La soledad del profesor Wasserman
El documento del Pacto Histórico ha generado un intenso debate sobre la ciencia en Colombia. En esta columna de opinión, Fernández Niño, de la Escuela de Salud Pública Johns Hopkins (EE.UU.) se suma a la discusión.
Julián Alfredo Fernández Niño*
Para la victoria dialéctica puede ser más fácil pintar al otro como un ignorante, o como un ser malévolo. Pero la verdad es que, para la construcción de consensos sociales, o también para la necesaria cartografía de los disensos, entender profundamente “al otro” es absolutamente necesario. Para entender al otro, es necesario traspasar la visión propia, y no sencillamente asumir la maleficencia o la estupidez ajena. En ese camino uno puede terminar descubriendo que el otro no es tan “otro”, y que muchas veces existen propósitos y móviles comunes no reconocidos. Esto que se ha llamado “la curiosidad moral” por el otro, como una posibilidad complementaria a la deliberación, hace más posible la empatía, y probablemente sea una oportunidad para una mejor práctica de la política. (Lea las últimas noticias sobre ciencia en El Espectador)
Alguna vez leí que todos los desacuerdos humanos eran primeramente mal entendidos del lenguaje. La frase es una exageración, y probablemente falsa, porque los desacuerdos “reales” sí existen, aunque sí creo que los problemas del lenguaje son causa, o por lo menos potenciadores de muchos de los disensos. Mientras no sean claras las definiciones, no es fácil discutir sobre ellas. También por esto son tan pobres las discusiones en un país como el nuestro, donde la clase política abusa y degrada el lenguaje.
Es posible plantear ese diálogo con el otro, sin negar ni pormenorizar el necesario e inherente conflicto social, y que siempre existen colisiones de ideologías e intereses que justifican las luchas sociales. De hecho, sobre esa confrontación civilizada es que se trata el ejercicio de la política, incluyendo la de Ciencia y Tecnología, que también es un objeto y un escenario de luchas.
Cuando se caricaturizan las posturas opuestas, el diálogo real se hace imposible. Creo que el profesor Wasserman no nos ayudó mucho en el debate actual sobre el sistema de Ciencia y Tecnología con su reciente postura por escrito. Aunque la sátira es una herramienta legítima para controvertir, su columna termina siendo otra caricatura, y yo que soy su gran admirador desde la sombra, no tengo como justificar su (mal) uso y abuso de los conceptos, o su poca sensibilidad con algunas luchas sociales legítimas. Así que, una vez más, me toca negar a otro de mis ídolos, pero a la vez explicar dónde creo que podemos encontrarnos. En este texto le voy a soltar mano, y se la voy a volver a dar al final, como hace uno con los padres biológicos e intelectuales a lo largo de la vida.
Comencemos por entender que el profesor Wasserman representa una visión de la Ciencia que es la mía también. Y si bien esta visión puede cargar con algunas de las críticas de las que se le acusa desde el campo de los estudios sociales de la Ciencia, es esa misma la responsable, para bien o para mal, de gran parte del mundo moderno tal como hoy lo conocemos. Es cierto que en el mundo existe aún sufrimiento e injusticias inaceptables, sin embargo, y como lo repite sin cesar Steven Pinker, hoy los seres humanos vivimos mejor que en toda la Historia (por favor, no me tiren tomates por mencionar a Pinker, quien ciertamente ha llevado su argumento al absurdo). Así, pues, vivimos en un mundo con menos barbarie, con la menor mortalidad infantil y materna -con una reducción sostenida- y con la mayor esperanza de vida alguna vez observada. Y aunque muchos lo nieguen, esos logros se han dado, también, gracias al progreso biomédico, incluyendo los desarrollos científicos y tecnológicos como las vacunas, los antibióticos, los antirretrovirales, entre muchos otros, que han salvado millones de vidas y han reducido el sufrimiento humano, esto incluso en la mayoría de los lugares más pobres del planeta, aunque todavía siga siendo necesario incrementar el acceso de manera equitativa.
Es cierto, dirán con razón los críticos, que la velocidad de ese progreso no ha sido igual en todo mundo, y que es marcadamente inequitativo en este momento. Persisten en el mundo grandes inequidades que son evitables e injustas, y que por eso deben ser inaceptables para las sociedades y para la comunidad planetaria como un todo. La segregación global, y al interior de los países, siguen causando muertes evitables, como las dadas por el reciente acaparamiento de las vacunas contra el COVID-19 por parte de los países del norte global. Es evidente, también, que la Historia no siempre avanza progresivamente hacia adelante, que son posibles nuevos retrocesos -como nos está pasando con las democracias en este siglo-. El futuro no está asegurado, sumado a los retos emergentes de la industrialización, el cambio climático y la amenaza siempre latente de la guerra.
