La historia de una uva de hace 60 millones de años que encontraron cerca a Bogotá
Muy cerca de Bogotá, un grupo de científicos colombianos encontró el fósil de una uva de hace 60 millones de años. Este registro, el más antiguo de Sudamérica y el segundo más viejo del mundo, arroja nuevas luces sobre cómo se formaron los bosques llenos de biodiversidad que hoy conocemos en la región.
César Giraldo Zuluaga
En la zona rural de Cogua, un municipio en Cundinamarca a poco más de una hora en carro de Bogotá, es común ver algunas montañas en donde los distintos matices del verde de la vegetación se ven interrumpidos por algunos parches de un amarillo pálido que advierten la presencia de suelos arcillosos usados para la producción de ladrillos.
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En la zona rural de Cogua, un municipio en Cundinamarca a poco más de una hora en carro de Bogotá, es común ver algunas montañas en donde los distintos matices del verde de la vegetación se ven interrumpidos por algunos parches de un amarillo pálido que advierten la presencia de suelos arcillosos usados para la producción de ladrillos.
A los ojos de cualquier ciudadano, el paisaje podría no despertar mayor interés más allá de la belleza de las montañas bajas que se extienden por la sabana que rodea la capital. Pero bajo los ojos de Fabiny Herrera, un geólogo colombiano con doctorado en botánica de la Universidad de Florida (Estados Unidos), esos ‘pelados’ en la montaña no podrían ser más atractivos: representan la oportunidad de seguir escarbando las tierras donde yacen cientos de fósiles que le ayudan a reconstruir la historia de cómo era Colombia hace 60 millones de años, en un periodo conocido como Paleoceno.
Las montañas de Cogua, que Herrera ha visitado en las últimas dos décadas, se encuentran sobre la Formación Bogotá, “una roca del Paleoceno, de hace 60 millones de años más o menos, cuando no existían el río Amazonas, ni el Magdalena y tampoco los Andes. Todo era más bien plano”, cuenta el geólogo.
Del trabajo que por años ha adelantado en estas tierras arcillosas, Herrera, junto a un nutrido grupo de científicos colombianos, ha ido reconstruyendo los cambios que llevaron a que en la actualidad esta región albergue los bosques neotropicales, “los más diversos del planeta, con más de 90.000 especies de plantas”, como explicó Herrera en el capítulo que escribió sobre este periodo en el libro ‘Hace tiempo’, del Instituto Humboldt (2017).
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Hace dos años, mientras Herrera y su colega Mónica Carvalho, bióloga de la Universidad de Antioquia y PhD en biología vegetal de la Universidad de Cornell (Estados Unidos), sacaban y picaban piedras en una cantera en Cogua, encontraron un fósil de uva de hace 60 millones de años, el segundo más antiguo del mundo y el más viejo de Sudamérica. Este hallazgo, junto a la descripción de otras ocho especies de uvas de entre 60 y 19 millones de años encontradas en Panamá y Perú, arrojan nuevas pistas sobre cómo se formaron los bosques que actualmente conocemos, incluida su rica biodiversidad de flora y fauna.
Este trabajo, dicen los investigadores en el estudio que publicaron recientemente en la revista académica Nature Plants, también ayuda a entender cómo se desarrollan las crisis de biodiversidad en el planeta, como la que enfrentamos actualmente.
Tras la pista de una pequeña semilla
La primera vez que Herrera vio un fósil fue en un pequeño museo de la Universidad Industrial de Santander (UIS), en donde empezó a estudiar geología a comienzos del milenio. Desde ese momento, recuerda ahora, tras 20 años de carrera, “dije ‘esto es lo mío’”. Carvalho, por su parte, empezó a interesarse por las plantas fósiles ya bien entrados los semestres de la carrera de biología que cursó en la Universidad de Antioquia a mediados de los 2000. “Mi motivación principal es, honestamente, la emoción de encontrar cosas en campo y tratar de reconstruir lo que alguna vez estaba viviendo y que hoy solo lo vemos metido en las rocas”, apunta Carvalho.
