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Desde que era una adolescente, Martha Lucía Bueno tuvo claro que la biología sería su profesión. Llegó a ella por influencia de su familia, aunque ninguno de sus padres se dedicó a esa ciencia natural: su madre fue química y su padre, médico, pero recuerda con agrado los tiempos en los que debía apoyarlos sacando sangre en un laboratorio que tenían en la Clínica del Country, cuando ella tenía 17 o 18 años.
Pero es de Santiago Díaz Piedrahíta, su primo y uno de los botánicos más reconocidos del país, de quien guarda sus mejores recuerdos y a quien reconoce como su mayor influencia. Él le llevaba ocho años, pero desde jóvenes se embarcaron en distintas expediciones que involucraron la naturaleza, principalmente los páramos, uno de los ecosistemas favoritos de Díaz. (Puede leer El grupo de colombianas que quiere desafiar la gravedad cero)
Gracias a la experiencia adquirida en el laboratorio y a la pasión que creció en sus salidas de campo con su primo, Bueno supo contestar con determinación la propuesta que sus padres le hicieron para que estudiara medicina: “No, no quiero estudiar medicina. Yo quiero estudiar biología. Me gusta mucho más la relación del medio ambiente y la naturaleza que atender a humanos”.
Luego de un año “vagabundeando” por Europa, como la profesora define su estadía de aquellos meses, entró a la Universidad Nacional a estudiar biología. A medida que se acercaba el grado, en su cabeza iba ganando fuerza la idea de ser una empresaria independiente. Por la influencia francesa que había adquirido de su colegio Refous, estaba decidida a ser pastora de caracoles para producir escargots de Bourgogne, el ingrediente principal del tradicional plato de la gastronomía francesa. Sin embargo, dice entre risas, el único logro que alcanzó con aquel emprendimiento fue extender hasta Cajicá, donde tenía su finca, la especie de theba pisana considerada como invasora.
Poco tiempo después de que su emprendimiento fracasara, le ofrecieron realizar su tesis de pregrado en el Instituto Nacional de Salud (INS). A pesar de que el trabajo se centraba en los humanos, lo que había rechazado desde que se decidió por la biología, el hecho de poder trabajar con académicos como la zoóloga Paulina Muñoz de Hoyos y el doctor Augusto Corredor Arjona, creador del grupo de parasitología de este instituto, llamó su atención. (Le puede interesar: Mónica Medina, la bióloga caleña pionera en entender los corales)
“Hice mi tesis con los benditos mosquitos que se llaman simúlidos -rememora Bueno-. Ahí vino una etapa de casi 10 años de ‘mosquitear’ y de estudiar la relación de parásitos, vectores, humanos”.
Para mediados de la década de los 70, cuando ingresó al Instituto, Colombia era uno de los cerca de 40 países donde la oncocercosis o “ceguera de los ríos”, una enfermedad parasitaria, afectaba a las poblaciones.
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La ceguera de los ríos es una enfermedad que se produce por el Onchocerca volvulus, un gusano microscópico que se transmite por la picadura de los simúlidos, o moscas negras. Ya en el cuerpo, los gusanos adultos producen unas larvas, también conocidas como nomicrofilaria, que van migrando por la piel hacia otros órganos, como los ojos, causando en el peor de los casos una ceguera permanente.
En las misiones que el INS emprendió a López de Micay (Cauca), Bahía Solano (Chocó) y Esmeraldas en Ecuador, Martha Bueno y el grupo de biología de simúlidos, encabezado por Hoyos, empezó a descubrir que, aunque todas las moscas se veían iguales, genéticamente eran distintas. Esta diferencia, describirían tiempo después, implicaba que la tasa de transmisión de la enfermedad, es decir, el tiempo que le tomaba al gusano transformarse dentro de la mosca para poder infectar, era mayor en Ecuador que en Colombia. “Ahí fue que comenzamos a estudiar cromosomas”, explica Bueno. (También puede leer: Crear una universidad indígena intercultural: la lucha de María Herrera)
Desde entonces su vida fue, en gran parte, estudiar cromosomas para seguir descubriendo que, al igual que con los simúlidos, en muchos otros animales sí había diferencia en sus genes aunque no existieran diferencias fenotípicas. Por eso, lo primero que hizo cuando fue contratada como profesora de biología en la U. Nacional, a inicios de la década de los 80, fue montar el laboratorio de citogenética en la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia. De allí pasó al laboratorio de citogenética clínica y luego al Instituto de Genética, un tema al que estuvo ligada durante las casi cuatro décadas que se dedicó a la docencia e investigación.
A eso se dedicaba cuando en 1983 describió una variación genética de los micos nocturnos o aotus: el jorgehernandezi. “Fue en el boom de la malaria”, dice Bueno, recordando que por aquel entonces se desarrollaban investigaciones desde distintos frentes para dar con un tratamiento o vacuna a la enfermedad causada por el parásito Plasmodium.
En resumen, el trabajo de Bueno, en compañía de otros primatólogos, consistió en resaltar las diferencias cariotípicas, es decir, en los patrones cromosómicos de tres especies de estos primates. “Los del norte de Colombia, los aoutus griseimembra, tienen tres fenotipos y genotipos distintos, con 52, 53 y 54 cromosomas. Los de Quindío, el jorgeherandezi, tiene 50, y el vociferans, del sur del país, tiene otras diferencias cariotípicas importantísimas. Ahí empezó la pelea, porque tú no puedes hacer experimentación con un material que no es homogéneo”, señala Bueno haciendo referencia a las discusiones que públicamente sostuvo con Manuel Elkin Patarroyo, médico colombiano que probó su vacuna contra la malaria en varias especies de estos micos sin que resultara útil.