Desde esa perspectiva, es claro que el desarrollo científico por sí solo no puede brindarnos justicia. La máxima de que “la Ciencia nos puede decir cómo es el mundo, pero no cómo tiene que ser” parece cierta, y yo creo que la mayoría de los científicos somos conscientes de nuestras limitaciones, y sobre todo de las de nuestras disciplinas y sus métodos. Sin embargo, reconocer esos límites, o las lógicas oprobiosas en las que la apropiación de parte de los recursos destinados a la Ciencia, no nos puede llevar a desdeñar de los que han sido grandes progresos técnicos-científicos de la humanidad demostrados de forma consistente y de los que la mayoría nos beneficiamos.
Tampoco creo que proponer un nacionalismo o soberanía científica, al mejor estilo de Elena Bullya en México, nos permita un desarrollo sostenible de la Ciencia, dado que no es posible construir hoy conocimiento, al menos en muchos campos, sin participar en ese diálogo y colaboración global. Creo precisamente que lo justo es transformar esa reproducción de las lógicas de dominación masculina, centralizada y elitista dentro de la comunidad científica, a través de la promoción de un acceso equitativo a la formación científica y a los recursos para hacer investigación. Ni la exclusión ni el rechazo de la Ciencia moderna (o como la quieran llamar), ni la acusación a la Ciencia, ni su estigmatización política, me parece un buen punto de partida, y ese es el primer error del documento de política de la campaña del Pacto Histórico. La distinción entre los problemas de la Ciencia (en abstracto), de los problemas de las comunidades científicas y de las instituciones, es fundamental para dar ese debate con precisión.
Podemos reconocer entonces que, bajo diversas miradas epistemológicas, hay varias Ciencias, mientras que, bajo otras, más cercanas a las Ciencias naturales, hay una Ciencia: La Ciencia. Por eso mi primera reacción ante el debate fue hablar de “el problema de la demarcación en la Ciencia” frente a otros tipos de conocimientos (aunque el debate también se ha planteado frente a la pseudociencia, cuyo problema no es ser Ciencia, sino pretender serlo). Esto es sobre todo claro para las Ciencias sociales donde las Epistemologías tienen que ser explícitas, pero para muchos investigadores de las Ciencias Naturales, la Epistemología es tan importante como la Ornitología para las aves, como decía un celebre astrofísico. Aunque esto no debería ser así, es cierto que la mayoría de los científicos naturales actúan basados en una epistemología implícita.
Reconozcamos también que las Ciencias naturales, en cuanto a comunidades humanas, están sujetas a las fuerzas políticas y a los intereses, por lo que pueden ser instrumentalizadas, como sucede con todos los esfuerzos humanos. Para algunos de nosotros es necesario aclarar, ciertamente, que esos son más vicios del ejercicio humano que de la Ciencia, pero entiendo que, para los sociólogos de la Ciencia no sea siempre válida esa distinción. Yo que soy un Popperiano, sigo creyendo que el objetivismo es un “ideal regulatorio”, y sigo siendo realista, aunque haya superado el “realismo ingenuo”.
Desde Kuhn, Lakatos, Habermas, el grandísimo Popper, y hasta Bunge, los estudios sociales de la Ciencia nos han mostrado el papel de los paradigmas, los problemas del uso instrumental de la Ciencia, el papel de los intereses, y nos han ilustrado de qué modo las comunidades científicas reproducen las lógicas del poder y la exclusión política de las sociedades desde su momento histórico. Plantear esos elementos es algo valioso del documento de política, aunque haya sido pobremente escrito.
Una discusión adicional podría hacerse sobre los que han llamado “saberes ancestrales”. De nuevo, es un tema de precisión conceptual y de lenguaje. Habría que separar: i) los estudios científicos de los saberes como hace la Antropología, y otras disciplinas de las Ciencias sociales; ii) la exploración científica de hallazgos a partir de saberes usando las Ciencias naturales, como hacen los químicos que estudian medicamentos derivados de plantas (en cuyo campo hay estudios científicos de Ciencia rigurosa, pero también mucha pseudociencia y fanfarronería), y iii) el diálogo de saberes para la transformación social. Sin duda es necesario que los dos primeros puntos estén incluidos en la política nacional de Ciencia y Tecnología, pero el tercero creo que es una tarea mayor, en donde la contribución de MinCiencias constituye solo de una parte de ese gran diálogo.
