pillar
El nombre de Ángela Restrepo es sinónimo de investigación científica en hongos desde el día en que el dermatólogo Gonzalo Calle Vélez, su amigo de juventud, llegó de Michigan con dos maletas llenas de cajitas de Petri con cultivos de hongos y se las puso en su escritorio con una propuesta perentoria: montar un laboratorio de diagnóstico de micología. Era necesario actuar rápido porque los hongos habían estado guardados varios días en esas maletas, pero también tenían que conseguir dinero y espacio. Lo lograron por triplicado porque el laboratorio empezó a atender pacientes, y a actuar como aula para enseñar a los estudiantes de medicina y formar otros profesionales de carreras afines.
En 1970, ella y un grupo de colegas fundaron la CIB en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Empezaron a crecer, a traer conferencistas extranjeros para estar actualizados, hasta que debieron buscar otra sede para la naciente CIB. En 1978 se instalaron en tres cuartos del Hospital Pablo Tobón Uribe, donde además de hacer investigación abrieron un centro de diagnóstico especializado en enfermedades parasitarias y micóticas (producidas por hongos). Pero debido a la necesidad de expansión de este centro hospitalario fue necesario abandonarlo e iniciar una vez más la búsqueda de otra sede para la CIB.
Como no hay mal que por bien no venga, consiguieron un préstamo, algunas donaciones y, en 1995, construyeron la actual sede de la CIB. Comenzaron a ofrecer servicios e investigaciones en parasitosis, micosis, tuberculosis y leishmaniasis; se fueron haciendo un nombre y cada vez recibían más pacientes. Lograron que Colciencias clasificara a la CIB como centro de excelencia.
Nunca fue la directora de la Corporación, ni le interesaba serlo. Pero sí era la capitana de ese barco, pendiente de todo, desde el más mínimo detalle en el aseo, por ejemplo, hasta los diferentes espacios como el Fondo Editorial, los comités de búsqueda de fondos, la selección de personal, los cursos que se dictaban y, por supuesto, de los seminarios permanentes de investigación. “Con frecuencia, y como fui una de las fundadoras, me creía con derecho de hablar duro”, dice, aunque es difícil creerle por su temperamento generoso, tranquilo, ecuánime y conciliador.
Fue jefe del Laboratorio de Micología de la CIB por más de dos décadas. El Paracoccidioides brasiliensis había sido descrito en 1908 y, aunque grupos de investigación brasileños y venezolanos realizaron trabajos al respecto, la doctora Angelita y sus alumnos escribieron más de trescientos artículos científicos dando cuenta de los avances conseguidos en sus investigaciones.
Los pacientes con paracoccidioidomicosis vienen, por lo general, desde zonas pertenecientes al bosque húmedo tropical, con tos, fiebre, decaimiento, pérdida de peso y lesiones en el pulmón, órgano primario de ataque; y si la enfermedad está avanzada, también tienen afectados los ganglios linfáticos y las mucosas. Igualmente sucede que el hongo puede permanecer inactivo en el organismo de una persona y manifestarse décadas después, si bien aún no se sabe qué dispara su multiplicación. “¿Pero qué es lo que tiene ese bicho que le permite esconderse tantos años sin decir aquí estoy?”, todavía se pregunta la doctora. “No lo sabemos”. Lo que sí saben es por qué afecta más a hombres que a mujeres. Me lo explica. El hongo tiene unos receptores especiales para la hormona femenina que le impiden expresar uno de los elementos que lo hacen virulento. “Desde ese punto de vista, las mujeres no somos el sexo débil”, dice con esa picardía que, aunque trate de disimular, la caracteriza. “Nos infectamos por igual pero, en Colombia, por cada 75 hombres con la enfermedad hay solo una mujer”.
El hongo es tan hábil para no dejarse pillar que, cuando está a temperatura del cuerpo humano, se presenta como levadura. Pero, a temperaturas por debajo de los 24 °C, el microorganismo cambia su apariencia y se convierte en un peludo moho blanco que se reproduce por esporas, también llamadas conidias. Eso ha complicado la búsqueda del tratamiento ideal. Tradicionalmente, se ha tratado con sulfonamidas, pero en épocas más recientes se vienen utilizando derivados azólicos, que tienen la capacidad de “asfixiar” al hongo, aunque no lo matan.