Ambos se vieron influenciados por Carlos Jaramillo, uno de los paleontólogos colombianos más destacados. Herrera reconoce que fue por recomendación de él que se dedicó al estudio de las plantas fósiles, mientras que a Carvalho la apasionó el trabajo que Jaramillo lideraba en la formación de La Guajira, de la misma edad que la de Bogotá, pero con características muy diferentes.
Fue allí, escarbando bajo el implacable sol del norte colombiano y en suelos de carbón, donde Carvalho y Herrera se conocieron hace 15 años. Durante este tiempo, estos dos paleobotánicos —y otro grupo de científicos— han intentado “entender la historia de los bosques tropicales, cuándo aparecen los bosques como los conocemos hoy, cuál ha sido el origen de la biodiversidad”, como señala bióloga, quien actualmente se desempeña como curadora asistente del Museo de Paleontología de la Universidad de Michigan (Estados Unidos).
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Por este trabajo, y el de otros científicos como Jaramillo, ahora se tienen algunas certezas que responden, en parte, a las preguntas que Herrera y Carvalho se han planteado. La primera de ellas es que, por la posición latitudinal que Colombia ha tenido durante los últimos 140 millones de años, que ha sido “más o menos la misma en el trópico”, en palabras de Carvalho, es posible rastrear la historia de este territorio para un periodo de tiempo similar.
La segunda corresponde a un hecho ampliamente conocido: la extinción de los dinosaurios. Hace 66 millones de años, al final del Cretácico tardío, un meteorito colisionó contra la península de Yucatán, en México, causando la extinción, no solo de los famosos dinosaurios, sino también del 70 % de las plantas y animales.
Los bosques en Colombia durante la ‘Era de los dinosaurios’, como la denomina Carvalho, eran muy diferentes a los actuales: “eran bosques mixtos, es decir, no estaban dominados enteramente por plantas con flor, había muchísimas coníferas, de las cuales varias ya ni siquiera existen naturalmente en el país”. Por ende, continúa la bióloga, las copas de los árboles no estaban juntándose, lo que generaba bosques muy abiertos e iluminados.
Unos siete millones de años después de la extinción del Cretácico, los bosques empezaron a estar dominados por plantas con flor y adquirieron una apariencia más familiar a la que conocemos actualmente: bosques cerrados, muy oscuros por dentro, con familias dominantes, como las malváceas —la del cacao y la ceiba—, las palmas y las leguminosas, por mencionar algunas.
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La cuestión, anota Herrera, curador asistente de paleobotánica en el Centro de Investigación Integrativa Negaunee, del Museo Field de Chicago, es que hasta este punto del recuento, poco se sabía de las uvas en esta parte del mundo. Los registros fósiles de semillas de uva más antiguos, hasta ahora conocidos, fueron encontrados en la India hace poco más de una década por el paleobotánico estadounidense Steve Manchester y corresponden a una especie que se dio hace 66 millones de años.
El trabajo de Manchester, quien fue el asesor durante el doctorado de Herrera, llevó al geólogo colombiano a sospechar que en Sudamérica también podría encontrar fósiles de uvas, por lo que hace poco más de 10 años empezó la búsqueda. Hace unos años, recapitula la bióloga, Herrera creyó tener en sus manos un fósil de uva, pero terminó siendo otra cosa. La aguja en el pajar, como Herrera denominó la búsqueda, la hallaron hace dos años en Cogua, finalizando una larga jornada de trabajo.
Luego de celebrar el descubrimiento, Herrera y Carvalho, en compañía de Jaramillo, Manchester y Gregory Stull, un botánico estadounidense, empezaron un largo trabajo para identificar la semilla encontrada en Colombia y las otras ocho recabadas entre Perú y Panamá.