Sin embargo, sí creo que existen causas legítimas que sustentan la preocupación de cierto grupo de académicos, particularmente de las Ciencias naturales, y de otros investigadores como yo (a quienes nos catalogan de positivistas, aunque bajo el marco Popperiano yo soy “post-positivista”), que tenemos la sensación de que algo falta, no solo en el documento, sino en el discurso que sus voceras y voceros han planteado.
Dado que la política de CyT define el marco bajo el cual se promueven estrategias de respaldo institucional, se asignan recursos, se priorizan y orientan esfuerzos, no se puede excluir tácitamente de esta a las Ciencias naturales (aunque nieguen que lo hacen), pero tampoco pretender que ellas deban estar necesariamente al servicio de un marco ideológico dado. Aunque sobre eso debo decir, porque algunos parecen negarlo, que desde cualquier paradigma y métodos, puede aportarse a la Justicia Social.
En Ciencias naturales son también los científicos quienes identifican la Ciencia que es relevante (sin negar el poder determinante de los financiadores públicos y privados), y creo que es muy riesgoso que un gobierno pretenda delimitar la Ciencia, o que ésta se “subordine” (como escribió Arturo Escobar hace poco) al Buen Vivir. Especialmente porque la pregunta es entonces quién decide eso y cómo, pero, sobre todo, porque existe una dimensión más fundamental, y es que, si la Ciencia busca el conocimiento como valor supremo, no puede ser excluida por los vicios a combatir en sus comunidades científicas, ni es justo que se le catalogue por su carácter de hegemónico o poco comprometido con la transformación social, dado que su primer valor social es precisamente el conocimiento. Considero, como otros amantes de la Ciencia básica, que la humanidad puede ser mejor gracias a la propia existencia de la Ciencia como un esfuerzo humano transgeneracional de entendimiento y de búsqueda inacabada de la verdad (pero no entremos en el debate de “la verdad”). No se puede combatir la hegemonía promoviendo la exclusión.
Al ser un ejercicio de la materia hecha consciencia, como diría Carl Sagan, la Ciencia encarna las máximas aspiraciones y posibilidades humanas. Que un hombre o una mujer proveniente de una familia de bajos ingresos tenga la oportunidad de estudiar “la vida de las estrellas” gracias a la Universidad pública es, en mi opinión, una contribución a la justicia social.
Sin querer simplificar el debate, creo que existen al menos tres perspectivas implícitas y no necesariamente excluyentes para una política nacional de Ciencia:
1. La Ciencia como generadora de herramientas para la producción económica, la innovación y el desarrollo. Fuertemente interesada en la transferencia tecnológica, el aporte a la industria, y el desarrollo de capacidades productivas.
2. La Ciencia como un esfuerzo humano que debe estar comprometido con la transformación social y sobre todo con la Justicia social. Que además en su propia práctica debe ser una Ciencia justa en la manera en que opera y se organiza socialmente, evitando reproducir las lógicas de exclusión de las sociedades donde se desarrolla (incluyendo a las sociedades científicas).
3. La Ciencia como búsqueda siempre inacabada de la verdad, y actividad humana suprema que nos permite entender nuestro lugar en el Universo.
Los gobiernos anteriores, pero principalmente durante el gobierno de Iván Duque, se han centrado en la primera perspectiva: la instrumentalización económica de la Ciencia. El nuevo gobierno parece querer impulsar la segunda perspectiva que, sin duda, representa la visión política de varios sectores de la sociedad. Pero yo, que soy un idealista incorregible, si bien puedo entender y respetar las primeras dos, incluso apoyarlas, creo que la política debe también promover con firmeza la tercera perspectiva.
Esa era la que yo esperaba que defendiera el profesor Wasserman. Por eso lo dejé solo en su columna, esperando ahora haber interpretado la Ciencia que él y otros maravillosos científicos nos enseñaron a amar desde muy pequeños, en mi caso, en la Universidad Nacional de Colombia. En eso, el profe no está solo, y en este punto, le vuelvo a dar la mano. Es así como entendemos nuestra defensa por la Ciencia.