Así que al laboratorio llegaban las muestras de tejido y los investigadores empezaban a detectar el hongo y a estudiarlo: allí lo cuidaban —y aún lo cuidan— como al mejor huésped de un hotel, porque conocen sus gustos y saben, por ejemplo, que prefiere ambientes húmedos. “Yo digo que al hongo le van a salir aletas uno de estos días. Para mí el hábitat va a ser muy cercano a una zona acuática porque el hongo requiere del agua; este microorganismo toma agua todo el día y a todas horas”.
Entre los aportes que lideró en la CIB, la doctora Angelita menciona la ruta de infección: era común pensar que la gente se infectaba al chuzarse con algo en el campo; en experimentos con ratones, ella demostró que la inhalación de aerosoles es una posibilidad de contagio. También demostró en 2008, cien años después de identificada y descrita la paracoccidioidomicosis, que primero afectaba al pulmón y luego se manifestaba externamente —en la piel o en las mucosas—, un aviso de alerta a los médicos para identificar la enfermedad en sus pacientes.
En el laboratorio de la CIB descubrieron que esas pequeñas estructuras producidas por el moho, las conidias, eran las que infectaban; que el hongo podía permanecer latente en el organismo durante años. Y prepararon un producto derivado del hongo que permite el diagnóstico de la enfermedad de forma muy sencilla y efectiva, una prueba que da resultados en 48 horas y puede hacerse en cualquier laboratorio.
Pero quedan aún muchas preguntas. El hábitat, por ejemplo, o sea “la dirección postal de su residencia”, como lo expresa la doctora. En Colombia han detectado una zona del Viejo Caldas con casos frecuentes de la micosis y, aunque han tomado muestras del agua, del suelo, del aire, todavía no saben a ciencia cierta dónde es que vive. Tampoco es claro por qué la virulencia se da en diferentes niveles, ¿es que acaso el hongo tiene un gen que lo determina? Y no hay manera de prevenirlo hasta que se conozca más sobre su origen. “Ese bichito es muy, muy avispado”, concluye la doctora Angelita.
Afrontar las tristezas
La investigación científica es un proyecto de vida en el que cada vez surgen más preguntas que respuestas y eso mantiene muy ocupados a los investigadores. En un país como Colombia, dedicarse a esta actividad no solamente implica una formación de excelencia, sino adaptarse a las condiciones económicas y políticas, sortear épocas de vacas flacas y aprender a tocar puertas buscando aliados que no permitan que los trabajos de los científicos se vayan desdibujando hasta desaparecer. Por falta de fondos suficientes, la CIB ha estado a punto de cerrar sus puertas y con ello dejar la investigación y los servicios que ofrece a la comunidad. Esas épocas las han debido afrontar sus directivos y fundadores, entre ellos William Rojas, a quien la doctora admira y respeta profundamente; muchas veces tuvieron que colgar sus batas blancas y salir a buscar soluciones financieras. Esos no son obstáculos nuevos... de una u otra manera se vienen superando.
Pero hay dos momentos en la vida científica de la doctora Angelita que nunca se le van a olvidar. El primero, cuando debió retirarse de la Universidad de Antioquia, a la que consideraba su alma máter, porque aunque no estudió allí, fue el lugar donde trabajó por años hasta llegar a ser jefe del Laboratorio de Microbiología. Con ella al mando, cuenta McEwen, este era el departamento con mayor producción científica en Latinoamérica. Pero llegó el movimiento de izquierda y desde sus directivas, incluso uno de los estudiantes que ella había apoyado, les hicieron la vida imposible en parte por haber sido becarios de instituciones de Estados Unidos. “Por lo menos quince de los profesionales que ya veníamos con grado doctoral de la Facultad debimos retirarnos en ese momento, porque no éramos capaces de compaginar nuestros pensamientos con los de las directivas y estudiantes”, recuerda la microbióloga. “Y se me vino el mundo encima porque yo no había trabajado sino en la Facultad de Medicina”.
La segunda gran tristeza ocurrió hace relativamente poco, cuando le dijeron, después de cuarenta años, que en la CIB no se había hecho nada nuevo. “¡Qué horror! Yo me río ahora, pero ese día me encerré en mi laboratorio a llorar. Yo no podía creer que lo dijera alguien que había sido un estudiante de mi grupo”. Y renunció, se marchó y no ha vuelto a pisar la institución a la que todavía considera su hija legítima, porque la fundó, porque ella fue su primera habitante: “Fue a través del laboratorio que yo fundé, y de los servicios que ofrecíamos, que la CIB empezó a ganar reconocimiento en la ciudad. Entonces sí, me siento orgullosa de haber obrado así. Por ella trabajé mucho, me llenó de contento y me permitió abrir muchos caminos para otras personas que contribuyeron a las investigaciones, que ayudaron a los pacientes, al entorno, a demostrar que era un centro donde se hacía ciencia de primer mundo. Yo me fui con mucha tristeza, ya que hubiera querido retirarme por propia voluntad, pues era tiempo por mi edad, pero hacerlo con elegancia”.
