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Ciencia y verdad
A través de la historia de la luz he tratado de ilustrar en qué consiste la búsqueda de la verdad en ciencia. El proceso que la ha conducido, paso a paso, a una comprensión cada vez más profunda de la luz ha proporcionado a la humanidad conocimientos fundamentales sobre el universo y el mundo en el que vivimos. Participar en esta historia a lo largo del último medio siglo ha sido una aventura emocionante, que he compartido a través del pensamiento con los grandes espíritus que nos precedieron y me ha permitido codearme con los científicos, próximos y lejanos, que han llevado a cabo esta investigación hasta nuestros días. (Recomendamos: Vea los robots cada vez más parecidos a los humanos).
He experimentado en mis investigaciones la alegría particular que acompaña a la primera observación de un fenómeno que revela un aspecto oculto de la naturaleza. He tenido también el privilegio de ser testigo de grandes descubrimientos hechos por otros, los cuales proporcionan un placer de otra naturaleza, pero no menos profundo.
Para realizar las investigaciones los científicos necesitamos tiempo y confianza. El tiempo es necesario, porque la naturaleza no revela fácilmente sus secretos. Con frecuencia nos lleva por caminos falsos, y a veces pone a prueba nuestra paciencia y nuestra determinación. Por lo que respecta a la confianza, posee muchas caras.
Para empezar, es la que debemos tener en nosotros mismos, en nuestra capacidad de analizar, comprender e imaginar nuevos enfoques cuando se presenta una situación inesperada. Es también el sentimiento profundo de que los fenómenos naturales obedecen a leyes racionales, que los modelos del mundo que construimos forman un tejido coherente que la ciencia teje día tras día, descubrimiento tras descubrimiento.
La confianza que necesitamos es también la de las instituciones a las que pertenecemos, que deben proporcionarnos un sostén material y moral. Por último, y sobre todo, es la confianza de la sociedad, que debe compartir nuestra sed de conocimiento y la convicción que constituye un elemento esencial de nuestra cultura y de nuestra civilización.
He trabajado en un entorno en el que se reunían estas condiciones. No me han faltado el tiempo ni la confianza. Durante mucho tiempo sentí que mi situación no tenía nada de excepcional y que los científicos solían ser comprendidos y apoyados por el público y los gobernantes.
Sin embargo, mi optimismo se pone a prueba hoy en día. Las dificultades económicas han reducido los recursos dedicados a la investigación en Francia y en numerosos países, lo que en particular hace muy difíciles las condiciones de trabajo de los jóvenes investigadores.
Pero hay algo más grave. En un momento en que la ciencia es más rica que nunca en descubrimientos que amplían nuestra visión del mundo y en que nos ofrece medios de acción y de control sobre la naturaleza que eran inimaginables hace apenas unas décadas, resulta paradójicamente incomprendida, incluso denigrada y atacada por la opinión pública. Las corrientes anticientíficas han existido siempre, pero ahora están tomando un giro en especial pernicioso con el auge de la posverdad y los hechos alternativos.
La ciencia no es el único blanco de esta marea de falsas informaciones y de mentiras, pero sí es particularmente vulnerable a ella. Esas teorías conspiratorias se apoyan en una forma nociva de duda, opuesta por completo a la duda racional y constructiva del método científico. Al parodiar así, para corromperlo, un elemento esencial del proceso científico, sus detractores aplican una estrategia perversa y eficaz.
¿Qué es, entonces, lo que hace que cuatro siglos después del surgimiento de la ciencia moderna los científicos tengan que defenderse contra la mentira? Las razones están relacionadas con la evolución de las sociedades en un mundo sometido a profundas crisis, a la psicología de individuos que se sienten cada vez más aislados y tienden a afiliarse de manera tribal a culturas o a creencias religiosas que les resultan tranquilizadoras.
La globalización de la economía y del mercado ha dejado a gran parte del mundo en la cuneta, sin protección. El miedo que esta situación engendra ve como una amenaza cualquier actividad global que, como la ciencia, es portadora de valores universales, de los que ningún grupo puede apropiarse.
Este tribalismo anticientífico provoca malentendidos en una opinión pública que comprende mal el proceso científico y es fácilmente influenciable. Ciertos campos de la física, la química, la biología y la medicina se perciben, por lo tanto, distorsionados, manipulados de forma consciente o inconsciente por pasiones ideológicas o intereses financieros.
Así, se oye decir, por ejemplo, que el calentamiento global es una invención china que busca debilitar la economía de Occidente, que los organismos modificados genéticamente envenenan nuestros cultivos o que la vacunación es peligrosa para nuestros niños.