*Investigador del Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health’s Department of International Health
Lea las últimas noticias sobre ciencia en El Espectador.
Para la victoria dialéctica puede ser más fácil pintar al otro como un ignorante, o como un ser malévolo. Pero la verdad es que, para la construcción de consensos sociales, o también para la necesaria cartografía de los disensos, entender profundamente “al otro” es absolutamente necesario. Para entender al otro, es necesario traspasar la visión propia, y no sencillamente asumir la maleficencia o la estupidez ajena. En ese camino uno puede terminar descubriendo que el otro no es tan “otro”, y que muchas veces existen propósitos y móviles comunes no reconocidos. Esto que se ha llamado “la curiosidad moral” por el otro, como una posibilidad complementaria a la deliberación, hace más posible la empatía, y probablemente sea una oportunidad para una mejor práctica de la política. (Lea las últimas noticias sobre ciencia en El Espectador)
Alguna vez leí que todos los desacuerdos humanos eran primeramente mal entendidos del lenguaje. La frase es una exageración, y probablemente falsa, porque los desacuerdos “reales” sí existen, aunque sí creo que los problemas del lenguaje son causa, o por lo menos potenciadores de muchos de los disensos. Mientras no sean claras las definiciones, no es fácil discutir sobre ellas. También por esto son tan pobres las discusiones en un país como el nuestro, donde la clase política abusa y degrada el lenguaje.
Es posible plantear ese diálogo con el otro, sin negar ni pormenorizar el necesario e inherente conflicto social, y que siempre existen colisiones de ideologías e intereses que justifican las luchas sociales. De hecho, sobre esa confrontación civilizada es que se trata el ejercicio de la política, incluyendo la de Ciencia y Tecnología, que también es un objeto y un escenario de luchas.
Cuando se caricaturizan las posturas opuestas, el diálogo real se hace imposible. Creo que el profesor Wasserman no nos ayudó mucho en el debate actual sobre el sistema de Ciencia y Tecnología con su reciente postura por escrito. Aunque la sátira es una herramienta legítima para controvertir, su columna termina siendo otra caricatura, y yo que soy su gran admirador desde la sombra, no tengo como justificar su (mal) uso y abuso de los conceptos, o su poca sensibilidad con algunas luchas sociales legítimas. Así que, una vez más, me toca negar a otro de mis ídolos, pero a la vez explicar dónde creo que podemos encontrarnos. En este texto le voy a soltar mano, y se la voy a volver a dar al final, como hace uno con los padres biológicos e intelectuales a lo largo de la vida.
Comencemos por entender que el profesor Wasserman representa una visión de la Ciencia que es la mía también. Y si bien esta visión puede cargar con algunas de las críticas de las que se le acusa desde el campo de los estudios sociales de la Ciencia, es esa misma la responsable, para bien o para mal, de gran parte del mundo moderno tal como hoy lo conocemos. Es cierto que en el mundo existe aún sufrimiento e injusticias inaceptables, sin embargo, y como lo repite sin cesar Steven Pinker, hoy los seres humanos vivimos mejor que en toda la Historia (por favor, no me tiren tomates por mencionar a Pinker, quien ciertamente ha llevado su argumento al absurdo). Así, pues, vivimos en un mundo con menos barbarie, con la menor mortalidad infantil y materna -con una reducción sostenida- y con la mayor esperanza de vida alguna vez observada. Y aunque muchos lo nieguen, esos logros se han dado, también, gracias al progreso biomédico, incluyendo los desarrollos científicos y tecnológicos como las vacunas, los antibióticos, los antirretrovirales, entre muchos otros, que han salvado millones de vidas y han reducido el sufrimiento humano, esto incluso en la mayoría de los lugares más pobres del planeta, aunque todavía siga siendo necesario incrementar el acceso de manera equitativa.
Es cierto, dirán con razón los críticos, que la velocidad de ese progreso no ha sido igual en todo mundo, y que es marcadamente inequitativo en este momento. Persisten en el mundo grandes inequidades que son evitables e injustas, y que por eso deben ser inaceptables para las sociedades y para la comunidad planetaria como un todo. La segregación global, y al interior de los países, siguen causando muertes evitables, como las dadas por el reciente acaparamiento de las vacunas contra el COVID-19 por parte de los países del norte global. Es evidente, también, que la Historia no siempre avanza progresivamente hacia adelante, que son posibles nuevos retrocesos -como nos está pasando con las democracias en este siglo-. El futuro no está asegurado, sumado a los retos emergentes de la industrialización, el cambio climático y la amenaza siempre latente de la guerra.