Y es que la CIB lleva su sello y en cada detalle estuvo su mano. Trabajó sin sueldo un tiempo, completaba los escasos salarios que les pagaban a sus investigadores; traían los pacientes de los pueblos, les daban desayuno y los devolvían con “platica”. “Éramos una entidad que atendía al paciente con mucho amor. Nosotros nos caracterizábamos por la delicadeza y el gusto con que los atendíamos”. “Lo que pasó fue muy grave”, dice McEwen, “no solo porque la doctora nunca se merecía ese maltrato, sino porque eso tuvo consecuencias para la institución”, como el hecho de que una entidad socia, la Universidad del Rosario, se retirara y con ello se perdieran cuatro investigadores sénior.
Ahora, desde la terraza de su apartamento en Medellín, consulta su computador con frecuencia, se conecta y habla por Skype con amigos y colegas, continúa activa en las redes del conocimiento aportando su experiencia, pero sobre todo maravillándose con los avances en las ciencias y las técnicas cada vez más sofisticadas que permiten llegar hasta donde nunca imaginó. Asiste semanalmente a tertulias literarias y musicales, lee libros en el idioma original de sus autores, visita el colegio que por iniciativa del entonces alcalde Sergio Fajardo lleva su nombre en Itagüí. Come poco: vegetariana desde los cuatro años, con decisión afirma: “No como nada que haya sido necesario matar antes de ingerir”.
Y vuelven las guacamayas a su terraza y empieza de nuevo el revoloteo. ¡Que dónde está el plátano, que se lo comieron los otros pájaros! Y llama a su empleada, quien vive con ella. Hay que volar a poner más comida para sus visitantes ilustres, mientras llega Astrid Elena, con quien comerá esta noche, y recibe la llamada de Juan. La doctora Angelita sigue activa y adelante. Y seguirá preguntándose dónde es que vive el señor hongo, al que le dedicó su vida.
*Este perfil fue publicado originalmente en el Boletín Cultural y Bibliográfico (Vol. 53 Núm. 96 (2019)) dedicado a mujeres en las ciencias, del Banco de la República.
Una guacamaya llega como Pedro por su casa a la terraza del apartamento de la científica antioqueña Ángela Restrepo Moreno. Se posa en la baranda y nos mira, como saludando y reclamando al mismo tiempo. Ahora son dos. Interrumpen las horas de conversación que llevamos esa tarde. Soy una afortunada, pienso, por ser testigo de su emoción que me contagia con facilidad. Les damos la bienvenida. Cada una se gana un buen pedazo de plátano. (Puede leer: Murió Ángela Restrepo Moreno, una de las grandes científicas de Colombia)
Esta microbióloga de ochenta y tantos años ha montado en la terraza de su apartamento una “selva” –a la que hay que entrar con machete, exageran sus amigos y colegas– para recibir permanentemente la visita de azulejos, canarios, colibríes, guacharacas, pájaros carpinteros. Es un homenaje a su padre, don Gabriel Restrepo, quien disponía todo en el jardín de su finca para que llegara la mayor cantidad de aves de la región. Ella hace lo mismo en su terraza y se siente acompañada en medio de su aparente soledad. La doctora Angelita —no puedo decirle solo Ángela, pero tampoco puedo dejar de tutearla— trabaja en su computador con ellas revoloteando a su lado. Las alimenta con pedazos de fruta y granos de arroz. Ellas lo agradecen. Son su compañía después de toda una vida rodeada de jóvenes investigadores en la sede del Laboratorio de Micología de la Corporación para Investigaciones Biológicas (CIB), donde trató de conocer un hongo que aún la desvela por su capacidad de esconderse. “Es inteligentísimo”, me dice, porque si bien pudo descifrar muchos de los misterios de este hongo de nombre impronunciable —enigmático y repelente—, él le puso todas las trampas cuando trató de encontrar su dirección de residencia. “Aún no sabemos si está en el aire, en el suelo, en los animales”, pero cuando contagia al ser humano es capaz de matarlo.