La impresión que transmiten estas visiones conspirativas es que los científicos tratan de imponer su poder oculto a la sociedad. Estas falsedades, propagadas con indudable eficacia sobre todo a través de internet, reducen las teorías científicas al rango de opiniones que pueden negarse sin pruebas y las sitúan al mismo nivel que las creencias de diversas tradiciones.
Se aprecia aquí el resurgir de un relativismo cultural promovido por ciertas corrientes de la sociología y la antropología. Si la ciencia no fuera más que una actividad cuyos resultados dependen de las condiciones sociales y culturales en las que se practica, ¿por qué no habrían de ponerse sus teorías en el mismo plano que opiniones que no necesitan sustentarse en pruebas?
Aunque el relativismo cultural no sea la causa de las dificultades que la ciencia debe enfrentar hoy en día, si es sin duda un elemento que las acompaña. Para defender la ciencia y sus valores hay que estudiar los profundos orígenes sociológicos y psicológicos de estas mentiras y analizar, en particular, las condiciones en las que las redes sociales contribuyen a favorecer el confinamiento de comunidades de internautas en delirios compartidos.
Los efectos del acceso permanente e incontrolado a un flujo de información que está en aceleración constante también desempeñan un papel en la crisis que atravesamos. Es un tema que discuto a menudo con Claudine, a quien su trabajo de socióloga ha llevado, estos últimos años, a tratar estas cuestiones.
Como científico, pensé que la mejor defensa que podía hacer de la ciencia pasaba por explicar al público, y en particular a un público no científico, qué hace que el enfoque de los científicos sea tan poderoso y hermoso. Es lo que he intentado en este libro al hablar de la luz. He tratado de exponer qué es la verdad en ciencia, de describir la paciencia con que evoluciona y se construye, en un proceso de ida y vuelta permanente entre observación, experimentación y teoría.
He abordado las dudas y las preguntas inherentes al método científico, que pone en cuestión una y otra vez los modelos que construye, a medida que se someten a pruebas cada vez más exigentes y precisas. También he hablado de la fuerza con la que la ciencia de la física se ha impuesto como explicación e interpretación del mundo, que nos proporciona los medios para actuar sobre la naturaleza y controlarla.
He recordado, asimismo, su carácter reduccionista y su “conectividad”, que implica que cualquier cuestionamiento de un aspecto de su verdad puede tener repercusiones sobre el conjunto de su descripción del mundo. La historia que he esbozado ilustra también la universalidad de la ciencia que, contrariamente a lo que afirman quienes defienden el relativismo cultural, no conoce fronteras.
He analizado a su vez las dificultades que los investigadores han debido superar a lo largo de la historia para vencer los prejuicios y disipar las ilusiones que durante largo tiempo nos han impedido ver y comprender una naturaleza cuya descripción desafía cada vez más nuestra intuición.
La historia de la luz ha sido rica y compleja, llena de sorpresas, de nubes que han oscurecido en ciertos momentos nuestra visión y de relámpagos que, bruscamente, han despejado nuevos horizontes. Es lo que ocurrió hace un siglo con el surgimiento de la relatividad y de la física cuántica. Vivimos hoy otro período clave en que la luz sin duda nos guiará más lejos en el conocimiento del mundo.
No es irrelevante que algunas de las cuestiones más profundas a las que se enfrenta la ciencia sigan haciendo referencia a la noción de luz. Cuando hablamos de materia oscura o agujeros negros, implícitamente hablamos también de luz. Cuando se habla del matrimonio aún no consumado entre la relatividad general y la física cuántica, se busca una unificación final de las leyes de la física que tal vez se inspirara en las que la precedieron, aquellas en las que la luz cumplió un papel esencial.
Cuando hablamos de las promesas de la información cuántica, las esperanzas se depositan siempre en la luz, vehículo de la información e instrumento de control y manipulación de la materia cuántica. Aún queda mucho por descubrir y por inventar. Me gusta imaginar el asombro que experimentarían Galileo, Newton, Fresnel, Maxwell o Einstein si volvieran entre nosotros y vieran todo aquello que los investigadores que los sucedieron han comprendido y logrado haciendo malabarismos con fotones.
Y me encantaría, como si fuera el gemelo de Langevin, volver a la Tierra, aunque solo fuera por un momento, dentro de 50 o 100 años, para averiguar lo que descubrieron las generaciones de investigadores que me sucederán. Pero este es un sueño imposible, pues ningún cohete será lo bastante rápido para llevarme al futuro. Esta certeza, que me proporciona la teoría de la relatividad, viene también de la luz.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debate.