Pero para Bueno no solo se trataba de la validez de la experimentación, sino que el asunto también tenía que ver con qué se hacía con los micos una vez finalizaba la investigación. De ahí que la genética de la conservación fuera otra de sus líneas fuertes y la llevara a estudiar, a inicios de milenio, una maestría en “gestión, conservación y control de especies sometidas a comercio internacional”, en la U. Internacional de Andalucía, en España. (Puede interesarle: Mujeres de ciencia: estas son algunas de las “duras” de Colombia)
La descripción que realizó en el 2008 de una nueve especie de mono tití sirve para ejemplificar este asunto. Junto a Thomas Defler, reconocido primatólogo estadounidense, y Javier García, por entonces estudiante de biología, se adentraron en la selva del sur del Caquetá para intentar dar con un primate del que solo se tenían algunos indicios. El resultado de esa expedición fue el descubrimiento del tití del Caquetá, el Plecturocebus caquetensis, un mico endémico de esta región del país. A pesar de que aún no se conocen estimaciones precisas sobre su población, se sabe que estos monos son objeto de tráfico ilegal.
Sin embargo, el problema no solo se resuelve una vez son rescatados. En muchas ocasiones, los animales son liberados sin saber de dónde provienen y a qué especie pertenecen. “Hay que hacer estudios de liberación y adaptación”, advierte la profesora. “Uno no puede hacer esos programas sin tener conocimiento de las poblaciones, tanto de la que va a introducir como de la que recibe. Por ejemplo, si tengo un primate con 56 cromosomas e introduzco uno que estuvo en cautiverio pero solo tiene 48, cuando se junten van a producir un híbrido estéril. Por eso uno tiene que saber cómo liberar”.
El trabajo que adelantó la profesora Bueno, sirvió de base para que unos años más tarde Defler y García recomendarán clasificar al tití del Caquetá como una especie en peligro crítico dado que su hábitat estaba siendo fragmentado por la agricultura, la ganadería y los cultivos de hoja de coca. Para Martha Lucía Ortiz, bióloga de la Nacional y estudiante de Bueno, el trabajo de conservación genética que adelantó la profesora es uno de los aportes más importantes de su carrera.
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Ortiz es doctora en ecología y recursos naturales y docente en la U. de los Llanos. Al hablar sobre Martha Bueno no solo valora sus aportes científicos, sino el vínculo que sostienen desde que esta la acompañó en su trabajo de grado.
“Mi tesis fue sobre una especie de tortuga muy común en los Llanos Orientales, la sabanera o galápaga (podocnemis vogli). Tiene un histórico de consumo y tráfico, ya que suele consumirse en Semana Santa”, cuenta Ortiz. El problema, además de que se traficara con estos animales, tenía que ver con la reubicación luego de su rescate. Pero, más allá del apoyo técnico que brindó Bueno para desarrollar una técnica de extracción de sangre que permitiera reubicar a estos animales de acuerdo a sus características genética, Ortiz recuerda con cariño el cuidado y acompañamiento que le ofreció su profesora. (Puede leer: Encontraron el “Endurance”, uno de los mayores naufragios de la historia naval)
“Además de pasar todos los días por el laboratorio de citogenética para preguntar por los experimentos, de responder 500 veces nuestras preguntas, recuerdo que un jurado que nos calificó la tesis nos hizo un montón de correcciones. El trabajo había sido tan largo, tan demandante, que esas correcciones nos dieron muy duro”, comenta Ortiz. “Ustedes se vienen para mi casa el sábado y nos sentamos en el computador y lo arreglamos”, fue la respuesta que les dio la profesora Bueno, quien, recuerda Ortiz, se sentó a corregir el texto.
La relación de Bueno con sus estudiantes es como la de una madre con sus hijos. De hecho, así se refiere ella a algunos de los estudiantes que tuvo. Aunque es una persona alegre, reconoce que nunca fue optimista frente a la situación del país, lo que la llevó a no querer tener hijos. Sin embargo, en la universidad los fue encontrando y ahora, cinco años después de haberse retirado de esta, se la pasa visitándolos así como a sus “nietos”. Ellos siempre le decían doctora, aunque no lo fuera, ya que siempre huyó al doctorado. Esta situación cambió en diciembre del año pasado, cuando la U. Nacional le otorgó el doctorado honoris causa. Riéndose comenta que le contestaba a sus hijos “ahora sí estamos a la par”.
El reconocimiento fue inesperado para Bueno. Incluso, al inicio, no esperaba que se lo dieran. Al conocer que el otro postulado era el sociólogo Guillermo Páramo Rocha, quien fue rector de la universidad entre 1993 y 1197, pensó que “eso era pelea de toche con guayaba madura”. Lo que no esperaba era que, “de manera salomónica”, la universidad los reconociera a ambos, una situación particular en estos contextos. “Es algo que te estimula mucho. Todo el mundo es vanidoso”, señala sobre el doctorado, pero agrega que lo más importante fue darse cuenta de que todo el trabajo no fue en vano. (Le puede interesar: Científicos logran que una ratona tenga hijos sin sexo o esperma)
“Ya no leo ciencia, ya no tengo cabeza para eso”, acepta ahora. Prefiere las novelas y los escritos que las mujeres hacen sobre países como Afganistán y que no tuvo la oportunidad de leer por el trabajo. Desde su finca en Cajicá, la misma en la que cultivó escargot, teje, cose y borda. Comenta que quiere regresar a Francia, sobre todo al sur, para visitar los castillos medievales y los restos grecorromanos. “Pero no viviría allá -responde-. Es mejor cabeza de ratón que cola de león, y acá me siento cabeza de ratón”.