Pertenece al género Paracoccidioides y produce una enfermedad, la paracoccidioidomicosis, que a veces se confunde con la tuberculosis por presentar síntomas similares. Duré varios días tratando de aprender a pronunciar la palabra, pero la doctora Angelita la menciona continuamente, pues fue su objeto de estudio por más de medio siglo. Le interesó porque es una enfermedad latinoamericana y porque el 75% de los pacientes son agricultores. Con sus colegas del grupo de investigación en la CIB encontró que no es solamente una sino que hay cinco especies, desde la más generalizada, la Paracoccidioides brasiliensis, hasta llegar a la más frecuente en Colombia y que sus alumnos bautizaron en su honor: Paracoccidioides restrepiensis. Pese a que se opuso, ya quedó registrada así en los anales de la literatura científica.
Así es ella. Poco le gustan las celebraciones, los homenajes, los reconocimientos. Que a nadie se le ocurra desearle feliz cumpleaños un día de octubre, ni que los medios la llamen a entrevistarla y menos para tomarle fotos, ni que la hagan pasar al escenario a entregarle trofeos. Pero todo se lo merece porque ha sido una de las investigadoras colombianas con más publicaciones científicas nacionales e internacionales de citación permanente, y “mamá” de muchos estudiosos colombianos que hoy en día están regados por todo el mundo haciendo ciencia en laboratorios de importancia global.
Por decisión de vida, resolvió dedicarse al mundo científico cuando esa no era una opción para las jóvenes de Medellín de comienzos de los años cincuenta que se graduaban del colegio y debían decidir qué camino seguir. Ella lo tenía claro desde muy pequeña, desde que se asomaba a la farmacia de su abuelo médico, don Julio Restrepo, graduado en la Universidad de Antioquia en 1875, y veía con gran curiosidad ese aparato que sus tías le decían que se llamaba microscopio y se usaba para ver lo infinitamente pequeño. ¿Cómo qué? Lo descubriría unos años más tarde leyendo el libro Cazadores de microbios, del bacteriólogo y escritor Paul de Kruif, por cuyos capítulos aprendió sobre Pasteur, Koch y Ehrlich, y afianzó su pasión por desentrañar cuáles y cómo eran esos pequeños “asesinos invisibles”, causantes de enfermedades en el ser humano. “Yo me sentía en la gloria leyendo aquello porque era lo que yo quería hacer, los pasos que yo quería seguir. Este libro, sin lugar a dudas, marcó mi camino; todavía lo tengo por ahí, lo leo de vez en cuando. Es una maravilla... muy bello”.
Así que poco le interesaban las fiestas, los pretendientes, la moda o la vida social. No aprendió de su madre, doña Tulia Moreno, el don de la coquetería, ni quiso pertenecer a ninguna comunidad religiosa, como se lo proponían las monjas del Colegio de la Presentación donde estudió. “Yo quería trabajar tratando de contestar preguntas sobre los microbios”, eso lo tenía claro, y entró a estudiar en la Escuela de Tecnología Médica del Colegio Mayor de Antioquia, donde se convirtió en técnica de laboratorio clínico.
Su primer trabajo fue en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, que por ese entonces tenía convenio con la Universidad de Tulane, en Nueva Orleans, Estados Unidos. En una visita del jefe del Departamento de Microbiología de esta institución, la doctora Angelita con su inglés de colegio fue la encargada de hacerle el recorrido por laboratorios y aulas, con lo cual se ganó una propuesta que no pudo despreciar: viajar a Estados Unidos a estudiar “bichitos”. A pesar de ser hija única y tener a sus padres ya entrados en años, fueron ellos mismos los que la animaron a viajar a Nueva Orleans a hacer la maestría y luego, becada por la Agencia para el Desarrollo Internacional, el doctorado. Esa experiencia implicó muchos retos, como por ejemplo tener que tomar cursos adicionales para nivelarse, encerrarse los domingos a leer y a estudiar conceptos y fórmulas que “eran griego para mí”, dice. “Definitivamente es que a uno si lo armaron distinto; a estos compañeros norteamericanos no había manera de salirles adelante”. Pero ese choque cultural le enseñó el valor de la solidaridad, no solo de sus compañeros estadounidenses, sino gracias a la integración que vivió con la colonia latinoamericana. Esa estancia en Estados Unidos le abrió dos caminos a los que dedicó el resto de su vida: el de la investigación propiamente dicha y el de la formación de futuros investigadores.