Lo primero, expone Carvalho, es determinar la edad de la roca, un paso que ya tenían adelantado por el trabajo previo que han desarrollado en la Formación Bogotá. En cualquier caso, explica, la edad se calcula utilizando uranio y plomo, una relación que genera circón y que “es como el equivalente a usar carbono-14, pero en rocas de millones de años”.
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El siguiente paso consiste en hacerle una “radiografía” a la roca. Para esto, utilizan un aparato conocido como microtomógrafo, que permite, a partir de la diferencia de densidad que hay entre la roca y el fósil, reconstruir la semilla fosilizada por completo. Así, aseguran los investigadores, se conserva la roca.
Tras tener un modelo en tres dimensiones de la semilla, empieza un trabajo muy extenso, pues deben comparar la morfología del fósil con el resto de la familia. “Es empezar a comparar con los diferentes grupos de la familia de la uva, cuál es la potencial afinidad con estos grupos, no solo en términos de forma, sino en términos evolutivos”, resume Carvalho.
Solo después de esto fue que los científicos pudieron bautizar a la semilla fosilizada de hace 60 millones de años como Lithouva susmanii, en honor a Arthur Susman “por su continuo apoyo a la investigación paleobotánica en Sudamérica”. Algunas de las otras especies fueron denominadas como Leea mcmillanae, Saxuva draculoidea y Ampelocissus wenae.
Estos hallazgos, apuntan los investigadores, dan cuenta de la diversificación masiva que hubo tras la extinción de los dinosaurios en los bosques neotropicales. Además, agrega Carvalho, se convierten en la primera prueba de que, hace por lo menos 60 millones de años, “la familia de las uvas estaba diversificándose y había llegado al Neotrópico; de alguna manera había pasado de estar en India y había llegado acá”.
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Con otras uvas, sobre todo las del género Leea, los científicos pudieron observar una particular historia de diversificación y extinción local. “Lo que vemos es que hay una historia muy compleja, no solo de llegada de estas uvas, de diversificación, sino también de extinción, porque son de una subfamilia que solamente están en el sudeste asiático en la actualidad”.
Este patrón, reconoce Herrera, abre muchas preguntas: “¿por qué una planta se extingue localmente? ¿Qué hace que estas plantas, que sí están en otros bosques, sobrevivan en Asia y no acá?”. Esto, en otras palabras, “nos quiere decir que hay muchísimas otras cosas que no sabemos de la historia del bosque, pero nos señala que, después de la extinción de los dinosaurios, la desaparición ha seguido y ha sido parte evolutiva de los bosques. ¿Cuándo se extinguieron y por qué?, son otras preguntas que quedan pendientes”, asegura Herrera.
A pesar de que el equipo todavía no cuenta con la información suficiente para responder a estas inquietudes, sí tienen algunas hipótesis que, de hecho, nos servirían para entender la crisis de pérdida de biodiversidad que enfrenta actualmente el planeta.
Lo primero que resaltan Carvalho y Herrera es que la extinción de estas plantas pudo haberse originado o conducir a la extinción de más plantas o animales asociadas a las uvas, lo que en términos más técnicos se conoce como “comunidad”. Una vez la perturbación causa la desaparición, complementa la bióloga, “que esta comunidad vuelva y recupere esa diversidad, es algo que toma millones de años y es posible que, aunque se recupere, nunca vuelva a ser lo mismo, sino que aparezca algo completamente nuevo”. Esto es importante entenderlo, dice Carvalho, porque los humanos no podemos esperar millones de años a que un ecosistema se recupere.
Aunque Herrera ofrece una “visión optimista” de estas extinciones, pues las uvas demostrarían que son capaces de adaptarse a distintos entornos, hace un llamado a verlo en el contexto de la actual crisis: “cualquier cambio va a crear una cascada de efectos que no sabemos dónde va a terminar. Las uvas, sin humanos y teniendo todas las condiciones, se han extinguido. Por eso, con lo que estamos haciendo debemos estar más alerta, pues los efectos van a ser muchos más graves”.
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