Desde esa perspectiva, es claro que el desarrollo científico por sí solo no puede brindarnos justicia. La máxima de que “la Ciencia nos puede decir cómo es el mundo, pero no cómo tiene que ser” parece cierta, y yo creo que la mayoría de los científicos somos conscientes de nuestras limitaciones, y sobre todo de las de nuestras disciplinas y sus métodos. Sin embargo, reconocer esos límites, o las lógicas oprobiosas en las que la apropiación de parte de los recursos destinados a la Ciencia, no nos puede llevar a desdeñar de los que han sido grandes progresos técnicos-científicos de la humanidad demostrados de forma consistente y de los que la mayoría nos beneficiamos.
Tampoco creo que proponer un nacionalismo o soberanía científica, al mejor estilo de Elena Bullya en México, nos permita un desarrollo sostenible de la Ciencia, dado que no es posible construir hoy conocimiento, al menos en muchos campos, sin participar en ese diálogo y colaboración global. Creo precisamente que lo justo es transformar esa reproducción de las lógicas de dominación masculina, centralizada y elitista dentro de la comunidad científica, a través de la promoción de un acceso equitativo a la formación científica y a los recursos para hacer investigación. Ni la exclusión ni el rechazo de la Ciencia moderna (o como la quieran llamar), ni la acusación a la Ciencia, ni su estigmatización política, me parece un buen punto de partida, y ese es el primer error del documento de política de la campaña del Pacto Histórico. La distinción entre los problemas de la Ciencia (en abstracto), de los problemas de las comunidades científicas y de las instituciones, es fundamental para dar ese debate con precisión.
Podemos reconocer entonces que, bajo diversas miradas epistemológicas, hay varias Ciencias, mientras que, bajo otras, más cercanas a las Ciencias naturales, hay una Ciencia: La Ciencia. Por eso mi primera reacción ante el debate fue hablar de “el problema de la demarcación en la Ciencia” frente a otros tipos de conocimientos (aunque el debate también se ha planteado frente a la pseudociencia, cuyo problema no es ser Ciencia, sino pretender serlo). Esto es sobre todo claro para las Ciencias sociales donde las Epistemologías tienen que ser explícitas, pero para muchos investigadores de las Ciencias Naturales, la Epistemología es tan importante como la Ornitología para las aves, como decía un celebre astrofísico. Aunque esto no debería ser así, es cierto que la mayoría de los científicos naturales actúan basados en una epistemología implícita.
Reconozcamos también que las Ciencias naturales, en cuanto a comunidades humanas, están sujetas a las fuerzas políticas y a los intereses, por lo que pueden ser instrumentalizadas, como sucede con todos los esfuerzos humanos. Para algunos de nosotros es necesario aclarar, ciertamente, que esos son más vicios del ejercicio humano que de la Ciencia, pero entiendo que, para los sociólogos de la Ciencia no sea siempre válida esa distinción. Yo que soy un Popperiano, sigo creyendo que el objetivismo es un “ideal regulatorio”, y sigo siendo realista, aunque haya superado el “realismo ingenuo”.
Desde Kuhn, Lakatos, Habermas, el grandísimo Popper, y hasta Bunge, los estudios sociales de la Ciencia nos han mostrado el papel de los paradigmas, los problemas del uso instrumental de la Ciencia, el papel de los intereses, y nos han ilustrado de qué modo las comunidades científicas reproducen las lógicas del poder y la exclusión política de las sociedades desde su momento histórico. Plantear esos elementos es algo valioso del documento de política, aunque haya sido pobremente escrito.
Una discusión adicional podría hacerse sobre los que han llamado “saberes ancestrales”. De nuevo, es un tema de precisión conceptual y de lenguaje. Habría que separar: i) los estudios científicos de los saberes como hace la Antropología, y otras disciplinas de las Ciencias sociales; ii) la exploración científica de hallazgos a partir de saberes usando las Ciencias naturales, como hacen los químicos que estudian medicamentos derivados de plantas (en cuyo campo hay estudios científicos de Ciencia rigurosa, pero también mucha pseudociencia y fanfarronería), y iii) el diálogo de saberes para la transformación social. Sin duda es necesario que los dos primeros puntos estén incluidos en la política nacional de Ciencia y Tecnología, pero el tercero creo que es una tarea mayor, en donde la contribución de MinCiencias constituye solo de una parte de ese gran diálogo.