A su regreso fue conquistando espacios. Cuando organizaba las prácticas de microbiología para los estudiantes de medicina, les mostraba la relación entre lo que se veía a través del microscopio y las enfermedades que sufrían sus pacientes. Se ganó el respeto de casi todos los profesionales hombres, quienes solo en contadísimas ocasiones intentaron hacerla a un lado por ser mujer. Eso nunca la amilanó. Daba vuelta y seguía pensando, primero en los microbios y los virus, pero después en ese hongo tan especial, que reside entre México y Argentina, “que no sabemos dónde se esconde y se burla de nosotros los científicos cuando lo buscamos donde no corresponde”. Ese microorganismo fue el que sedujo su intelecto y su corazón, y la conquistó para siempre.
¿Cómo detectar jóvenes talentos?
El biólogo molecular Juan Guillermo McEwen Ochoa, uno de sus discípulos, el más querido, el que todavía está pendiente de ella, el que le enseñó a usar el computador, el que aún la visita en su apartamento para leer juntos los últimos artículos científicos sobre el Paracoccidioides, el que le explica las últimas novedades de la ciencia y con el que intercambia opiniones, es uno de los culpables de haber bautizado al hongo colombiano con el apellido de la doctora Angelita. Es él quien ha seguido sin descanso el estudio del hongo, el más leal.
Está con ella desde que estudiaba medicina y, al conocer el laboratorio que la doctora Angelita lideraba en la CIB, quedó enganchado con el trabajo que allí se hacía. McEwen, quien lleva casi treinta años estudiando ese “bicho”, confiesa que la doctora Angelita es su “mamá académica”. “La doctora es una excelente maestra en el campo de la investigación”, continúa, “por la metodología que utiliza para generar preguntas, buscar posibles respuestas y llevar a cabo la parte experimental”. Ese entrenamiento lo fortaleció para continuar sus estudios de posgrado en Estados Unidos e Israel, sin tener que tomar cursos extras.
Ella lo tiene muy claro. “La investigación es un proceso paso a paso, con muchas etapas, y cada una de ellas juega un papel importante en la conducción del proyecto y los resultados que se obtienen”. Ese método, que aplicaba e iba desmenuzando con cada uno de sus alumnos, con paciencia y generosidad, casi de manera personalizada de acuerdo con los sueños e intereses de cada uno, fue el sello de calidad que, tras el paso por su laboratorio, quedó entre los que tuvieron la fortuna de vivir esa experiencia.
Ha tenido un ojo clínico para buscar al investigador del futuro desde que inició su actividad como científica en la Universidad de Antioquia, que luego afinó cuando fue nombrada la única mujer de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo (1993-1994), también llamada “Misión de Sabios”, y se ingenió un método para detectar jóvenes con talento para dedicarse a la investigación.
A mediados de los años noventa lo aplicó en una muestra pequeña, buscando la “marca de investigación” en jóvenes que estaban por terminar el bachillerato, con un enfoque en el área biológica. En el proceso inspiró —sin proponérselo— el Programa de Jóvenes Investigadores de Colciencias para todas las disciplinas científicas, por medio del cual, de acuerdo con el entonces subdirector de Programas Estratégicos de la entidad, el economista Hernán Jaramillo, “Colciencias construye al becario de doctorado”.
Lo que hizo la doctora Angelita fue adaptar a la ciencia el cuestionario de los 16 factores de personalidad (16 PF) creado por el psicólogo Raymond Cattell, en un diseño que abarcara tanto a científicos reconocidos del país como a profesores no investigadores. “Lo que buscábamos era encontrar a ese individuo que podía cruzar montañas solo, sin guía ni mapa”, explica la científica. Una persona cuyas cualidades incluyeran “ser cabeciduro, es decir, meter la cabeza por donde se le ocurriera, así todas las señales indicaran que por ahí no había camino; ser muy estudioso, tener buenas relaciones interpersonales, ser alguien que pudiera hablar con la gente, entusiasmarla y transmitirle el gusto por la ciencia”.
Así que escalaron el proyecto y lo convirtieron en uno más robusto que se llamó “En búsqueda del investigador del futuro”, apoyado por Colciencias, la Asociación Colombiana de Universidades (Ascun) y la CIB. Los dos estudios (1994 y 1997) demostraron que un 5% de los jóvenes encuestados contaba con aquellas características de personalidad que los convertía en potenciales investigadores científicos. Entre ellas, el factor de la tolerancia a la frustración, comenta Jaramillo, “porque la ciencia es una apuesta improbable”.
Entre los resultados se destacaron dos: que el talento está distribuido en toda Colombia, independientemente del nivel de desarrollo de las regiones, y que si se hubiera extrapolado la muestra y promovido a este 5% de todos los universitarios del país, de quinto semestre en adelante, “con ello Colombia habría resuelto su problema de recurso humano para ciencia, investigación y desarrollo”, afirma Jaramillo.
Veinte años más tarde, en 2014, a estos estudiantes con perfil de investigadores —convertidos ya en profesionales— se les invitó a un evento en Medellín en el que participó Astrid Elena Montoya, amiga y colega de la doctora Angelita, ocasión en la que comprobaron la eficacia de la metodología en la detección de talentos para la investigación. “Nos sentimos muy contentas al saber que este estudio no había sido en vano y que un buen número de ellos había encontrado en la investigación un camino”, asegura. Ese trabajo, cuya autora intelectual fue y siempre será la doctora Angelita, constituyó la semilla del Programa de Jóvenes Investigadores de Colciencias.
Y ahora que Colombia tiene una nueva Misión de Sabios, la científica hace su propio balance y no duda sobre los resultados positivos —por lo general no reconocidos— que se lograron: “Se vio el progreso, se posicionó la investigación como método deseable en el ambiente universitario, lo que a su vez incidió en el número de nuevos investigadores. Si fuera posible auspiciar el desarrollo científico de una forma generosa, es muy probable que los próximos veinte años permitirían un país más competitivo”.
Mientras termina de contarme la historia de su proyecto en la Misión, resuelve hacer una pausa. Se queda pensativa y me confiesa: “Nunca quise presentar yo misma el 16 PF; de pronto no calificaba. ¡Qué vergüenza!”.
El hongo que no se deja pillar
El nombre de Ángela Restrepo es sinónimo de investigación científica en hongos desde el día en que el dermatólogo Gonzalo Calle Vélez, su amigo de juventud, llegó de Michigan con dos maletas llenas de cajitas de Petri con cultivos de hongos y se las puso en su escritorio con una propuesta perentoria: montar un laboratorio de diagnóstico de micología. Era necesario actuar rápido porque los hongos habían estado guardados varios días en esas maletas, pero también tenían que conseguir dinero y espacio. Lo lograron por triplicado porque el laboratorio empezó a atender pacientes, y a actuar como aula para enseñar a los estudiantes de medicina y formar otros profesionales de carreras afines.
En 1970, ella y un grupo de colegas fundaron la CIB en la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia. Empezaron a crecer, a traer conferencistas extranjeros para estar actualizados, hasta que debieron buscar otra sede para la naciente CIB. En 1978 se instalaron en tres cuartos del Hospital Pablo Tobón Uribe, donde además de hacer investigación abrieron un centro de diagnóstico especializado en enfermedades parasitarias y micóticas (producidas por hongos). Pero debido a la necesidad de expansión de este centro hospitalario fue necesario abandonarlo e iniciar una vez más la búsqueda de otra sede para la CIB.
Como no hay mal que por bien no venga, consiguieron un préstamo, algunas donaciones y, en 1995, construyeron la actual sede de la CIB. Comenzaron a ofrecer servicios e investigaciones en parasitosis, micosis, tuberculosis y leishmaniasis; se fueron haciendo un nombre y cada vez recibían más pacientes. Lograron que Colciencias clasificara a la CIB como centro de excelencia.
Nunca fue la directora de la Corporación, ni le interesaba serlo. Pero sí era la capitana de ese barco, pendiente de todo, desde el más mínimo detalle en el aseo, por ejemplo, hasta los diferentes espacios como el Fondo Editorial, los comités de búsqueda de fondos, la selección de personal, los cursos que se dictaban y, por supuesto, de los seminarios permanentes de investigación. “Con frecuencia, y como fui una de las fundadoras, me creía con derecho de hablar duro”, dice, aunque es difícil creerle por su temperamento generoso, tranquilo, ecuánime y conciliador.
Fue jefe del Laboratorio de Micología de la CIB por más de dos décadas. El Paracoccidioides brasiliensis había sido descrito en 1908 y, aunque grupos de investigación brasileños y venezolanos realizaron trabajos al respecto, la doctora Angelita y sus alumnos escribieron más de trescientos artículos científicos dando cuenta de los avances conseguidos en sus investigaciones.