Sin embargo, sí creo que existen causas legítimas que sustentan la preocupación de cierto grupo de académicos, particularmente de las Ciencias naturales, y de otros investigadores como yo (a quienes nos catalogan de positivistas, aunque bajo el marco Popperiano yo soy “post-positivista”), que tenemos la sensación de que algo falta, no solo en el documento, sino en el discurso que sus voceras y voceros han planteado.
Dado que la política de CyT define el marco bajo el cual se promueven estrategias de respaldo institucional, se asignan recursos, se priorizan y orientan esfuerzos, no se puede excluir tácitamente de esta a las Ciencias naturales (aunque nieguen que lo hacen), pero tampoco pretender que ellas deban estar necesariamente al servicio de un marco ideológico dado. Aunque sobre eso debo decir, porque algunos parecen negarlo, que desde cualquier paradigma y métodos, puede aportarse a la Justicia Social.
En Ciencias naturales son también los científicos quienes identifican la Ciencia que es relevante (sin negar el poder determinante de los financiadores públicos y privados), y creo que es muy riesgoso que un gobierno pretenda delimitar la Ciencia, o que ésta se “subordine” (como escribió Arturo Escobar hace poco) al Buen Vivir. Especialmente porque la pregunta es entonces quién decide eso y cómo, pero, sobre todo, porque existe una dimensión más fundamental, y es que, si la Ciencia busca el conocimiento como valor supremo, no puede ser excluida por los vicios a combatir en sus comunidades científicas, ni es justo que se le catalogue por su carácter de hegemónico o poco comprometido con la transformación social, dado que su primer valor social es precisamente el conocimiento. Considero, como otros amantes de la Ciencia básica, que la humanidad puede ser mejor gracias a la propia existencia de la Ciencia como un esfuerzo humano transgeneracional de entendimiento y de búsqueda inacabada de la verdad (pero no entremos en el debate de “la verdad”). No se puede combatir la hegemonía promoviendo la exclusión.
Al ser un ejercicio de la materia hecha consciencia, como diría Carl Sagan, la Ciencia encarna las máximas aspiraciones y posibilidades humanas. Que un hombre o una mujer proveniente de una familia de bajos ingresos tenga la oportunidad de estudiar “la vida de las estrellas” gracias a la Universidad pública es, en mi opinión, una contribución a la justicia social.
Sin querer simplificar el debate, creo que existen al menos tres perspectivas implícitas y no necesariamente excluyentes para una política nacional de Ciencia:
1. La Ciencia como generadora de herramientas para la producción económica, la innovación y el desarrollo. Fuertemente interesada en la transferencia tecnológica, el aporte a la industria, y el desarrollo de capacidades productivas.
2. La Ciencia como un esfuerzo humano que debe estar comprometido con la transformación social y sobre todo con la Justicia social. Que además en su propia práctica debe ser una Ciencia justa en la manera en que opera y se organiza socialmente, evitando reproducir las lógicas de exclusión de las sociedades donde se desarrolla (incluyendo a las sociedades científicas).
3. La Ciencia como búsqueda siempre inacabada de la verdad, y actividad humana suprema que nos permite entender nuestro lugar en el Universo.
Los gobiernos anteriores, pero principalmente durante el gobierno de Iván Duque, se han centrado en la primera perspectiva: la instrumentalización económica de la Ciencia. El nuevo gobierno parece querer impulsar la segunda perspectiva que, sin duda, representa la visión política de varios sectores de la sociedad. Pero yo, que soy un idealista incorregible, si bien puedo entender y respetar las primeras dos, incluso apoyarlas, creo que la política debe también promover con firmeza la tercera perspectiva.
Esa era la que yo esperaba que defendiera el profesor Wasserman. Por eso lo dejé solo en su columna, esperando ahora haber interpretado la Ciencia que él y otros maravillosos científicos nos enseñaron a amar desde muy pequeños, en mi caso, en la Universidad Nacional de Colombia. En eso, el profe no está solo, y en este punto, le vuelvo a dar la mano. Es así como entendemos nuestra defensa por la Ciencia.
*Investigador del Johns Hopkins Bloomberg School of Public Health’s Department of International Health
Lea las últimas noticias sobre ciencia en El Espectador.