Los pacientes con paracoccidioidomicosis vienen, por lo general, desde zonas pertenecientes al bosque húmedo tropical, con tos, fiebre, decaimiento, pérdida de peso y lesiones en el pulmón, órgano primario de ataque; y si la enfermedad está avanzada, también tienen afectados los ganglios linfáticos y las mucosas. Igualmente sucede que el hongo puede permanecer inactivo en el organismo de una persona y manifestarse décadas después, si bien aún no se sabe qué dispara su multiplicación. “¿Pero qué es lo que tiene ese bicho que le permite esconderse tantos años sin decir aquí estoy?”, todavía se pregunta la doctora. “No lo sabemos”. Lo que sí saben es por qué afecta más a hombres que a mujeres. Me lo explica. El hongo tiene unos receptores especiales para la hormona femenina que le impiden expresar uno de los elementos que lo hacen virulento. “Desde ese punto de vista, las mujeres no somos el sexo débil”, dice con esa picardía que, aunque trate de disimular, la caracteriza. “Nos infectamos por igual pero, en Colombia, por cada 75 hombres con la enfermedad hay solo una mujer”.
El hongo es tan hábil para no dejarse pillar que, cuando está a temperatura del cuerpo humano, se presenta como levadura. Pero, a temperaturas por debajo de los 24 °C, el microorganismo cambia su apariencia y se convierte en un peludo moho blanco que se reproduce por esporas, también llamadas conidias. Eso ha complicado la búsqueda del tratamiento ideal. Tradicionalmente, se ha tratado con sulfonamidas, pero en épocas más recientes se vienen utilizando derivados azólicos, que tienen la capacidad de “asfixiar” al hongo, aunque no lo matan.
Así que al laboratorio llegaban las muestras de tejido y los investigadores empezaban a detectar el hongo y a estudiarlo: allí lo cuidaban —y aún lo cuidan— como al mejor huésped de un hotel, porque conocen sus gustos y saben, por ejemplo, que prefiere ambientes húmedos. “Yo digo que al hongo le van a salir aletas uno de estos días. Para mí el hábitat va a ser muy cercano a una zona acuática porque el hongo requiere del agua; este microorganismo toma agua todo el día y a todas horas”.
Entre los aportes que lideró en la CIB, la doctora Angelita menciona la ruta de infección: era común pensar que la gente se infectaba al chuzarse con algo en el campo; en experimentos con ratones, ella demostró que la inhalación de aerosoles es una posibilidad de contagio. También demostró en 2008, cien años después de identificada y descrita la paracoccidioidomicosis, que primero afectaba al pulmón y luego se manifestaba externamente —en la piel o en las mucosas—, un aviso de alerta a los médicos para identificar la enfermedad en sus pacientes.
En el laboratorio de la CIB descubrieron que esas pequeñas estructuras producidas por el moho, las conidias, eran las que infectaban; que el hongo podía permanecer latente en el organismo durante años. Y prepararon un producto derivado del hongo que permite el diagnóstico de la enfermedad de forma muy sencilla y efectiva, una prueba que da resultados en 48 horas y puede hacerse en cualquier laboratorio.
Pero quedan aún muchas preguntas. El hábitat, por ejemplo, o sea “la dirección postal de su residencia”, como lo expresa la doctora. En Colombia han detectado una zona del Viejo Caldas con casos frecuentes de la micosis y, aunque han tomado muestras del agua, del suelo, del aire, todavía no saben a ciencia cierta dónde es que vive. Tampoco es claro por qué la virulencia se da en diferentes niveles, ¿es que acaso el hongo tiene un gen que lo determina? Y no hay manera de prevenirlo hasta que se conozca más sobre su origen. “Ese bichito es muy, muy avispado”, concluye la doctora Angelita.
Afrontar las tristezas
La investigación científica es un proyecto de vida en el que cada vez surgen más preguntas que respuestas y eso mantiene muy ocupados a los investigadores. En un país como Colombia, dedicarse a esta actividad no solamente implica una formación de excelencia, sino adaptarse a las condiciones económicas y políticas, sortear épocas de vacas flacas y aprender a tocar puertas buscando aliados que no permitan que los trabajos de los científicos se vayan desdibujando hasta desaparecer. Por falta de fondos suficientes, la CIB ha estado a punto de cerrar sus puertas y con ello dejar la investigación y los servicios que ofrece a la comunidad. Esas épocas las han debido afrontar sus directivos y fundadores, entre ellos William Rojas, a quien la doctora admira y respeta profundamente; muchas veces tuvieron que colgar sus batas blancas y salir a buscar soluciones financieras. Esos no son obstáculos nuevos... de una u otra manera se vienen superando.
Pero hay dos momentos en la vida científica de la doctora Angelita que nunca se le van a olvidar. El primero, cuando debió retirarse de la Universidad de Antioquia, a la que consideraba su alma máter, porque aunque no estudió allí, fue el lugar donde trabajó por años hasta llegar a ser jefe del Laboratorio de Microbiología. Con ella al mando, cuenta McEwen, este era el departamento con mayor producción científica en Latinoamérica. Pero llegó el movimiento de izquierda y desde sus directivas, incluso uno de los estudiantes que ella había apoyado, les hicieron la vida imposible en parte por haber sido becarios de instituciones de Estados Unidos. “Por lo menos quince de los profesionales que ya veníamos con grado doctoral de la Facultad debimos retirarnos en ese momento, porque no éramos capaces de compaginar nuestros pensamientos con los de las directivas y estudiantes”, recuerda la microbióloga. “Y se me vino el mundo encima porque yo no había trabajado sino en la Facultad de Medicina”.
La segunda gran tristeza ocurrió hace relativamente poco, cuando le dijeron, después de cuarenta años, que en la CIB no se había hecho nada nuevo. “¡Qué horror! Yo me río ahora, pero ese día me encerré en mi laboratorio a llorar. Yo no podía creer que lo dijera alguien que había sido un estudiante de mi grupo”. Y renunció, se marchó y no ha vuelto a pisar la institución a la que todavía considera su hija legítima, porque la fundó, porque ella fue su primera habitante: “Fue a través del laboratorio que yo fundé, y de los servicios que ofrecíamos, que la CIB empezó a ganar reconocimiento en la ciudad. Entonces sí, me siento orgullosa de haber obrado así. Por ella trabajé mucho, me llenó de contento y me permitió abrir muchos caminos para otras personas que contribuyeron a las investigaciones, que ayudaron a los pacientes, al entorno, a demostrar que era un centro donde se hacía ciencia de primer mundo. Yo me fui con mucha tristeza, ya que hubiera querido retirarme por propia voluntad, pues era tiempo por mi edad, pero hacerlo con elegancia”.
Y es que la CIB lleva su sello y en cada detalle estuvo su mano. Trabajó sin sueldo un tiempo, completaba los escasos salarios que les pagaban a sus investigadores; traían los pacientes de los pueblos, les daban desayuno y los devolvían con “platica”. “Éramos una entidad que atendía al paciente con mucho amor. Nosotros nos caracterizábamos por la delicadeza y el gusto con que los atendíamos”. “Lo que pasó fue muy grave”, dice McEwen, “no solo porque la doctora nunca se merecía ese maltrato, sino porque eso tuvo consecuencias para la institución”, como el hecho de que una entidad socia, la Universidad del Rosario, se retirara y con ello se perdieran cuatro investigadores sénior.
Ahora, desde la terraza de su apartamento en Medellín, consulta su computador con frecuencia, se conecta y habla por Skype con amigos y colegas, continúa activa en las redes del conocimiento aportando su experiencia, pero sobre todo maravillándose con los avances en las ciencias y las técnicas cada vez más sofisticadas que permiten llegar hasta donde nunca imaginó. Asiste semanalmente a tertulias literarias y musicales, lee libros en el idioma original de sus autores, visita el colegio que por iniciativa del entonces alcalde Sergio Fajardo lleva su nombre en Itagüí. Come poco: vegetariana desde los cuatro años, con decisión afirma: “No como nada que haya sido necesario matar antes de ingerir”.
Y vuelven las guacamayas a su terraza y empieza de nuevo el revoloteo. ¡Que dónde está el plátano, que se lo comieron los otros pájaros! Y llama a su empleada, quien vive con ella. Hay que volar a poner más comida para sus visitantes ilustres, mientras llega Astrid Elena, con quien comerá esta noche, y recibe la llamada de Juan. La doctora Angelita sigue activa y adelante. Y seguirá preguntándose dónde es que vive el señor hongo, al que le dedicó su vida.
*Este perfil fue publicado originalmente en el Boletín Cultural y Bibliográfico (Vol. 53 Núm. 96 (2019)) dedicado a mujeres en las ciencias, del Banco de la República.